Reconsideraciones desde una perspectiva actual tras el XIII congreso de AECA en Zaragoza, 2012
Manuel Sánchez Oms
Doctor en Hisrtoria del Arte
Equipo Crónica, "Escuela de Paris", 1971
Resumen:
En su devenir histórico desde su temprana aparición en nuestra sociedad, la
crítica de arte no ha dejado de plantear con insistencia la verdad de su
función en el entramado artístico y social. Quizás su posición intermedia entre
el artista, su obra y su público, haya obstaculizado este debate. Precisamente,
el contexto artístico español en los primeros años de existencia de la
Asociación Española de Críticos de Arte desde 1960, ha demostrado cómo la
crítica, así como la historiografía del arte, ha debido adoptar posiciones
activas en la toma de conciencia del arte de sus responsabilidades sociales e
históricas, a lo largo del difícil camino desde una abstracción lírica,
informalista y pura, hacia otras fórmulas artísticas que dialoguen con el resto
de la realidad.
Abstract: During its historic evolution since its early
appearance in our society, art criticism has always set out persistently the
truth of its function in the artistic and social context. Perhaps, its position
between artists, their works of art and their public has held up this debate. Precisely,
the artistic context of Spain during the first years of the Spanish Association
of Art Critics since 1960, has proved how criticism and historiography of art
have had to position actively themselves, to make the art aware about its
social and historic responsibilities, along the difficult travel from a lyric,
informalist and pure abstraction to another artistic ways to talk with the rest
of reality.
Palabras clave en castellano:
Crítica de arte, arte contemporáneo, grupos artísticos, abstracción,
informalismo, realismo
Keys
words: Art criticism, Contemporary Art, artistic groups,
abstraction, informalism, realism.
Muchas veces hemos
reflexionado sobre la posibilidad de una crítica creadora. Ante todo, es evidente que hoy –con
raras excepciones- el oficio de crítico ha caído en hondo desprestigio, del que
le será difícil salir. Por estar situado entre el público (personaje
teóricamente pasivo) y el artista (factor supuestamente activo) se ve en constante
peligro de hibridez infecunda si se deja llevar por las solicitaciones de esos
dos grupos que, lícitamente, desean verse atendidos.
Vicente
Aguilera Cerni, “Consideración sobre la crítica, Revista nº324, junio-julio 1956, Barcelona.
CONCEPTO Y PRECEDENTES
Este
artículo no trata de poner en duda la objetividad del crítico de arte, ya que
la subjetividad es uno de sus rasgos naturales según buena parte de las teorías
que la han sustentado desde su despegue como ejercicio autónomo con los salones
del siglo XVIII. Avanzamos más si reconocemos la multitud de casos y
situaciones en los que el crítico se ve inmiscuido en la conformación del
panorama artístico de su época, la misma que luego pasará a formar parte de la propia
Historia del Arte. Compartimos por ello la opinión expuesta por Vicente
Aguilera Cerni en la cita que encabeza este artículo, aun insistiendo en que
esta posición activa de la crítica no resulta en absoluto negativa, porque peor
sería ocultar esta realidad tras una falsa máscara de objetividad y consenso,
de distancia y respeto, que nos conduce a creer -a nosotros los críticos- que
ocupamos un lugar intermedio y representativo entre las obras de los artistas y
la valoración potencial del público. Se trata más bien de reconocer este hecho para
replantear de un modo más lógico y efectivo, la posición que ocupa la crítica
en la vida artística de la sociedad. Quizás sea la vinculación activa de
ciertos críticos en la conformación de grupos artísticos, corrientes y
escuelas, mismo de aquellos que, como Eugenio d’Ors con su noucentisme o Manuel Abril con “arte nuevo”, han propuesto términos
para englobar una buena nómina de artistas plásticos, hecho que en la reciente
historia del arte español, sobre todo desde finales de la década de 1950, ha
sido muy significativa como parte del proceso de institucionalización del arte
tras la eclosión de las novedades estéticas acontecidas en la primera mitad del
siglo XX en el marco de las “vanguardias históricas”.
No obstante, no hay que olvidar que
estamos tan sólo ante uno de los ejemplos de interacción entre crítica de arte
y creatividad artística, aunque probablemente resulte el más significativo en
el proceso de institucionalización. Por otra parte, también debemos rememorar
la actividad crítica de muchos artistas (algo cada vez más en boga según Lorente, 2005: 679-680), así como sus
planteamientos teóricos expuestos en muchos de sus escritos, uno de los rasgos
más significativos de las aportaciones y de los avances estéticos de la
contemporaneidad, por la que se entiende que el artista, más que un excelente
profesional que domina a la perfección un conjunto de técnicas adquiridas, es
un investigador experimental cuyas aportaciones en muchas ocasiones se sumergen
en el difícil ámbito de la especulación estética, tal y como constituyeron aquí
en España los casos paradigmáticos del uruguayo Torres-García, de Ángel Ferrant
o, más tarde, Antonio Saura, quien en 1953 tomó la iniciativa para organizar en
la Galería Clan de Madrid dirigida por Tomás Seral y Casas, la exposición “Arte
fantástico”, uno de los mayores impulsos regeneradores del arte contemporáneo
español al aglutinar buena parte de su nómina (Ferrant, José Caballero, Dau al Set, las fotografías
experimentales y casi surrealistas con la ayuda de su hermano Carlos Saura,
Sempere, Oteiza, etc.) junto con los grandes artistas internacionales Calder,
Miró y Picasso, lo que contribuyó a la larga en la España franquista, a una
identificación entre el legado surrealista (presente sutilmente tras el título)
y la libertad abstracta, todo menos unos contenidos posiblemente comprometedores,
hecho que de algún modo heredó el último gran grupo español relacionado con el
informalismo: El Paso, impulsado fundamentalmente por el propio Saura junto con
el canario Manolo Millares.
ASPECTOS CRONOLOGÍCOS Y
CONTEXTUALES
Realmente, este proceso por el que
la crítica participa cada vez más en la vida artística, en la mayoría de las
ocasiones desde su aparente posición objetiva y representativa, es, en
principio –aunque sobre todo tras la Segunda Gran Posguerra y en el marco de la
Guerra fría-, producto de la profesionalización de la figura del crítico, dado
que en el siglo XIX (por ejemplo con Charles Baudelaire, Oscar Wilde, Félix
Fénéon, Huysmans, etc., hasta la eclosión cubista interpretada por Apollinaire,
André Salmon o Maurice Raynald entre otros) y, sobre todo, en la primera mitad
del siglo XX con los movimientos de vanguardia definidos por su transversal
interdisciplinariedad en busca de una mayor incidencia en el conjunto social,
desde el liderazgo futurista de F. T. Marinetti y el de Tristan Tzara en el
movimiento dadaísta, hasta el de André Breton en el surrealismo (también son
muchos los que compartieron la actividad plástica con la pluma como Georges Ribemont-Dessaignes,
Francis Picabia o más tarde Marcel Jean), los escritores han participado muy
activamente en la conformación de términos, escuelas, corrientes, etc. Es tras
la Segunda Guerra Mundial cuando asistimos a la profesionalización progresiva
de esta institución artística, pareja a la de las restantes y –concretamente- a
partir de una definición formativa cada vez mayor de la figura del historiador
del arte. Son muchos los que desde Lionello Venturi creen que estas dos
disciplinas están absolutamente implicadas hasta el punto de conformar una
sola, tal y como expuso este autor en su Historia
de la Crítica del Arte en 1964 (Venturi,
1979: 328), libro pionero en esta materia y con su repercusión inmediata en
España en 1975 con Historia de la crítica
de arte en España del soriano Juan Antonio Gaya Nuño, quien, por cierto,
además de su condición como historiador, llevó a cabo una significativa
actividad literaria, lo que le sitúa en este país tras la Guerra Civil, en esa
tradición de escritores que compaginaron sus actividades literarias con la
atención crítica al arte, tal y como ocurre con Juan-Eduardo Cirlot, Manuel
Conde, Antonio Fernández Molina, Ángel Crespo o José Hierro. Con esta
publicación de Gaya Nuño nació en España un interés por este ejercicio
literario, a lo que se añadió la fundación en 1961 de la Asociación Española de
Críticos de Arte bajo la presidencia de José Camón Aznar (entidad que ha
llevado a cabo publicaciones colectivas con el fin de ofrecer un panorama
global de la situación de la crítica del arte en el país), aunque en parte continuadora
de la Academia Breve de Crítica de Arte creada por Eugenio d’Ors en 1943.
Esta profesionalización respondió y
responde aún todavía a una nueva carrera vertiginosa por la
institucionalización del arte (no acontecida desde las relaciones dialécticas
entre los salones y las academias en el siglo XVIII) tras el estallido de las
vanguardias históricas, las cuales comportaron una ruptura con el concepto
acabado de obra de arte y, dentro del marco del dadaísmo y del constructivismo
especialmente, de su disolución en el resto de la realidad. Los nuevos “pensadores
del arte”, junto con renovados planteamientos artísticos, ante todo a partir del
amplio marco de la abstracción autosuficiente de las décadas de 1940 y 1950, han
debido trabajar en una nueva definición, en la cual se han visto inmiscuidos desde
Clement Greenberg, Charles Estienne, Umberto Eco y Michael Fried, hasta Arthur
Danto, Gérard Genette o Thierry de Duve, en lo que también participaron las
restantes instituciones artísticas enumeradas y comentadas por historiadores
como Hermann Bauer o Mario Perniola: la Historia del Arte, los museos, los
salones y las galerías (a lo que debemos añadir, en sustitución de las viejas
academias, el propio arte, de una forma u otra profesionalizado), ahora
preparados para albergar en su seno cualquier forma de realidad susceptible de
ser tildada estéticamente, como si se tratase de una respuesta al reto lanzado
por Duchamp.
Es un hecho que tras la Segunda Guerra
Mundial, las opiniones de los críticos de arte, profesionalizados
progresivamente, hayan sido cada vez más necesarias para una redefinición de
conceptos, corrientes y escuelas en el arte contemporáneo. Quizás debamos
remontarnos a la presencia de Heberd Read en la brevísima aventura surrealista
británica, o antes la de Félix Fénéon para el neoimpresionismo, aunque antes
debamos apelar a la importancia de coleccionistas y galeristas de arte, como el
caso de Wilhelm Uhde para el arte naïf,
el de D.-H. Kahnwieler para el cubismo, o los de Camille Goemans o Julien Levy
para el surrealismo. Pero si repasamos los movimientos artísticos de la segunda
mitad del siglo XX, éstos han sido ofrecidos cada vez más por ciertos críticos.
De esta manera han incidido directamente en la Historia del Arte, agrupando artistas
y obras en exposiciones que ellos mismos han comisariado u organizado. Y estas
intervenciones ya no adoptaron el punto de vista despectivo de los términos “impresionismo”,
“fauvismo” o “cubismo”: ahora, otros como “arte informal” o “arte otro” son
acuñados por Michel Tapié, la “abstracción lírica” por el escritor (además de
pintor) Georges Mathieu. El tachismo se lo debemos al crítico Charles Estienne
(“Une révolution: le tachisme”, Combat-Art
1er mars 1954), “expresionismo abstracto” fue empleado por primera vez en 1946
por el crítico del New Yorker Robert
Coates, los nuevos realistas fueron aglutinados por sucesivos artículos y
exposiciones de Pierre Restany, en la conformación del término “Pop art” resultó
esencial la actividad crítica de Lawrence Alloway, o la de Bernard
Lamarche-Vadel para la “abstracción analítica”, y así podríamos continuar hasta
un largo etcétera que desembocaría en las grandes exposiciones comisariadas por
críticos e historiadores y que hoy siguen aglutinando, dividiendo y
clasificando, artistas y obras de las formas más variadas, en ocasiones bajo el
signo de la arbitraria inspiración literaria más que por criterios históricos pero
que, en cualquier caso, modifican e intervienen en la conformación de la Historia
del Arte. Para entender este fenómeno, podemos remontarnos hasta las dos grandes
exposiciones de 1936 organizadas por Alfred H. Barr en el MoMA de Nueva York: Cubism and Abstract Art por un lado y Fantastic Art, Dada and Sureralism por
otro, definiendo para la posterioridad dos líneas de desarrollo plástico del
siglo XX de forma casi paralela, al margen por ejemplo de las implicaciones
entre el dadaísmo y el arte constructivista centroeuropeo en Dessau, Hannover y
la revista G de Hans Richter. Éste también
es el caso de la exposición Art of
Assemblage, dirigida en 1961 por William C. Seitz en este mismo centro
neoyorquino, la misma que extendió el término “assemblage” en los Estados
Unidos para referirse a obras realizadas con materiales extra-artísticos. Sólo
con estos ejemplos nos resulta difícil conformarnos con una supuesta
independencia objetiva y distanciada de la crítica del arte respecto a los
acontecimientos artísticos, lo que no supone un hecho deplorable, -ni mucho menos-,
pero sí exige una toma de conciencia con el fin de posicionarnos en
consecuencia y, tal y como señalaba constantemente Vicente Aguilera Cerni (por
ejemplo en “Axiología, crítica, vida” de 1961, recogido en Aguilera Cerni, 1987, Tomo I: 73-81),
asumir las consecuencias de nuestras decisiones por encima de la falsa creencia
de una independencia del arte de su marco social.
Precisamente, este artículo analiza
un hecho muy importante que enmarca en buena medida el nacimiento de la
Asociación Española de Críticos de Arte en 1960: la toma de conciencia de la
dimensión social del arte español por algunos de sus representantes, frente a
un anterior triunfo del informalismo en la década de 1950. Aun necesario para
hacer despegar de nuevo la evolución de las investigaciones plásticas
contemporáneas, éste último supuso un aislamiento del arte de su entorno vital
y sobre todo social, en España quizás más que en el resto de Europa dadas las
difíciles condiciones impuestas por el régimen dictatorial. Este artículo desea
exponer el importante rol asumido por los críticos, unos más que otros, en este
difícil segundo paso hacia adelante, muchas veces en plena desarmonía con la
realidad artística del momento sobre la que deseaban aplicar sus preceptos,
aspiraciones y creencias, así como sus confianzas en nuevas propuestas
constructivas, funcionalistas, realistas y estructuralistas, con el deseo de
superar una ficticia pulcritud del arte que tras diez años de evolución ya olía
a estancamiento evolutivo.
PERFILES PARADIGMÁTICOS
DE LA HISTORIA DE LA CRÍTICA ESPAÑOLA DEL ARTE EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX
Juan Ismael, "Composición surrealista", 1945
1.
El
renacer abstracto del arte en la postguerra española: 1947
A pesar de que las entidades
madrileñas de los “Indalianos”, “La segunda Escuela de Vallecas” de Benjamín
Palencia y la “Joven Escuela Madrileña”, fueran fruto en la década de 1940 de
las iniciativas de los propios pintores, aunque la idea de una “Escuela
Madrileña” (desmentida luego entre muchos por Raúl Chávarri o Gabriel Ureña)
fuese rescatada en 1954 por el falangista Manuel Sánchez Carmago en su libro Pintura Española Contemporánea, acérrimo
defensor de una pintura española libre de las influencias foráneas, fue en
Zaragoza dónde se dieron las primeras relaciones significativas entre la
crítica del arte y el arte del momento, al ser ahí donde surgió el primer grupo
dedicado a la abstracción. En esta ciudad se presentó la primera entidad
colectiva con planteamientos teóricos en algunos de sus miembros más
implicados, sólo que no aglutinados por un crítico sino por un librero: José
Alcrudo Quintana. Esto se tradujo el 21 de abril de 1947 en el Centro Mercantil,
como era habitual, en una muestra dispar en los estilos de cada uno de los
nueve integrantes de lo que se dio a conocer enseguida como grupo Pórtico,
aunque en enero del año siguiente sí ofrecieron dos de ellos -Fermín Aguayo y Santiago Lagunas- más un tercero, -Eloy
Laguardia-, una muestra de unidad estilística dentro de cierta abstracción
formal en la galería madrileña Buchcholz por mediación de la librería Pórtico
de José Alcrudo.
Estos son momentos en los que, a
nivel nacional, se está fraguando un nuevo panorama del arte contemporáneo
español, el cual, y quizás por las ventajas que conllevaba la pérdida de las
formas reconocibles y con ello los contenidos, en sintonía con lo que estaba
ocurriendo en Occidente, este cometido debía ser tamizado por la abstracción:
la Unión Soviética, enemiga del régimen, la rechazaba en favor de un realismo
social institucionalizado y rígido, mientras que en Norteamérica y en Europa
triunfaba una nueva abstracción con la que, algunas de las voces más
significativas, desde Clement Greenberg hasta Jean Bazaine, reivindicaban una
nueva autonomía para la expresión artística.
2.
El
triunfo abstracto y sus peligros aislacionistas “institucionalizantes”:
Altamira y los primeros grupos regeneradores del Arte
Segunda Semana de la Escuela de Altamira
Segunda Semana de la Escuela de Altamira
Sin embargo, los primeros impulsos
españoles en esta dirección buscaron en principio una reactivación de la
vanguardia española anterior a la Guerra Civil, dada la diversidad de
disciplinas de donde procedían sus primeros integrantes: entre numerosos
pintores, algunos de los cuales extranjeros, se encontraban otra buena nómina
de críticos e historiadores de arte, además del arquitecto italiano Alberto
Sartoris y del arquitecto, crítico y poeta Luis Felipe Vivanco. La escultura fue
representada por el sueco Ted Dyrssen y la cerámica por Llorens Artigas. Me
refiero concretamente a la inauguración de la Escuela de Altamira en Santillana
del Mar (Santander) en septiembre de 1949 (se celebró la II Semana en
septiembre de 1950, y una tercera reunión tuvo lugar en Madrid en 1951 con
motivo de la I Bienal de Arte Hispanoamericano), por iniciativa del pintor
alemán -cercano a la galería Buchchloz y al grupo Pórtico-, Mathias Goeritz,
aunque pronto encontró apoyo en Ángel Ferrant (además de escultor, miembro de
la Academia Breve de Crítica del Arte de Eugenio d’Ors) y el crítico Ricardo
Gullón. La idea resultaba bastante atractiva en el contexto de la posguerra franquista:
era capaz de relacionar el arte del presente con los orígenes de la “historia
nacional”. Quizás artistas como Ferrant, Goeritz o Artigas, o críticos como
Eduardo Westerdahl, invitado a las ponencias, viesen en este evento la
oportunidad para refrescar muchas de las ideas estéticas por las que lucharon
antes de la contienda civil y del triunfo de los golpistas (ver Aguilera Cerni, 1970: 48). Concretamente,
Westerdahl había liderado, junto con Domingo Pérez Minik, el grupo aglutinado
en torno a la revista Gaceta del Arte de
Tenerife, donde defendieron una difícil posición entre las formas constructivas
y racionalistas de la modernidad, y lo que se entendía como libertad expresiva
del surrealismo (a él se deben estudios y monografías sobre Baumeister, Arp,
Klee, Kandinsky, el racionalismo de Le Corbusier, etc. Colaboró en la revista A.C. del G.A.T.E.P.A.C., dedicada
fundamentalmente a la arquitectura racionalista, al tiempo que la Gaceta del Arte organizaba en 1935 la
segunda gran exposición internacional del Surrealismo coordinada por el grupo oficial
de París), lo que conllevaba una implicación social del arte aunque desde sus
propios cometidos y sin implicaciones exteriores, en una síntesis, por el
momento utópica, entre forma y contenido. En cualquier caso, las conclusiones
de estos encuentros y debates, sobre todo por parte de los ponentes, entre los
que se encontraban Eduardo Westerdahl, Ricardo Gullón, los historiadores del
arte Enrique Lafuente Ferrari, Beltrán Heredia, Rafael Santos Torroella (gran
defensor del arte no figurativo. Ver al respecto Ureña, 1982: 522-527) y el crítico Sebastián Gasch, muy
influido en un primer momento de su carrera por el racionalismo y el purismo de
L’Esprit Nouveau de Paul Dermée, y
quien firmó en 1928 el Manifiesto Antiartístico
junto con Salvador Dalí y Lluis Montayá, concluyeron finalmente con la reafirmación
de la libertad artística a partir de los logros surrealistas, lo que implicaba
una lectura muy sesgada -y por tanto ideologizada- de este movimiento revolucionario,
recluido ahora a su aportación plástica aun si en realidad ésta hubiese sido
siempre bastante secundaria. Paradójicamente y en las mismas conclusiones,
insistieron en no considerarse surrealistas.
Grupo Surrealista con Eduardo Westerdahl, Tenerife, 1935
Grupo Surrealista con Eduardo Westerdahl, Tenerife, 1935
Para
entender este hecho, hay que recabar en la idea de que los encuentros quisieron
recrear una “escuela” –término enormemente academicista- diferente a la de
París y la de Madrid, ahora en relación con la ingenuidad de los pintores
prehistóricos, atribuida a una intuición que conduciría a los pintores
abstractos de aquel presente a una autonomía libre de los contenidos sociales (Díaz Sánchez, 1998: 238-240), dado que
el arte ya era una “realidad social” por sí misma que no debía ser corrompida
por la “propaganda” (conclusiones expuestas en Ureña,
1982: 78), a lo que añadió Ricardo Gullón un factor a-histórico: la abstracción
es un componente connatural del arte (“quien dice arte, dice, por consiguiente,
abstracción”, rezaba Alberto Sartoris en la conferencia que ofreció en 1949 en
la I Semana de los encuentros de Altamira bajo el título “Circuito absolutista.
Situación del arte abstracto”, transcrita al completo en Ureña, 1982: 327) mediante el cual, y siguiendo
argumentos próximos a los de Wilhelm Worringer, luego empleados por
Juan-Eduardo Cirlot (Díaz Sánchez,
1998: 214), el arte en su globalidad quedaba libre de su responsabilidad
histórica determinada por sus contenidos. Si bien recobraba la universalidad de
sus propias formas (tal y como defendía el Universalismo
Constructivo, amplio tratado plástico en el que había trabajado Joaquín Torres
García pocos años antes en Montevideo, quien murió precisamente en ese mismo
año 1949, legando una fuerte influencia en los artistas españoles de postguerra,
tal y como ha señalado en muchas ocasiones el historiador Juan Manuel Bonet: Bonet, 1997: 81; Duval, 2004: 84; Blok,
1999: 260), por otra parte, aunque sin caer en el peligro del “arte por el
arte” como ya apuntara Gullón en 1952 en su libro De Goya al arte abstracto, se bastaba consigo mismo para abarcar la
multitud de facetas que les exigían los sectores más críticos.
Mathias Goeritz, "Gente", 1948, guache y tinta
Mathias Goeritz, "Gente", 1948, guache y tinta
A estos encuentros ya asistió como
representante del recién fundado grupo de Barcelona Dau al set (en 1948), el pintor Modest Cuixart, aunque entre los críticos
ya hemos advertido la presencia de Sebastián Gasch y Rafael Santos Torroella,
quienes escribieron entre 1949 y 1950 en las páginas de la revista que llevaba
por título el nombre del grupo catalán (Santos Torroella fundó y dirigió además
la revista Cobalto 49, -también sala
expositiva-, considerada por Sebastián Gasch heredera legítima de ADLAN). Sin
embargo, este grupo no se caracterizó por la abstracción de manera generalizada
en sus inicios, sino por cierta recuperación del surrealismo que
discutiblemente había hecho mella en la Cataluña republicana, tan sólo en la
repercusión iconográfica de Miró y Dalí, quienes trabajaron desde la capital
francesa. Esta recuperación (representada sobre todo por la colaboración de
Sebastián Gasch, quien en realidad detestaba el surrealismo francés) se
canalizaba a través del fortalecimiento del catalanismo cultural por un lado y,
por otro, de una búsqueda de la síntesis ente literatura y pintura (lo que ha
conducido en España, entre otras cosas, a identificar rápidamente surrealismo
con pintura literaria, sobre todo por parte de sus detractores), dado que su
primer núcleo estuvo conformado por los escritores Joan Brossa, Arnau Puig
-crítico de arte al que se unió Cirlot en 1949-, y los pintores Tápies, Ponç,
Cuixart y Tharrats, además del galerista René Metras y del grabador Enrique
Torno (Ureña, 1982: 68-69). Arnau
Puig aún intentó reavivar el grupo con los aglutinados en torno al manifiesto
del Grupo de Tahüll en 1955, el cual no se manifestó en ninguna exposición.
Entre sus firmantes estuvieron el mismo Puig y el crítico Cesáreo
Rodríguez-Aguilera, gran defensor de una escuela catalana (Rodríguez-Aguilera, 1971: 123-133). Esta
ambigüedad que, como en el caso literario del postismo madrileño en su propio
contexto, estuvo determinada por el oscuro panorama del franquismo en los años
de postguerra, impidió a Cirlot y a Dau
al Set colaborar con el grupo surrealista de Breton o con la revista Phases de Édouard Jaguer, concretamente
por el catolicismo de Cirlot (conoció a Breton en París en 1949, y colaboró en Le Surréalisme, même y en la encuesta
publicada en L’Art magique de 1957 en
tanto que “experto en símbolos”. En cambio, no quiso participar en 1959 en la
exposición surrealista titulada E.R.O.S.),
lo que constriñó la difusión europea de la obra de los pintores del grupo. En
principio nos se trataba de la defensa de un arte abstracto, pero sí de la
libertad desprendida del surrealismo que, aplicada al rescate del arte autónomo
en manos de los informalismos de postguerra, determinaba en la temprana fecha
de 1948, un año después de la primera exposición de Pórtico en Zaragoza, la
configuración de una nueva “vanguardia” española, ahora purista y decidida a
rescatar la nobleza de la inspiración pictórica a través del gesto. Tanto es
así que a lo largo de su trayectoria hasta la desaparición de la revista en
1956, la mayoría de los pintores adheridos a Dau al Set abrazaron el materismo y el informalismo, mientras que
los dos críticos del grupo los defendían, sobre todo Cirlot con la publicación
de 1957 de la primera monografía dedicada en España a estas nuevas tendencias: El arte otro. Informalismo en la pintura y escultura más recientes, donde incluyó
a sus antiguos compañeros de Dau al Set,
así como a los miembros del grupo madrileño El Paso. De todas formas, Cirlot
intentó cautelosamente desprender una ideología de la pintura informalista,
aludiendo a una actitud nihilista que, en cambio, por su atención a la materia,
ansiaba de un nuevo orden de relaciones entre el hombre y su entorno “cósmico”,
tal y como manifestó en su artículo “Ideología del Informalismo” en El Correo de las Artes del 12 de enero
de 1961 (recogido en Asociación española
de Críticos del Arte, 1967: 135-144), una vez desatadas las primeras
acusaciones explícitas hacia el informalismo de aislacionismo cultural.
Por
su parte, Westerdahl aún intentó en 1950 recuperar el panorama artístico
canario al aglutinar a “Los Arqueros del Arte Contemporáneo” (L.A.D.A.C.), a
quienes presentó en junio de 1951 en la Galería Syra de Barcelona, exposición
que consiguieron a través del grupo barcelonés LAIS. El grupo canario contaba
con el veterano de la Gaceta del Arte
anterior a la guerra y ex-logicofobista Juan Ismael, con el futuro miembro
fundador de El Paso Manuel Millares, además de Felo Monzón, José Julio,
Elvireta Escobio, Alberto Manrique y el escultor Plácido Fleitas. Entre sus actividades
más importantes, además de las expositivas, se encontraba la publicación de
cuadernos monográficos de los que se consideraban los “arqueros” del propio
grupo (Cabañas Bravo, 1996: 74-75).
Westerdahl fue precisamente el único que planteó en la Segunda Semana de Arte
de Santillana del Mar, la posibilidad de un arte social, al tiempo que
Sebastián Gasch, aun enemigo acérrimo del surrealismo desde su distanciamiento
de Dalí en 1930, desarrolló el legado pictórico de esta corriente (de ahí las
conclusiones contempladas más arriba), mientras Rafael Santos Torroella
abordaba la actualidad de la crítica del arte en España.
Una
vez expuesto este inciso tan importante en la conformación de un nuevo panorama
abstracto en España entre 1949 y 1951 en estos encuentros internacionales en
Cantabria, a los que estuvieron invitados los tres de Pórtico Lagunas, Aguayo y
Laguardia (Lagunas acudió al I Congreso de Arte Abstracto en Santander de 1953),
debemos retomar el temprano caso zaragozano, dado que fue realmente aquí en
octubre de 1949 cuando se produjo de manera explícita una intervención directa
de los intereses historiográficos y de la crítica. Estos tres representantes de
Pórtico expusieron en el Primer Salón de Pintura Moderna de Zaragoza, pionera
en España por su predominio abstracto, y organizada aparentemente por
intervención del profesor de Historia del Arte Federico Torralba, entonces
becario colaborador de la Sección de Arte de la Institución Fernando el Católico
de la Diputación Provincial de Zaragoza, y futuro catedrático en la Universidad
de Zaragoza. Participaron junto con otros representantes no figurativos como
Antón González y el ya próximo al grupo Juan José Vera, además de los
figurativos Manuel Lagunas y José Borobio. Subrayo el calificativo de “aparente”
porque el historiador Manuel Pérez-Lizano Forns desmiente el protagonismo de
Federico Torralba a partir de las declaraciones orales de Juan José Vera y
Antón González, quienes afirmaban en 1992 haber sido los pintores de Pórtico
los que solicitaron un espacio para que pudieran exponer, dado que habían sido
rechazados por el VII Salón de Artistas Aragoneses, caracterizado por una línea
tradicional basada en la figuración y el paisajismo. Sólo a partir de ese
momento intervino Torralba con sus gestiones. La prueba de ello fue que este
último nunca admitió la existencia de un segundo salón de pintura moderna aragonesa,
celebrado en octubre de 1952 en el marco del X Salón de Artistas Aragoneses, a
instancias de la Comisión de Festejos del Ayuntamiento de Zaragoza, aunque en
verdad se debiese a la iniciativa de los pintores Santiago Lagunas y José Orús
(Pérez-Lizano Forns, Manuel, 1995:
29-36). El problema surgió bastante después cuando en 1979, en su libro Pintura contemporánea aragonesa,
Torralba enfatizó su protagonismo y aseguró que aquel I Salón de Artistas
Aragoneses Modernos, fue lo que marcó el final del grupo Pórtico, -caracterizado
por una disparidad de estilos-, y el nacimiento de una “Escuela de Zaragoza”,
amparado en la opinión que manifestó el crítico Jean Cassou, director en 1949 del
Museo de Arte Moderno de la Ciudad de París, al observar unas fotografías de
los tres de Pórtico en un viaje que realizaron conjuntamente Santiago Lagunas y
Federico Torralba (se acababan de conocer) a la capital francesa en 1949 (Torralba Soriano, 1979: 59), como si una
simple declaración de opinión acerca de la existencia de una Escuela de
Zaragoza por parte de un historiador y crítico del arte de su categoría, fuese
suficiente para sustituir la anterior denominación de “Pórtico” por esta otra,
mucho más amplia y, por el contrario, capaz junto con los restantes exponentes
del I Salón de Artistas Aragoneses Modernos, de ofrecer una unidad estilística
que no existió en la primera muestra de 1947 de los nueve pintores integrantes
de Pórtico. Santiago Lagunas, quien no estuvo presente en aquella reunión con
Cassou, nunca admitió la existencia de una escuela zaragozana, y el propio
Torralba siempre ha admitido que los tres que restaban del Pórtico originario
preferían seguir denominándose “Grupo Pórtico”, según él por continuar su
homenaje a José Alcrudo. Las intenciones de Torralba eran claras con
anterioridad a este viaje, y las expuso el 20 de septiembre de 1949 en el Heraldo de Aragón, en un artículo
titulado “París, Zaragoza y el arte abstracto”: establecer un contacto directo
entre Zaragoza y lo que comenzaba a conocerse como “La Escuela de París”. Si
bien es cierto que Lagunas no quedó convencido con esta nueva apelación, sí
volvió de este viaje con nuevos argumentos. Concretamente citaba una y otra vez
a uno de los exponentes de aquella incipiente “Escuela de París” (cuyo influjo
en Zaragoza fue fácilmente detectable a partir de entonces): Jean Bazaine, gran
personalidad teórica, además de pintor, en la recuperación en la postguerra
europea de la pintura y de toda su pureza a partir de argumentos altamente
formalistas además de fenomenológicos, tras la disolución en la que la sumieron
las vanguardias históricas, sobre todo el surrealismo, objeto de sus más
airados ataques y precedente de la aversión que sintieron por este movimiento
tanto los de Pórtico como sus posteriores continuadores de la década de 1960.
Santiago Lagunas, "Nocturno", 1951
Santiago Lagunas, "Nocturno", 1951
Las
apreciaciones críticas lanzadas por Manuel Pérez-Lizano acerca de este
desajuste entre la existencia de una escuela zaragozana y la realidad artística
del momento, son lógicas y bien fundadas, salvo cuando afirma que fuese en el
libro de Torralba de 1979 donde expresó por primera vez su idea de una “Escuela
de Zaragoza”. Este término ya lo empleó poco después del I Salón de Artistas
Aragoneses Modernos, exactamente en una “Pequeña crónica de la pintura moderna
en Zaragoza” que publicó en el Heraldo de
Aragón el 10 de mayo de 1951 y, posteriormente, en dos artículos de 1960
publicados en la revista Despacho
Literario de la Oficina Poética Internacional dirigida por Miguel Labordeta
(en este grupo también participó muy activamente el poeta y crítico de arte
Antonio Fernández Molina, natural de Guadalajara pero procedente del postismo
madrileño, y uno de los mayores defensores y descubridores del arte naïf en España entre muchas otras cosas;
por ejemplo fue autor de numerosas monografías de artistas), uno de ellos
consagrado precisamente a Santiago Lagunas (consultar Sánchez Oms, Manuel, 2007: p. 141). De este hecho podemos entresacar
como consecuencia la incidencia de los empeños de un crítico como Torralba en
la presentación de un colectivo y de la producción artística de diversos
autores, así como sus criterios valorativos, incuestionables cuando se trató de
la autoridad de Cassou. Si bien esta realidad no fue admitida por los
verdaderos protagonistas de esta primera incursión colectiva española en la
abstracción tras la Guerra Civil, si cuajó diez años después en un nuevo grupo de
artistas zaragozanos, los cuales asimilaron y aceptaron los argumentos de
Torralba para asumir el calificativo de “Escuela de Zaragoza”, lo que en cierta
manera legitimó la propuesta de Torralba, aunque esta decisión acabaría por
levantar entre diciembre de 1964 y enero de 1965, las protestas de otros
artistas zaragozanos que no formaban parte del grupo (desde entonces se hacían
llamar “grupo Zaragoza”), asunto en el que se vio inmiscuido desde la prensa otro
crítico, el joven Ángel Azpeitia Burgos, al recibir las declaraciones de unos y
otros. En su caso Azpeitia optó por mantener la imparcialidad objetiva hasta
alcanzar una solución salomónica. No obstante, este nuevo debate no hizo sino
demostrar la importancia que la prensa fue adquiriendo progresivamente a lo
largo de estas décadas en la conformación y reconocimiento de agrupaciones y
colectivos plásticos, y al parecer bajo el consenso tanto de los artistas como
de los mismos críticos.
Cartel diseñado por Santiago Lagunas para el I Salón Aragonés de Pintura Moderna de octubre de 1949, Zaragoza
De
hecho, el núcleo originario del Grupo-Escuela Zaragoza, la pareja conformada
por Juan José Vera y Ricardo Santamaría –quien obtuvo mención especial en el X
Salón de los “oficiales figurativos”-, expuso por primera vez en 1961 en la
Diputación Provincial de Zaragoza a instancias de Federico Torralba. Podemos
afirmar incluso que fue éste último quien apadrinó al grupo hasta su
configuración, mientras que ellos mismos se lo agradecieron tanto en el díptico
de esta exposición como en el folleto Algunas
respuestas al hombre de la calle en materia de arte actual, distribuido en
la inauguración de la misma. De hecho, Torralba siempre ha afirmado que la
primera exposición de esta nueva Escuela de Zaragoza fue ésta, a pesar de no
contar más que con dos miembros y de no conocer todavía a su tercer fundador:
Daniel Sahún. Con esta opinión coincide Juan José Vera, remontando los
preparativos de la exposición incluso a 1959 (VV. AA., 1979: 24). Todo apunta a
que Ricardo Santamaría, representante figurativo en la década de 1950 que
mantuvo una estrecha amistad con Torralba, encontrase en Juan José Vera el
eslabón que necesitaba para identificarse con la heroica vanguardia de Pórtico
para su proyecto de renovación personal hacia lenguajes más actuales, quizás
instigado por el propio Torralba, quien ya le había comunicado la existencia previa
de una Escuela de Zaragoza. Incluso la actividad escultórica de los dos parece
iniciarse en esta primera exposición con unos móviles que Torralba les aconsejó
realizar a modo de uno de sus artistas abstractos favoritos: Alexander Calder, cometido
éste al que Ángel Ferrant ya se había entregado años antes en Madrid.
Ricardo Santamaría, collage, c. 1965
Sin
embargo, el apoyo crítico de Torralba a la futura Escuela de Zaragoza –que
tanto él como sus miembros creyeron continuadores de la existente entre 1947 y
1952-, no pasó de la presentación de esta exposición ni llegó a alcanzar la
propia fundación del grupo. Existían diferencias esenciales que no tardarían en
aflorar. La primera de ellas ya se encontraba contenida en el propio folleto Algunas respuestas al hombre de la calle en
materia de arte actual repartido entre los visitantes de la exposición,
determinado por fines cuasi-didácticos consistentes en el acercamiento social
de los cambios plásticos de la modernidad. En cambio y desde una posición
próxima a los argumentos de Ortega y Gasset, Federico Torralba siempre creyó
imposible este cometido por residir en el arte del siglo XX, sobre todo en la
abstracción según su opinión (por ejemplo Torralba
Soriano, 1999: 60), un componente elitista por el cual sólo unos pocos
están capacitados para apreciarlo. Él pudo alentar la continuación del peculiar
y definido estilo universal (por ser plástico, tal y como rezaban las
conclusiones de los encuentros de Altamira) de la primera escuela zaragozana,
pero no estaba dispuesto a colaborar en la conformación de un arte aragonés que
requiriese ser aceptado por toda su sociedad (podría peligrar de
empobrecimiento), tal y como se proponía este segundo cometido del grupo. Es
más, para ellos un objetivo conducía al otro, y ésta fue razón suficiente para
el distanciamiento.
Una
decena de años más tarde, Federico Torralba iba a ensayar la conformación de
otro grupo con los representantes pictóricos más importantes de la ciudad junto
con el artista por el que por entonces apostaba, Antonio Fortún, con quien
llevó una importante labor expositiva en las galerías Atenas y Kalos entre 1963
y 1979 (Antonio Fortún entró a trabajar en Kalos en 1965). Se trata de Azuda 40
(de diciembre de 1972 a principios de 1976), constituido primeramente -en junio
de 1972- como Grupo experimental 72 o Intento. El impulso aglutinador de
Torralba se manifestó en una escasa unidad estilística que abarcaba desde la
geometría de Vicente Dolader y José Luis Lasala (en el caso de este último
acabaría derivando en cierta interpretación personal de la “pintura-pintura”),
hasta la “nueva figuración” de Pascual Blanco, José Ignacio Baqué, Pedro Giralt
y Natalio Bayo, pasando por la gestualidad
que Fortún fue adoptando a partir de 1974. Se trataba de la culminación de los
intentos de Torralba para conformar un grupo según sus preceptos plásticos a
través de la coordinación de Antonio Fortún, lo que pronto conllevó diferencias
internas que conducirían irremediablemente a su disolución.
Federico
Torralba pertenecía a una generación anterior, aquella que en la postguerra
alentó un arte abstracto independiente que garantizase las formas expresivas
internacionales, precisamente por ser de dominio propio de la plástica y no de
los contenidos. Siempre pensó que el compromiso político que adoptó el arte
español en los años treinta, así como en el resto de Europa, acabó por destruir
los esfuerzos más vanguardistas. De hecho, esta visión de la abstracción
gestada a partir de las aportaciones de Pórtico, Dau al Set y la Escuela de Altamira, sufrieron un rápido proceso de
institucionalización, sobre todo en una nueva versión informalista, gracias al cual
el Estado franquista pudo mostrar al mundo un tipo de pintura evolucionada a
partir de las constantes típicas repetidamente aludidas acerca del arte español
(tenebrismo, espiritualidad, austeridad cromática, folclore, realismo
expresivo, etc.), lo que garantizó un gran éxito comercial de la misma y un
excelente lavado de imagen cultural del gobierno dictatorial. Tres fueron los
sucesos que participaron de esta reificación:
-
La representación de las nuevas tendencias autóctonas, tendentes a una
renovación de la figuración o a una ausencia de la misma, en la I Bienal Hispanoamericana
de Arte de finales de 1951, la cual se marcó como objetivo actualizar el
panorama oficial de las artes asumiendo artistas como Millares, Tápies, Ponç, Luis
García-Ochoa, etc., disfrutando su culminación en la III y última Bienal
Hispanoamericana celebrada en 1955, donde se expuso la obra ya totalmente
informalista de Tápies. Estas bienales fueron preparando el terreno para
aumentar la presencia de la abstracción española en el extranjero desde
organismos más o menos institucionales, hasta alcanzar el éxito cumbre en la
Bienal de Venecia de 1958 (la de 1956 a instancias de Antonio Saura sirvió de
precedente), ahí donde la nueva pintura española se consagraría definitivamente
a los ojos de la crítica internacional.
-
La institucionalización de los esfuerzos privados de Mathias Goeritz y de
tantos otros para la Escuela de Altamira, con la organización del I Congreso de
Arte Abstracto en Santander, en el Palacio de la Magdalena (del 1 al 10 de
agosto de 1953), donde los nombres de Ferrant, Gasch, Santos Torroellas,
Goeritz, Cuixart, Gullón, etc., fueron complementados o directamente
suplantados por una nueva nómina de nombres procedentes de la Academia Breve de
Crítica del Arte como el propio Camón Aznar (quien nunca aprobó el arte
abstracto –ver por ejemplo su crítica del ABC
del 16 de septiembre de ese mismo 1953 en Díaz
Sánchez, 2004: 317-320-, así como otros dos presentes, Figuerola
Ferretti y Fernando Escrivá) y de algunos cargos de las instituciones culturales,
empezando por el Rector de la Universidad de Verano, entonces Manuel Fraga
Iribarne, primer impulsor de este congreso por estar interesado realmente en
una apertura cultural del país al exterior para mejorar las expectativas del
régimen, dentro de los cambios que ya estaban en marcha para garantizar su
perdurabilidad. Por otro lado, fueron invitados críticos de arte vinculados al
régimen y otros personajes de la cultura institucionalizada, algunos de los
cuales partidarios de la abstracción como nuevo lenguaje nacional, por ejemplo
Cirilo Popovici, José Luis Fernández del Amo o Manuel Sánchez Camargo. A pesar
de este panorama se recurrió a defensores históricos de la renovación e
impulsores del arte abstracto, algunos como Gasch u Oteiza, presentes ya en la
Escuela de Altamira, así como Gaya Nuño y Cirici Pellicer, dos críticos
independientes de la ideología del gobierno aunque no muy convencidos entonces
con la abstracción. Con todo ello y una vez retomadas las conclusiones de
Altamira, el arte abstracto contó a partir de entonces con la protección del
Estado al tiempo que reificaba los primeros empeños independientes. Se
sucedieron las exposiciones que lo representaban. En ellas la iniciativa de los
críticos de arte fue más que significativa, algunos muy relacionados con el
régimen como por ejemplo José Luis Fernández del Amo o Manuel Sánchez Camargo.
Grupo El Paso
Grupo El Paso
-
Quizás todo este amplio consenso conquistado en torno al arte abstracto, tuvo
su materialización máxima en la fundación en 1957 del grupo El Paso, justo
después de celebrarse en el Ateneo Mercantil de Valencia, el I Salón Nacional
de Arte No Figurativo, donde Manuel Conde afirmó que la variedad de la
abstracción española era de la más pura de las habidas en el mundo en ese
momento. Precisamente, fue él el crítico que, junto con José Ayllón (ambos
firmaron el manifiesto de El Paso de 1959 junto con Cirlot y, curiosamente, Vicente
Aguilera Cerni), apoyó y participó en la formación de este grupo, el más
representativo del informalismo nacional, precisamente en los últimos años de
éxito de esta corriente. Como bien señala Gabriel Ureña, fue en este contexto
cuando se fundaron muchos grupos (estudiados por Julia Barroso Villar en su
tesis doctoral de 1979), no para enfrentarse contra las convenciones del
sistema, sino para abrirse paso conjuntamente en el ámbito artístico, lo que se
tradujo –como tantas veces ha denunciado Ángel Azpeitia acerca de los grupos y
asociaciones- en una constante disparidad de estilos en las exposiciones
colectivas, basadas en la mayoría de las veces en simples lazos arbitrarios
como la residencia o la condición natural comunes. Bajo estos condicionantes
subyacen intereses individuales que les obliga a aceptar el marco de logros
institucionales antes comentado, encaminados hacia la conformación de un nuevo
arte nacional que fortaleciese la permanencia del sistema. En este contexto fue
el grupo madrileño El Paso el que más éxito alcanzó, en parte porque aglutinó
artistas con importantes carreras y experiencias previas, aunque hubo grupos
que con anterioridad ya contaban con buenos representantes abstractos entre sus
filas: además del grupo zaragozano Pórtico, el barcelonés Inter-Nos fundado en
1953, el grupo cordobés Espacio fundado por Oteiza en 1954 y precedente
inmediato de Equipo 57, y Parpalló a finales de 1956, de los que nos ocuparemos
más adelante por su singularidad y profundidad de contenidos frente a El Paso. Este
último grupo citado aseguraba en su primera declaración de 1957 haberse reunido
como artistas de diferentes procedencias, con el propósito de “vigorizar” el
arte contemporáneo español falto de infraestructuras, por lo que hacía un
llamamiento a todos los profesionales del ámbito cultural, incluidos
“escritores, músicos y arquitectos”. No se definían bajo ninguna tendencia
concreta, aludiendo constantemente a sus orígenes individuales. Su
identificación con el informalismo en boga (por ejemplo en Aguilera cerni, 1970: 56) ha sido
deducible en verdad por mera yuxtaposición valorativa de sus resultados
plásticos materiales, dado que su definitivo manifiesto de 1959 insistía en la
independencia respecto a calificaciones y escuelas con el fin de encontrar un
arte auténtico que contenga los signos de su época. Quizás por ello rehuyesen
de la distinción entre arte colectivo y arte individual, así como entre
“figuración y abstracción” y “expresionismo y construcción” (ambos textos se
encuentran recogidos íntegros en Aguilera
cerni, ed., 1975, tomo I: 125-128).
De
todas formas y a pesar de su relativa figuración, fue Antonio Saura el principal
impulsor y cerebro de este grupo, al haber encontrado cobijo en el ámbito institucional
español (sobre todo con el Comisario Gubernamental Luis González Robles, a
quien pidió que llevase ya a la Bienal de Venecia de 1956 una completa representación
española no figurativa) una vez regresado de París (estancia comprendida entre
1953 y 1955. En principio viajó en compañía de Ayllón) y de haber estado en
estrecho contacto con el surrealismo de Breton y sobre todo con los principales
disidentes del grupo: Charles Estienne y el húngaro Simon Hantaï, ambos
responsables de una nueva escisión dentro del grupo surrealista y del tachismo,
corriente resultante de esta disidencia y justificada en verdad por la
necesidad de una recuperación de la soberanía y de la autonomía artísticas,
adoptando siempre como punto de partida su expresión. Influenciado además por
el libro del crítico de arte Michel Tapié, Un
art autre (1952), tomó conciencia de todo este bagaje, primero en el seno
del grupo surrealista tal y como veníamos diciendo y, luego, entre 1955 y 1956,
con la revista Phases de Édouard
Jaguer, a través de la cual conoció el gestualismo de los antiguos pintores
CoBrA y, sobre todo, los métodos de tergiversación de Pierre Alechinsky y de “modificación”
y “corrección” de Asger Jorn, siempre a partir de pinturas e imágenes
preexistentes. Saura volvió a Madrid a finales de 1955 con todo este bagaje
pero, tal y como exportaron los fenicios los modelos de asirios, hititas y egipcios
a lo largo del Mediterráneo, lo presentó sin el sentido revolucionario y
extra-artístico del surrealismo y de CoBrA, a lo que superpuso una progresiva
figuración gestual debida a Jean Dubuffet y, a su vez, basada en el peculiar
materismo de este pintor francés por un lado y en el arte bruto por otro (lo
que Dubuffet entendía como una superación de la profesionalidad del artista,
paradójicamente), todo vaciado de contenidos y listo para representar
(consciente o inconscientemente) la libertad de las superestructuras artísticas
españolas gracias al franquismo benefactor y a la “tecnocracia” incipiente. Su
retorno fue triunfal, anunciado a principios de año con una muestra individual
en el Palacio de Bibliotecas y Museos de Madrid, presentada en un catálogo por
el escritor sueco Erik Boman, a quien solicitó sus argumentos convencido de la
necesidad de un punto de vista crítico, ajeno a la plástica y por lo tanto
objetivo a los ojos de las instituciones culturales, incluido el mercado del
arte. En cualquier caso y no habiendo encontrado referencia alguna, dudamos de
la identidad de Erik Boman. Al fin y al cabo, el papel de los críticos en el
surrealismo y en el movimiento Phases
(en tanto que heredero de CoBrA), aumentaron considerablemente a comienzos de
la década de 1950 con las figuras de Édouard Jaguer, José Pierre y Charles
Estienne, siendo que en los tiempos heroicos del surrealismo, la actividad
periodística era sospechosa y conducía a la expulsión, tal y como ocurrió en
los casos de Philippe Soupault y Robert Desnos sin ir más lejos. Saura no podía
presentarse hablando de sí mismo en un catálogo auto-producido y cuyos
contenidos son los más exactos que podamos encontrar acerca de su pintura, al
margen de los suyos claro, los cuales fueron aglutinados en diversos volúmenes
de la editorial Galaxia Gutenberg del Círculo de Lectores tras su muerte en
1998. El siguiente crítico internacional en prologarle fue el mismo creador del
“informalismo” y del “arte otro”, Michel Tapié, en su exposición en la Galerie
Stadler de París en 1959. Y esta determinación que Saura sin duda anheló, es lo
que explica que Tapié afirmase en su pintura una superación de la imagen diez
años más tarde (Tapié, 1967). En
ambas ocasiones ya mostró los resultados a partir de sus fotografías pintadas a
mano y que tanto deben a las “modificaciones”
de Jorn, por las que Boman entendió “trompe l’oeil”.
Antonio Saura, "Mourir du Souvenir", 1971
Antonio Saura, "Mourir du Souvenir", 1971
Con estos precedentes y tras la
Bienal de Venecia de 1956, Saura, con la ayuda de José Ayllón y con un
movimiento perfecto de fichas, recurrió a los representantes matéricos e informales
que mejor representaron allí de un modo u otro el panorama actual de Madrid
para poder aglutinarlos: Manuel Millares, Luis Feito o Manuel Rivera. En
Cataluña un movimiento similar se desencadenó desde principios de la década de
1950 a partir de todas las instituciones artísticas, con el fin de hacer de
Barcelona capital del arte abstracto junto con Nueva York y París, tal y como
señalaba Mercedes Molleda desde El Correo
de las Artes, para lo que se planteaba un “barroquismo abstracto” como
continuación lógica (histórica y tradicionalmente hablando) del clasicismo de
las vanguardias históricas (Ureña,
Gabriel, 1982: 179), para lo cual Cataluña comenzó a reivindicar su papel en la
vanguardia internacional y su peculiar y poco comprometido surrealismo de la
década de 1930 (por ejemplo, además de las figuras de Miró, Dalí y Picasso,
comenzó a recuperarse la figura de Gaudí como precedente de este barroquismo,
continuando de esta manera los primeros esfuerzos de Dau al Set para conformar una vanguardia de raíces catalanas como
línea de actuación que aún hoy domina la política cultural de Cataluña). A este
intento de convertir Barcelona en una capital del informalismo, se lanzaron
tras los argumentos de Tapié los críticos partidarios del informalismo,
fundamentalmente Juan Eduardo Cirlot (“Arte otro”, 1957. Por otra parte, puso
en relación el informalismo con la literatura del primer romanticismo de
Novalis y de Goethe, así como con Edgar Allan Poe y Hermann Hesse, en Asociación Española de Críticos de Arte,
1967: 135-149) y Joan Teixedor (“Arte otro”, Destino 16 febrero 1957, Barcelona).
4.
La
reconquista de la forma: las primeras advertencias contra el aislacionismo del
Arte: 1959-1964
Habiendo
adoptado como hilo argumental el pionero ejemplo zaragozano, retomamos su
periplo desde el momento en que, una vez distanciado Federico Torralba de la Escuela
de Zaragoza, ésta se constituye como grupo en junio de 1963 (los miembros más constantes
del grupo eran fundamentalmente Ricardo Santamaría, Juan José Vera, Daniel Sahún
y Julia Dorado), con su presentación oficial en el Instituto de Estudios
Oscenses de la Caja de Ahorros y Monte de la Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja.
La necesidad de un crítico, a poder ser ajeno a la plástica, estuvo
constantemente presente, tal y como afirmaba Otelo Chueca (entrevista con Pablo
Trullén en VV. AA., 1979: 30), procedente en enero de 1964 junto con Teo
Asensio del grupo catalán Síntesis y del
Círculo de arte de Hoy de Barcelona.
Lo cierto es que de lo que careció el grupo o escuela Zaragoza, fue de una
publicación periódica -como sí tuvieron Dau
al Set o Parpalló con Arte Vivo-, lo que intentaron suplir con
una serie de panfletos de difusión gratuita rozando las intenciones didácticas
más que la información y difusión social, aunque también fueron muchos de los
que carecieron de la misma, sin ir más lejos el "gran" El Paso.
Juan-Eduardo Cirlot
Juan-Eduardo Cirlot
Las
relaciones con escritores y poetas de Zaragoza se iniciaron pronto, muchos de
ellos procedentes de la Oficina Poética
Internacional de Miguel Labordeta y Antonio Fernández Molina. Incluso
expusieron sus poesías colgadas de las paredes junto con las muestras plásticas
en un amago de síntesis entre caligrafía y figuración que dotaba a los
conjuntos de cierto aire primitivista. Uno de ellos, Conrado A. C. Castillo,
fue el encargado de escribir el primer manifiesto Móvil-historial-propósitos. Con él el grupo se presentó en Huesca
en verano de 1963. Sus contenidos manifiestan un acuerdo pleno entre los artistas
del grupo, sobre todo con su principal impulsor Ricardo Santamaría a pesar de
las diferencias respecto a sus textos teóricos posteriores. Por ejemplo y aun
anteponiendo la técnica y la materia, todavía nos habla de abstracción. En el
apartado reservado a ella, entre los elementos mínimos aludidos se encuentra la
forma, la cual como los restantes carecen de contenido si no es organizada
mediante la “expresión”. Por lo demás, el resto del manifiesto subraya la
constante necesidad de entrar en contacto directo con el público, incluso
demandando sus opiniones en este mismo manifiesto-panfleto para que las conociese.
Si bien esto podría parecer utópico y hasta ingenuo a los ojos de los más
elitistas, sí testificaba cierta necesidad tras una década entera de dominio
informalista, asentado sobre una tradición surrealista conocida de manera
sesgada y bajo el peso de Dalí en la mayoría de las ocasiones, mismo por los
propios miembros del Grupo o Escuela Zaragoza, dado que achacaban a este
movimiento un individualismo intolerable que había alejado el arte de la
sociedad. A esta inquietud social añadieron un aspecto fundamental al reseñar
sus esculto-pinturas y sus esculturas dotadas de valores pictóricos: el
criterio arbitrario que separa la pintura de la escultura porque, al fin y al
cabo, se trataba tan sólo de una cuestión formal o, más bien, material. A
partir de ahí, la conquista del mundo circundante, -y además con materiales
cotidianos-, era sólo cuestión de tiempo cuántico, es decir, en función del
atrevimiento. Conrado A C. Castillo ya admitía la posibilidad de que cualquier
objeto alcanzase la categoría artística, porque eran sus cualidades formales y
no sus contenidos previos, las que permitían esta participación. Se trataba del
rescate de lo que ellos creían que había constituido el gran legado de la
primera generación de la “Escuela Zaragoza” representada por Pórtico: la forma
(lo mismo que el espacio para el Equipo 57), la cual debía ser construida
mediante la expresión. “Construcción” y “expresión” eran precisamente dos de
las categorías que el manifiesto de El Paso contempló como contradictorias,
grupo del que denunciaron los miembros fundadores del Grupo o Escuela Zaragoza
(sobre todo Ricardo Santamaría), su complicidad con la administración comercial
del arte y su aislacionismo (de esta manera, tal escisión se reveló implícita
en su arte), a pesar de la admiración que sentían por las arpilleras de Manolo
Millares. Se trataba de la “construcción expresiva” o de la “expresión
constructiva”, fruto de una serie de categorías contrarias que, según
Santamaría, la Escuela Zaragoza solventó dialécticamente con sus investigaciones
plásticas. Y del mismo modo procedió el grupo con la arbitraria distinción
entre abstracción y realismo, en lo que incluían la fatal escisión entre
pintura y escultura desmentida con las esculto-pinturas de Vera y Santamaría,
las cuales prosiguieron en ensamblajes y esculturas que desde 1961 emergían de
las propias estructuras de la pintura hacia la conquista del espacio
circundante. Cuando Santamaría hizo explícita esta idea, fue bajo la máscara de
un pseudónimo (tal y como procedió su detestado Saura), esta vez francés
(Gilbert Rérat), con motivo de la exposición del Grupo Zaragoza en la Galería
parisina Raymond Creuze. Si bien podría atribuirse la necesidad de una
identidad francesa a las críticas que el texto del catálogo lanzaba contra el
régimen cultural de la España de entonces (Santamaría ya había decidido
instalarse en París y la suerte de sus compañeros que dejaba en Zaragoza ante los
controles policiales no pareció importarle), fue la necesidad de un punto de
vista objetivo, exterior del grupo y de la actividad plástica, especialmente si
se trataba de un crítico, para poder extender con más firmeza esta definición
de la Escuela de Zaragoza que tan bien alejaba su “abstracción” de los informalismos
de la década de 1950, aunque no fue hasta bastante más tarde cuando esta suerte
de “expresionismo constructivo” o de “construcción expresiva” fue
sistemáticamente definido, concretamente en 1980 en El grito del silencio (, 1980:
70) y, de manera más explícita, en su segundo libro de 1995 20 años de arte abstracto (Santamaría, 1995: 105. Antes ya abordó
esta definición en su ensayo “La vanguardia aragonesa de 1939 a 1968”,
publicado con motivo de su exposición en la sala Torre Nueva de la Caja de Ahorros
de Zaragoza, Aragón y Rioja en 1978, donde además fue respaldada por el texto
de Jean Cassou). En 1987, ante una segunda reaparición pública conjunta de
Sahún y Vera, el escritor Mariano Anós se refirió a esta síntesis con el
término “construcexpresionismo”, (VV. AA., 1987: 13). Sin embargo, este
concepto adquirió antes una aceptación histórica de la mano del crítico,
historiador y profesor Ángel Azpeitia, concretamente en 1983 (Azpeitia Burgos, 1983 y más tarde en Azpeitia Burgos, 1989: 13), el mismo que
dirigió en 1992 la tesis doctoral de Jaime Ángel Cañellas dedicada al
Grupo-Escuela Zaragoza. Con ello, Azpeitia no trató sólo de respaldar los
argumentos de Ricardo Santamaría, dado que la síntesis de la expresión y la
construcción, contrarios para el informalismo previo, fue antes firmada por
todo el Grupo Zaragoza en el conocido como Manifestó
de Riglos de 1965: “Ni frío constructivo ni informalismo incontrolado,
porque ambos son perfectamente compatibles, y hasta necesarios, en la misma
obra”.
Es
más, en relación con la abstracción, constante en lo que ellos concibieron como
la “Escuela de Zaragoza”, Santiago Lagunas ya definió la abstracción misma como
una síntesis de elementos contrarios en una entrevista con Marcial Buj
publicada en el Heraldo de Aragón el
26 de febrero de 1954. Sin embargo y aunque el Grupo Pórtico (sobre todo los
tres abstractos Lagunas, Aguayo y Laguardia) se anticipase con su abstracción
al informalismo e incluso al “magicismo” catalán de Dau al Set, su punto de vista fue algo diferente al del posterior
Grupo Zaragoza. Aun si en el fondo sólo es aparente, existe cierta distancia
entre ambos grupos manifestada en los materiales artísticos o extra-artísticos
empleados por unos y otros: Pórtico restringía su pintura prácticamente al óleo
y a otros pocos medios tradicionales, mientras que el Grupo Zaragoza abrió sus
marcos a todo tipo de materiales, desde maderas encontradas hasta arpilleras y
quemados. Para poder entender este hecho debemos contextualizar ambos capítulos
en sus épocas respectivas. Tras la Guerra Civil, la cual supuso una brusca
detención de la evolución plástica anterior, Pórtico debía rescatar la pintura
después de que las vanguardias históricas (sobre todo la última de ellas, el
surrealismo) la relegasen a un mero medio de investigación, mientras que el
grupo Zaragoza debía acercar este concepto ya rescatado, -aunque distanciado
por el informalismo-, al resto de la sociedad, mediante la integración de los
desechos de sus realidades circundantes con el fin de ofrecer valores
alternativos; aunque, al fin y al cabo, éstos eran puramente artísticos y, aun
más, formalistas, dado que el único medio posible para ello era una
recuperación de la forma en la expresión. Por esta razón subrayo el adjetivo “aparente”
en esta distinción. El collage y el
ensamblaje del Grupo Zaragoza nunca fue anti-artístico como fue el caso de la
vanguardia histórica; en vez de destruir la obra de arte para diluirla en la
realidad, comprimían directamente esa realidad en los marcos para hacerlos
artísticos, tal y como procedían desde pocos años antes Rauschenberg, Jasper
Johns y muchos otros de los denominados neo-dadaístas americanos por Pierre Restany,
un procedimiento que compite con la capacidad de nominar qué es arte y qué no
lo es de las restantes instituciones artísticas: el mercado del arte, la
Crítica, la Historia del Arte y, por último, los museos. El tono didáctico de
Pórtico no es tan evidente como el del grupo Zaragoza, y el acercamiento social
de este último mediante panfletos, encuestas, textos teóricos, manifiestos
(motivados sobre todo por Santamaría) y el Estudio-Taller libre de Grabado de
1965 de Santamaría, Julia Dorado y Maite Ubide, rozó con insistencia el
paternalismo. Al fin y al cabo Lagunas fue mucho más efectivo presentando dibujos
de sus hijas en el II Salón de Artistas Modernos Aragoneses de 1952.
Esta
reacción contra el aislacionismo artístico al que había conducido el auge de la
abstracción y del informalismo no fue el único, ni mucho menos el primero. Sin
ir más lejos, el crítico Alexandre Cirici-Pellicer, quien no había mostrado
previamente muchas simpatías hacia la abstracción (Ureña, 1982: 111), fue posiblemente quien escribió desde el
anonimato una presentación del Grupo Zaragoza en Barcelona en enero de 1964 invitados
por el Círculo Artístico de Sant Lluc, donde encontraron por primera vez a
Otelo Chueca y a Teo Asensio. Sin embargo, este texto explicaba el formalismo
“constructivo” del grupo desde una serie de determinantes topográficos y
ambientales que incluso nos hacen pensar en el mismísimo Hippolyte Taine. El
catálogo de la siguiente exposición de la Escuela de Zaragoza en Lisboa
(también con ocasión de la exhibición del grupo en el Casino Mercantil de
Zaragoza durante el mes de mayo), fue ilustrado con otro texto de Cirici-Pellicer
–ahora ampliado y firmado- donde, informado seguramente por Santamaría,
establece el nexo de unión entre Pórtico, el I Salón Aragonés de Artistas
Modernos y la Escuela de Zaragoza. Aun retomando al final la situación
intermedia de Zaragoza entre Madrid (refiriéndose a El Paso, a quienes tilda de
“patetismo”) y Barcelona, encuentra ya los signos comunes del grupo en la
herencia formal de Picasso ensayada por Santiago Lagunas, así como en los
nuevos materiales que aún lo aleja más de la abstracción, aunque también y más
explícitamente de la “nueva figuración”, refiriéndose sin duda al término
acuñado en 1961 por el escritor Carlos Areán a partir de la obra de Saura y que
luego hizo extensible a representantes como Juan Genovés, Grupo Hondo, Barjola
o Antonio Suarez, a lo Cirici-Pellicer contrapuso lo que él entendía como el “nuevo
realismo” de la Escuela de Zaragoza, lo que establecía un precedente para el
intento de Santamaría por acercarla a un posible, nuevo y singular “arte pop” a
finales de ese mismo año. Santamaría reprodujo este texto en muchos de los catálogos
de las exposiciones del grupo que acontecieron entre 1964 y 1965 en ambos lados
del Mediterráneo: Zaragoza, Madrid, Lisboa, Bagdag, Damasco y Beirut, dado que
con él quiso definir la existencia de una Escuela de Zaragoza alejada tanto de
la abstracción elitista como de las nuevas corrientes figurativas que por
entonces emergían en la Península, al tiempo que alcanzaba la implicación
social que él tantas veces quiso demostrar, a pesar de las diferencias entre la
primera generación de la Escuela e, incluso, entre los miembros de su propio
grupo, dado que es clara la impronta abstracta y lírica de fuertes raíces
catalanas en la obra de Otelo Chueca, Teo Asensio y Julia Dorado (quien durante
estos años estuvo estudiando en la ciudad condal). Sin embargo, la diferencia
con los “nuevos realismos” extranjeros son muy evidentes, dado que los
materiales empleados, aun si proceden del ámbito de lo cotidiano, son formados
voluntariamente, algo que Restany negó en aquellos artistas que él aglutinó
bajo aquella denominación para ensalzar el acto puramente nominal.
Juan José Vera, Ensamblaje, 1962
Juan José Vera, Ensamblaje, 1962
Estas
mismas contradicciones entre la realidad artística del momento y diversos
ensayos de clasificación y creación de identidades colectivas que ofreciesen la
fuerza necesaria para abrir un horizonte en el panorama de las artes plásticas,
se vivió algunos años antes en Valencia, concretamente desde la fundación del
Grupo Parpalló en 1956. En verdad, fue en el seno de esta identidad donde se
dieron los primeros debates serios acerca del predominio del informalismo y sus
consecuencias aislacionistas sospechosas de conducir a la alienación
artística.
En principio, el grupo Parpalló se planteó
como una asociación artística creada desde el Instituto Iberoamericano de Valencia
con el fin de dinamizar el panorama plástico de la comunidad regional
valenciana. Por esta razón concentró sus esfuerzos en la difusión y en la
congregación de artistas, lo que pronto produjo como resultado, como es lógico
en los primeros momentos de las entidades colectivas plásticas, una disparidad
estilística, aunque por otra parte impulsó la publicación de una revista de categoría
como fue Arte Vivo, órgano de
expresión del grupo, así como la aparición del público como un factor de primer
orden, tal y como quedó reflejado en su decisión de publicar en la prensa una
carta abierta con motivo de su primera presentación el 1 de diciembre de 1956.
Fue en este contexto en el que surgió como superación de la mera representación
plástica del informalismo anterior, los conceptos “arte además” (en Índice nº 122-129 Aguilera Cerni, 1987, Tomo II: 15-41) y
“arte normativo” (en Cuadernos de arte y
pensamiento, noviembre 1960, en Aguilera
cerni, ed., 1975, tomo I: 209-215) acuñados por Vicente Aguilera Cerni,
quien pronto apadrinó al grupo desde su posición de crítico e historiador,
ampliando esta actividad a la de teórico (él mismo fue miembro fundador). Lo
primero que ensayó fue la sistematización de unas cualidades estéticas comunes,
encontrándolas en la base más firme del grupo según su opinión, aquello que él
consideraba el “experimentalismo abstracto” de Manuel Gil Pérez (sobre todo sus
collages, cercanos a los de Oteiza),
precisamente muerto en 1957 y al que todo el grupo rindió homenaje, aunque la
realidad de Parpalló era aún bien distinta. Su heterogeneidad y la primacía de
las individualidades frente al colectivo, condujo a una primera crisis que
Aguilera intentó solventar de esta manera. Hay que tener en cuenta que hasta
1958 la figuración real y representativa aún estaba presente en algunos de sus
miembros. Además de Manolo Gil, la primera formación estuvo compuesta por
Agustín Albalat, José Marcelo Beneditto, Amadeo Gabino (quien dejó el grupo en
1957), Juan Genovés, Jacinta Gil, Víctor Manuel Gimeno, Joaquín Michavila,
Salvador Montesa, Vicente Pastor Plá, Pérez Pizarro, Luis Prades Perona, Juan
de Rivera Berenguer, José Esteve Edo y Nassio. En 1957 se agregaron Salvador
Soria y Monjalés (José Soler Vidal). Sin embargo, en la exposición en la Sala
Gaspar de Barcelona de 1959 el grupo estuvo representado por Monjalés, José
Martínez Peris y, como nuevas nóminas más acordes a la idea de Antonio Giménez
Pericás y Vicente Aguilera Cerni, Isidoro Balaguer, Andreu Alfaro y Eusebio
Sempere. Vinculados estrechamente con el grupo estuvo José María de Labra. De
ellos, Jacinta Gil, Doro Balaguer, Michavila y Monjalés podían considerarse
adscritos al informalismo, mientras que las preocupaciones formales estaban
reflejadas en los collages de Manolo
Gil, en la escultura de Andreu Alfaro, en los hierros de Salvador Montesa, en
las esculturas de Amadeo Gabino, en Sempere (relacionado antes con el Salon des Réalitées nouvelles de París),
en Vicente Pastor Pla y en José María de Labra, mientras que una síntesis de
expresionismo y formalismo tan sólo podemos vislumbrarla en los collages de Vicente Castellano y en la
obra matérica y objetual de Salvador Soria.
Vicente Castellano, "Estructuras"
Vicente Castellano, "Estructuras"
Se
trataba de superar la simple asociación aditiva, concebida en un primer momento
para asegurarse juntos la difusión de la obra de cada uno de ellos. En opinión
de Aguilera Cerni, tras un año de existencia era el momento de abordar de una
vez por todas en España, sin encubrimientos impuestos por servilismos
ideológicos, la situación del arte en su época, sus funciones y sus
responsabilidades. Para ello Aguilera Cerni optó por una segunda estrategia
mientras intentaba buscar unas bases comunes: abrir el grupo a la participación
interdisciplinar de un escritor -José Luis Aguirre-, de un médico -Ramón Pérez
Esteve-, de tres arquitectos -Juan José Estellés, Pablo Navarro y Roberto Soler
Boix- y del decorador José Martínez Peris, con lo que lograba romper el aura
sagrada de la pintura y de la escultura con una apertura al diseño y a la
aplicación práctica de la estética en la vida real. Con todo ello recuperó la
idea de la vanguardia de primera mitad de siglo, del arte como construcción de
la vida, presente en los principios estéticos de De Stijl, en los esfuerzos de la Bauhaus por romper el recinto
restringido de las Artes Mayores, y los estudios materiales de los
constructivistas rusos y centroeuropeos, así como su participación social
mediante sus herencias productivistas y funcionalistas. Esta misma inquietud
fue expuesta por Giulio Carlo Argan –historiador del que Aguilera Cerni se
consideraba discípulo y por el que también se interesaron especialmente la
Escuela de Zaragoza de la década de 1960- en su idea de crisis actual del arte
desde un punto de vista definitivamente hegeliano, a lo que se unía tras la
Segunda Guerra Mundial, la Escuela de Ulm y los esfuerzos matemáticos y
racionalizadores de Max Bill. Es así como surgió el concepto de “arte
normativo”, el cual pronto trascendió el grupo Parpalló para querer abarcar una
serie de artistas que, según el propio Aguilera Cerni, disfrutaban de una
sincera implicación moral con el mundo real: Jorge Oteiza –quien inspiró parte
de la idea de Aguilera Cerni y constó como precedente junto con Pablo Palazuelo-,
Equipo Córdoba, Grupo Espacio, Equipo 57, José María de Labra, Martin Chirino,
Manuel Calvo, Néstor Basterrechea, además de otras entidades de arquitectos
como el catalán Grupo R, otras procedentes del diseño industrial, y los
críticos José María Moreno Galván, Alexandre Cirici-Pellicer precisamente, y Antonio
Giménez Pericás, quien apoyó a Aguilera Cerni de manera incondicional hasta
adoptar planteamientos incluso más radicales que los suyos.
El primer objetivo marcado con todo esto,
fue salvar la evidente disparidad existente en Parpalló sin arriesgarse en la
conformación de una nueva academia -como el mismo grupo afirmó en la tercera
entrega de los cuatro números de la primera serie de Arte Vivo en diciembre de 1917-, aunque desmintiendo al mismo
tiempo la heterogeneidad, para lo que les fue suficiente subrayar la
importancia de la investigación formal de todos sus componentes, algo
inexistente en el informalismo anterior y que los conectaba con la realidad de
su época sin caer en idealismos lejanos. Lo importante es el proceso, amparado
siempre en la integración de las artes (meta manifestada ya en la presentación
de la segunda entrega de Arte Vivo de
julio de 1957) dentro de otras corrientes del conocimiento, razón por la cual
Aguilera Cerni buscó la implicación de arquitectos, decoradores y diseñadores,
lo que permitió a Giménez Pericás hablar de un “arte sin objetos” (en Acento Cultural nº 8, mayo-junio de
1960, Madrid), a pesar de la importancia que otorgaban a la obra en tanto que
objeto material contra la lectura lingüística que, por ejemplo, Max Bense
emprendía a la hora de concebir las manifestaciones plásticas.
El
“arte normativo” (denominado así por su implicación ética y reguladora en la
vida real, según define el propio Aguilera Cerni en su artículo “Arte normativo
español: primera pancarta de un movimiento”, Cuadernos de Arte y pensamiento, noviembre de 1960, Madrid) tuvo
como formulación precedente el arte “además”, también acuñado por Aguilera
Cerni en relación a Parpalló en 1959 (“El arte, Además”, Índice n
122-129, febrero-septiembre 1959, Madrid), en tanto que actividad que pertenece
al conjunto de la vida social humana sin escisiones posibles, lo que se traduce
de igual modo en un arte que toma conciencia moral de su trascendencia
histórica. Frente al individualismo informalista anterior por el que el artista
representaba en su obra el estado de su época como si de un elegido por
inspiración divina se tratase, ahora lo importante es la obra en tanto que
realidad física, dado que es esta condición suya la que asegura su presencia
activa en la vida social. Por ello el artista se diluye tras el anonimato en la
colaboración, ya no sólo en los grupos sino también en los colectivos, en los
que se aglutinan especialistas de diferentes ámbitos, entre ellos escritores,
críticos y artistas plásticos, todos a una misma altura y sin que unos representen
a otros. Ya no basta con agrupaciones que se conformen a partir de la
yuxtaposición de una serie de individualidades, sino de equipos que presentan
la obra conjuntamente y, en este paso decisivo, Equipo Espacio (José Duarte,
Francisco Aguilera Amate, Juan Serrano y Luis Aguilera Bernier), Equipo 57
(Juan Serrano, Juan Duarte, Agustín Ibarrola y Juan Cuenca) y Equipo Córdoba
(Segundo Castro, Alejandro Mesa, Manuel García, José Pizarro, Manuel González y
Francisco Arenas) constituyeron ejemplos paradigmáticos y ejemplares a los ojos
de Aguilera Cerni y Giménez Pericás (ver Aguilera
Cerni, 1987, Tomo II: 293-295; Aguilera
cerni, ed., 1975, tomo I: 209-215), a pesar de la disconformidad con el
concepto “arte normativo” por parte del Equipo 57, por un lado porque negaban
la existencia de la supremacía de una tendencia sobre otra –así como la mayoría
de los artistas del momento afirmaban la complementariedad entre informalismo y
geometrismo como característica del panorama español del momento, incluso como
una idiosincrasia propia de su época (tal y como comenta Barreiro López, 2009: 163)- y, por otro, porque no confiaban
tanto como ellos en los resultados de un nuevo maridaje entre técnica y arte
mediante el diseño. Consideraban estas aspiraciones del arte normativo frutos
de una visión utópica que, como mucho, exigen una materialización, cuando lo
que trabajaban ellos era el espacio directamente, tal y como procedió su
predecesor e inspirador Jorge Oteiza (ver Barreiro
López, 2009: 174-175. Las opiniones de Aguilera Cerni al respecto están
expresadas en Aguilera Cerni, 1966:
216-217), a pesar de que este Equipo estuvo presente en la Primera Exposición conjunta de arte normativo español, celebrada en
el Ateneo Mercantil de Valencia en marzo de 1960 a instancias de Aguilera Cerni
(José María Moreno Galván respaldó esta inclusión del Equipo 57 en el término
“arte normativo” en 1960 desde Acento
Cultural. Ver Díaz Sánchez,
2004: 411-415). Quizás por todo ello, los miembros de Equipo 57 no necesitaron
un teórico y se bastaron ellos mismos para ofrecer una concepción del arte realmente
autónoma a pesar de dedicarse al diseño (algo parecido al unismo polaco. De hecho, Wladyslaw Strzeminski es citado como
precedente de Equipo 57 en Pérez Villén,
1999: 11), tal y como ocurrirá más tarde con el grupo aragonés y catalán Trama (1973-1978: José Manuel Broto,
Xavier Grau, Javier Rubio y Gonzalo Tena), entregado a una adaptación de la abstracción
analítica francesa mediante una interpretación tamizada que desembocaría en el
concepto de “pintura-pintura” como versión española del “soporte-superficie”
francés y que, en realidad, más allá de los primeros enredos teóricos embardunados
de postestructuralismo izquierdista, se traduciría finalmente en un retorno al
tradicional ejercicio de la pintura.
Resultaba
tremendamente difícil plantear un cambio social revolucionario a partir de las
superestructuras culturales. Aguilera Cerni no era ingenuo, recurrió a la misma
estrategia que empleó Giménez Pericás en sus textos programáticos: un
desplazamiento directo de estas superestructuras hacia la producción (acerca de
la carencia de un diseño industrial español propio, consultar Aguilera Cerni, 1970: 66-76). Sin
embargo, no por ello la producción y sus medios no iban a dejar de estar al
servicio del mercado que gobierna el mundo. Por otra parte, España no era
todavía un país plenamente industrializado. Necesitaba de un proceso
revolucionario anterior, el cual, de implantarlo en el país de aquellos años,
supondría toda una temeridad. No podían hacerlo más que en términos marxistas,
y Aguilera Cerni no escribió explícitamente sobre Marx hasta bien pasada la
Transición, concretamente en 1983 con motivo del centenario de su muerte de (Aguilera Cerni, 1987, tomo I: 201-203).
No obstante, fueron varias las referencias al marxismo y al socialismo en sus
escritos anteriores, aunque evitando el compromiso personal directo, incluso
distanciándose del “concepto italiano” de “compromiso histórico” (Aguilera Cerni, 1976). A pesar de ello,
sus constantes referencias a William Morris (leer su introducción a Morris, 1977: 11-18), Lionello Venturi,
G. C. Argan, Lewis Mumford, Sigfried Giedion, Pierre Francastel, Arnold Hauser
y Pierre Restany, así como al historiador polaco de inspiración marxista Adam
Schaff, lo sitúan claramente en la tradición historiográfica social del arte.
Esta
misma cautela debía ser empleada en relación con el informalismo anterior y los
argumentos que los sostenían, tanto los de la crítica como los oficiales. Al
fin y al cabo, el informalismo permitió una apertura de las investigaciones
plásticas en España tras la parálisis de la Guerra Civil y el retorno a un
realismo trasnochado y de escasa calidad histórica. La posición que debía
adoptar paradójicamente era tremendamente marxista. Se trataba de una visión
histórica por la que su proyecto de un arte de desarrollo social debía superar al
anterior antes que desmentirlo: el arte informalista sí se hizo eco de los
difíciles momentos que atravesaba España, todos hablaban de aislacionismo pero
para la mayoría latía la razón franquista de esa crisis nacional. Si Aguilera
Cerni obviaba esta evidencia, se prestaría con toda seguridad a los reproches
de la mayoría de los sectores de la crítica, del ámbito oficial e incluso
artístico. Sin ir más lejos, de Parpalló tan sólo Sempere, Alfaro, Monjalés,
Martínez Peris y Salvador Soria defendieron realmente una toma de posición
ética al respecto. Por ello, en las presentaciones de este grupo y de Arte Vivo (por ejemplo en el “Primer
discurso afirmativo-negativo de arte vivo”,
del catálogo Grupo Parpallo de la Sala
Gaspar de Barcelona, 1959, recogido en VV. AA., 1990: 160-163. En este
contexto, podemos afirmar que el concepto de “Arte vivo” que dio nombre a la
revista oficial del grupo, antecedió al “arte además” y al “arte normativo”),
así como en los textos programáticos del “arte normativo”, no condenó el
informalismo ni otras tendencias del arte del momento, lo que enfatizaba la importancia
de la toma de conciencia antes que una mera adopción estilística o estética En
realidad y contrariamente a lo que hubiera supuesto un irresponsable reproche,
recurrió al ya clásico debate entre representación y construcción. A pesar de
su informalismo, la pintura española “de vanguardia” de la década de 1950 representaba
el estado de ánimo de los pintores que se erigían de este modo como
representantes plásticos del malestar de la sociedad, mientras que de lo que se
trataba era de una participación directa en la sociedad, para lo que era
necesario lo único que Aguilera Cerni exigía a los artistas de entonces: la
toma de conciencia de que sus actividades plásticas y sus decisiones –así como
la de los críticos (tema de absoluta vigencia hoy, lo que justifica este
artículo)- siempre tienen una repercusión social. Una vez vislumbrada esta
certeza, el deber de ser consecuente con uno mismo surge solo, porque la
representación nos aliena mientras que la construcción permite reconocer la
realidad como nuestra.
Quizás
este ímpetu por renovar las cosas desde dentro, explique la colaboración de El Paso en Arte Vivo (por ejemplo, Manuel Millares, “El Paso: sobre el arte de
hoy en España”, Arte Vivo nº 1, Segunda Época, enero-febrero 1959, sin
paginar) y la firma de Aguilera Cerni en el III manifiesto definitivo del grupo
madrileño. En un artículo crucial publicado en Papeles de Son Armadans nº 37 (Madrid-Palma de Mallorca) en 1959
bajo el título “El problema social en el arte abstracto” (recogido en Aguilera Cerni, 1969: 13-23), para
preparar el terreno sobre el que se va a asentar su aportación, no recurre a
una fácil crítica destructiva del informalismo tal y como hemos advertido más
arriba, sino que retoma precisamente el existencialismo de muchos de los argumentos
de Arnau Puig y de Juan Eduardo Cirlot, también recurridos curiosamente por el arquitecto
y poeta Luis Felipe Vivanco al citar a Heidegger en relación con la pintura abstracta,
con motivo casualmente del Primer Salón Nacional de Arte No Figurativo
celebrado en la sala del Ateneo Mercantil de Valencia bajo la organización del
Instituto de Valencia y el patrocinio del Museo Nacional de Arte Contemporáneo
de Madrid, es decir, el lugar donde se gestó el propio Parpalló. Aguilera Cerni
dice así:
“Mientras
el signo rupestre ejerce una función simbolizadora basada sobre un acuerdo de
la comunidad, siendo la concreción plástica de una voluntad colectiva, la
abstracción que hoy cultivan nuestros artistas suele ser la materialización de
un intento de afirmación personal ante la sociedad y los hechos circundantes.”
De
esta manera tan hábil fue capaz de retomar el desentendimiento de la
abstracción de su dimensión social desde las conclusiones de la Escuela de
Altamira citadas al inicio de este artículo. Frente a ello, Aguilera Cerni no
esperaba desmentir la realidad social de la pintura abstracta, eso ya lo hacían
los mismos informalistas, sino desvelar sus razones históricas, recordar al
ser-en-el-mundo las consecuencias sociales de sus actos, negando la representación
burguesa en pro de la construcción y, por último, obligando de esta manera
cortés y algo indirecta, a una toma de posiciones y a la asunción de
responsabilidades en los difíciles años del franquismo: así como el
informalismo ha sido inevitable por el contexto en el que surgió, la dimensión
social de las obras de arte era necesaria en ese preciso momento.
Bajo
estas premisas Aguilera Cerni no proponía el “arte normativo” como un arte
excluyente, tampoco uniforme estilísticamente, ni siquiera le interesaba este
aspecto de los fenómenos artísticos. Y es aquí donde reside en verdad su
modernidad: se percató muy tempranamente de que el interés de las
manifestaciones artísticas ya no residía en sí mismas, sino en las
instituciones que las legitiman, y quizás fue éste el aspecto que sus coetáneos
españoles no supieron apreciar, tal y como dejan entrever las críticas que
recibió desde diferentes sectores, sobre todo desde la crítica: si bien le surgieron
aliados como Juan Manuel Delgado, Moreno Galván, a pesar de ser uno de los
teóricos de la abstracción geométrica española, creyó que Aguilera Cerni quiso
un nuevo clasicismo excluyente de las otras realidades artísticas del país, al
someter todas a una dimensión ética. Ángel Crespo, Valeriano Bozal y Juan
Eduardo Cirlot creían en la complementariedad entre las tendencias geométricas
e informalistas de la abstracción y, posiblemente, el artículo “Ideología del
informalismo” de Cirlot (Correo de las
Artes 12-I-1961, Barcelona. Recogido en Asociación
Española de Críticos de Arte, 1967: 135-144) respondiese a los
argumentos de Aguilera Cerni respecto a la abstracción española de la década de
1950. En él cita de nuevo a Heidegger, además de arrimar el movimiento
informalista al romanticismo francés y alemán, y a teorías formalistas como la
del Einfühlung de Theodor Llips y la
Gestalt. En ocasiones, algunos recurrían a los mismos argumentos de Aguilera
Cerni y Giménez Pericás para denunciar la “frialdad” de la geometría y, aún
peor, de la realidad técnica de la sociedad, la misma que el régimen, en el
fondo, quiso imponer a modo de tecnocracia condenatoria del progreso mismo. De
este modo los argumentos de Aguilera Cerni, en manos de críticos como Sánchez
Marín, enfrentaron la sociedad contra su propia realidad. Y lo mismo ocurrió
con muchos artistas, lo que se manifestó en una disociación entre la crítica
del arte y la representación artística del país, siendo que buena parte de la
abstracción geométrica fue creada desde la crítica del arte (Barreiro López, 2009: 158-178)
Equipo 57, 1960
5.
La
reconquista de la realidad
Frente
a estas limitaciones y ante el cambio sufrido por el contexto político y
cultural español con la entrada del consumo generalizado capitalista tras más
de veinte años de aislacionismo, Aguilera Cerni se volcó hacia aquellas
corrientes que atendían directamente la realidad, por entender que ciertos
compromisos más urgentes habían desplazado las pretensiones utópicas del “arte
normativo”. Es más, la eclosión de este último término en la crítica como
superación de la abstracción informalista y como una toma de conciencia ética
de la actividad artística frente al vacío anterior sospechoso de complicidad,
coincidió con el movimiento de Estampa Popular gestado en la sala Abril de
Madrid en 1960 (perduró hasta 1972), el cual se manifestó en una serie de
equipos y colectividades (quizás la primera fuese el “Grupo Sevilla” de
grabadores) que comenzaron a surgir en diversas regiones (Guipúzcoa, Vizcaya,
Valencia, Cataluña) con el fin de aproximar el arte al público mediante un
medio tradicional de reproducción como es el grabado, lo que conllevaba un
nuevo triunfo de temas realistas y populares. A pesar de cultivar
mayoritariamente estilos cercanos al expresionismo, la vertiente objetiva que
equilibraba esta aportación subjetiva residía en el medio de producción
empleado, el cual optaba por la multiplicación del original y por la
consecuente democratización de las imágenes, lo que superaba los constreñidos
marcos de los lienzos abstractos anteriores, además de coincidir en este
aspecto con la contemporánea eclosión “pop” internacional, aunque bajo
cometidos dispares (véanse las críticas de Ramón D. Faraldo y Ricardo Domenech
al respecto, recogidas en Díaz Sánchez,
2004: 431-432 y 434). Lo importante ya no era el resultado sino el proceso de
elaboración, precisamente una de las máximas de Aguilera Cerni.
Justamente,
el grupo vizcaíno fue presentado por Antonio Giménez Pericás (junto con Vidal
de Nicolás) con un artículo dedicado al realismo como nueva actitud crítica y
ética por su compromiso histórico. El grupo valenciano fue prologado por el
crítico Tomás Llorens, el mismo que, junto con Aguilera Cerni, iba a tener un
gran protagonismo en una nueva aventura teórica constructiva de la “Crónica de
la realidad”, representada por los grupos valencianos Equipo Crónica (1964-1981,
Rafael Solbes, Manuel Valdés y Juan Antonio Toledo, quien abandonó el equipo en
1965) y Equipo Realidad (Valencia, 1966-1976, Jordi Ballester y Joan Cardells),
aunque también incluyeron como grupo de transición a Hondo, gestado en diciembre
de 1961 en Madrid (Juan Genovés, José Jardiel, Fernando Mignoni y Gastón
Orellana. En 1963 se adhirieron José Vento y Carlos Sansegundo) y representado
por el crítico y escritor Manuel Conde (Aguilera
cerni, ed., 1975, tomo I: 262-169).
Tomás
Llorens fue quien más lejos llegó al establecer un programa de actuación
conjunta por el que, tal y como expuso por ejemplo en un último tercer punto,
se trabajase en medios no artísticos de transmisión de imágenes, como la televisión
y la radio, lo que recuperaba el debate de las relaciones entre arte y
tecnología propias del “arte normativo”, ahora en forma de reproducción técnica
de la obra única. En este sentido cobró gran relevancia los legítimos herederos
de estos intentos realistas, quienes para muchos han conformado un “pop” español
singular caracterizado por su compromiso, y me refiero con esto a los dos
equipos valencianos apuntados poco antes, además de haber elevado a su máxima
expresión la idea de autor colectivo al no firmar las aportaciones
individuales. Es así que nace el concepto de “crónica de la realidad”, que para
los de Equipo Crónica consistía en una suerte de realismo social que se nutre
de imágenes que rodean al hombre cotidiano de hoy (Aguilera cerni, ed., 1975, tomo II: 11-12), mientras que,
por ejemplo, para Valeriano Bozal, quien incluyó en este concepto al movimiento
Estampa Popular (también Rodríguez-Aguilera) y quien significativamente publicó
en 1966 un estudio sobre el realismo, resultaba de una expresión simple,
sencilla y simplificada que tamiza la temática realista (Bozal, 1966: 198-199).
Este
concepto tomó cuerpo en la primera exposición de “Crónica de la Realidad” en el
Colegio de Arquitectos de Cataluña y Baleares, donde expusieron, además del
Equipo Crónica, Artigau, Cardona Torrandell y Carlos Mensa. Fueron presentados
tanto por Cesáreo Rodríguez Aguilera como por Vicente Aguilera Cerni, quien
afirmaba que esta nueva vertiente, gestada en Valencia en torno a la
publicación “Suma y sigue del Arte Contemporáneo”, había generado no sólo
artistas de gran valía sino también nuevos críticos de categoría como Tomás
Llorens (sus inquietudes hacia el realismo ya las expuso en el nº 4 de esta
revista: “Realismo y arte comprometido”, recogido en Díaz Sánchez, 2004: 435-443), con lo que se estrechaban las
condiciones del arte y de la crítica, además de fortalecer la idea de Estampa
Popular como foco originario, dada la procedencia de Tomás Llorens, a quien
atribuye además la idea de conformar un grupo paralelo ya dirigido hacia la
“Crónica de la Realidad”. Pronto amplió la nómina a nombres como Kitaj,
Canogar, Arrollo, etc., poco más tarde a Juan Genovés, con lo que el término
adquiría nuevas dimensiones: por este arte entendió una conjunción correctiva
del realismo social y de las corrientes pop
foráneas, de tal manera que éstas obtienen la profundidad social de la que
antes carecían (y existen casos paralelos en Europa), mientras que aquél
adquiere la objetividad de éstas. Por todo ello estamos ante el nacimiento por
iniciativa de los críticos Tomas Llorens y Aguilera Cerni, de una tendencia que
no sólo abarca las artes plásticas sino que implica la totalidad de la vida, en
este caso la creciente omnipresencia de la imagen en un sistema cuya publicidad
va sustituyendo paulatinamente la anterior propaganda política centralista,
ante lo cual responden no sólo artistas sino también escritores, como es el
caso del propio Llorens. Sin embargo, estos dos críticos impulsores de nuevas
tendencias desde la definición historiográfica, se distanciarán con rapidez y
abrirán nuevas discordancias: en los años venideros, mientras Aguilera Cerni
insistía en una “crónica de la realidad” apoyada ante todo en la tradición del
arte comprometido europeo, desde los grabados de Goya hasta los fotomontajes de
Rodchenko, Heartfield y Renau, para negar en ella la influencia del “pop” y de
los nuevos realismos coetáneos, Llorens se empeñó en la presencia y la
respuesta española a estas influencias, sobre todo a través del papel mediador
de Eduardo Arroyo (afincado durante esos años en París y próximo a los
“nouveaux réalistes” de Restany), hasta el punto de negar implícitamente el
propio concepto de “crónica de la realidad” (Llorens, 1989: 61-62)
CONCLUSIONES
De
esta manera finalizamos un recorrido por el que la vanguardia plástica española
tras la Guerra Civil, emergió como proceso de abstracción hasta alcanzar una
nueva figuración con la que, además, se logró una toma de conciencia histórica
que ha alejado el arte y la estética de las meras descripciones formalistas y,
en el mejor de los casos, técnicas. No cabe duda de que en este proceso la carismática
figura de Vicente Aguilera Cerni, junto con otras personalidades cruciales, ha
adquirido un protagonismo indiscutible, dado que este recorrido no sólo atañe a
las artes plásticas sino también a la crítica del arte en su deber histórico:
“Si
quiere ser creadora, en vez de archivadora o descriptiva, la crítica tendrá que
buscar no sólo las grandes directrices formales de los resultados, sino también
las causas y –sobre todo- la significación viviente de múltiples símbolos
materializados” (Aguilera Cerni,
1987, Tomo I: 102)
La
propia sociedad ha debido aprender a tomar conciencia de la dimensión histórica
de todas las realidades que le rodea, un proceso que todavía hoy –en el terreno
político sin ir más lejos- no ha concluido. Incluso ha sufrido un retroceso una
vez disipada la evidencia del control centralizado, mientras que ahora vivimos
políticas del olvido más peligrosas aún si cabe por su capacidad de dispersión
y reificación de la diversidad de la vida, tanto en profundidad como en
extensión.
Es
así que en la actualidad, ante un descenso de su presencia en los medios de
comunicación más amplios, quizás debido a su peligrosa especialización, la
crítica del arte ha asumido nuevas actividades como la de comisariado,
congresista, conservador, etc. Hay quien habla de una crisis de la crítica del
arte que iría pareja a otra más general del arte y de la misma Historia del Arte
entendida a la manera de Hans Belting. Sin embargo, se trata de redefinir las
funciones del crítico. No de renegar de su objetividad, sino de encontrarla ahí
donde le corresponde: en la investigación conjunta con los artistas plásticos
en nuevas formas de expresión que son herramientas de todos, -no de unos pocos-,
y en esto la técnica, tal y como creían con firmeza Aguilera Cerni y Giménez
Pericás, sirve como referencia indiscutible que no debe ser escindida del resto
de las inquietudes sociales. No obstante, la realidad técnica no es suficiente
para garantizar la objetividad, si no va guiada de la investigación que asume
delante de sí lo desconocido por descubrir. El crítico, para superar su
tradicional y popular sentido peyorativo y alcanzar la acepción de la crítica
como forma de conocimiento superior tras la síntesis, debe abandonar de una vez
por todas ese falso papel representativo. Hoy no podemos entender que se aferre
a este decadente rol cuando hace más de una centuria que el arte se negó a
seguir representando. Ahí no se encuentra su objetividad, sino en la
participación constructiva en la Historia del Arte junto con otros partícipes
procedentes de los más diversos sectores, los mismos que deberán por igual
adoptar posiciones investigadoras, tal y como en verdad han logrado los
artistas más sinceros de esta centuria pasada. Sin ir más lejos, en 1981
Aguilera Cerni homenajeó con estas palabras a Manolo Gil, miembro fundador del
Grupo Parpalló: “Pertenece a la historia porque luchó creativamente por
transformarla” (Aguilera Cerni,
1987, tomo II: 259). Recuperemos el modelo de cooperación entre los futuristas
y los formalistas rusos como paradigmas de trabajo colectivo. Esta
participación en la historia es la que evidencia su dimensión pública, aquélla
que ninguna gestión lucrativa puede desmentir. Tal y como afirmarían Jean Paul
en su Alba del nihilismo y Marx en su
última tesis sobre Feuerbach, tan
sólo se trata, -al menos en un principio-, de un despertar, porque la Historia
así nos lo demuestra constantemente, y así lo hemos apreciado en este pequeño
pasaje de su inmensidad.
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