CRT-FIRT Revista de investigación social y cultura proletaria

CRT-FIRT Revista de investigación social y cultura proletaria
Los CRT-FIRT o Cuadernos Revolucionarios del Trabajo (del Folletín Internacional y Revolucionario del Trabajo), han sido concebidos para publicar los resultados de las constantes investigadoras que acompañan toda una vida, en torno al problema que ellos mismos se plantean en los tiempos que nos han tocado vivir: nuestra capacidad productiva. Y cuando decimos “nuestra” nos referimos tanto a cada uno de nosotros como a la sociedad conformada por todos nosotros, convencidos siempre de que es ésta la capacidad más amenazada por la alienación de la población respecto a sus propios productos emanados de sus fábricas, de sus estudios o de sus talleres. Motivados por la estética, su objetivo es avanzar a través del mito, de la dialéctica y de la crítica materialista, hacia la construcción social a partir de lo socialmente dispersado tras dos siglos de civilización industrial frustrada por una gestión obsoleta ya desde que vio la luz. Los CRT es un proyecto colectivo y personal a un mismo tiempo, de análisis de una nueva realidad surgida de la civilización que todavía espera incluso ser asimilada como tal. Es en consecuencia un mito de la modernidad primitiva basado en la producción misma, en el ensamblaje mecánico de información y en la difusión orgánica. Toda civilización no es otra cosa más que una manera de materialización del pensamiento colectivo, -consciente e inconsciente, lo mismo da-, que impera en una época determinada en la humanidad o en una parte de ella.

lunes, 4 de enero de 2016

Anarquismo y heroína. Dos modelos artísticos para criminalizar la historia

Anarquismo y heroína. Dos modelos artísticos para criminalizar la historia

"Quinquis de los 80. Cine, prensa y calle" en el Centro de Historia y "Tierra y libertad. 100 años de anarquismo en España" en el Palacio de Sástago y Palacio de Montemuzo, Zaragoza




¿Por qué no remitir la historicidad a la inconciencia? ¿No existe el Aquí para coger todos los problemas? ¿No es el lugar privilegiado de las dificultades, el que las recibe y las embalsama o las sepulta? ¿Acaso después de la muerte de Dios y del desengaño de la religión, no es el nuevo opio de los pueblos?
Henri Lefebvre, La violencia y el fin de la historia, Ed. Siglo XX, Buenos Aires, 1973, p. 140
 
 
            El enorme despliegue de los medios de comunicación al que venimos asistiendo en la contemporaneidad, azancadillado con las prematuras vejeces de muchos de ellos, existencias efímeras al servicio de una economía idealista contraria a su propia realidad técnica, a las órdenes de un código ético que sumerge la actividad, la dedicación y el esfuerzo en la obediencia, ha desembocado en un fenómeno más o menos reciente –y hasta cierto punto inconsciente-, consistente en la construcción de la historia a partir de la mitificación y las leyendas institucionalizadas. En esta endogamia espectacular participan muchos factores y disciplinas, no tan distendidas como el cine narrativo (El rey Arturo pacificador de la Britania romana, un Ala Triste amigo de Quevedo, trescientos espartanos enfrentados a los horrores ficticios de la barbarie persa, las máquinas dictatoriales que anulan la capacidad de elección del consumidor medio, persistentes conspiraciones rusas ahora en la oscuridad de la mafia, etc.) o el periodismo, los debates televisados o las exposiciones, ora esnobistas ora instructivas de las masas denostadas. Me refiero por ejemplo a la historia o historiografía, y su compañera de viaje la sociología.
 
El resultado de todo ello es el ofrecimiento al “pueblo”, cada día más popular y sencillo (y me temo que folclórico) a los ojos de buena parte de las instituciones públicas, sobre todo aquellas representadas por administradores auto-contemplados hacia la izquierda, sobre los espejos de las sotanas de una compasividad burguesa decimonónica y bucólica que hunde sus raíces en una mediocridad de catequesis de tintes rurales y de alma terrateniente, de su propia historia desplegada en algunas de las instalaciones inspiradas en un hacer artístico institucional que, hace ya unas cuatro décadas, se presentó como la esperanza progresista y elitista de ciertos emuladores y reificadores de la vanguardia histórica: la abstracción analítica en Europa y sus padres del BMPT, Art & Language, las instalaciones de los poetas pro-situs de los setenta, las ocurrencias de los events, antes vacíos y ahora rellenos como rollos de primavera en centros de interpretaciones y exposiciones que abordan otros terrenos tan trascendentales como la historia, la sociología, las ciencias e, incluso, la medicina: ¿el arte se ha diluido en la vida o la vida ha caído presa entre sus marcos?
 
Hoy quiero incidir en el hecho de cómo estas nuevas proposiciones artísticas actúan de manera directa en la memoria colectiva acerca de nuestro pasado (¿inconsciencia colectiva jungiana?), hechos que apenas han recibido daños colaterales por parte de la estética y del arte y que, sin embargo, han sido dispuestos recientemente de una manera escenográfica, una vez que el arte y con ello la museología (los centros de interpretación) han sido absorbidos por la escenificación y la teatralidad, tal y como ya apuntó en su momento Michael Fried. La escenografía vuelve a ser confundida con la perspectiva y, como si de una batalla de Paolo Uccello se tratase, nuestros antepasados bailan al son de los mecanismos conceptuales y abstractos de los profesionales de la historia: ¿qué clase social es capaz de abordar una revolución? ¿dónde se encuentra? ¿en mi biblioteca? ¿sobre mi tablero particular de ajedrez?. El arte no es inocente, y aquí nos encontramos hoy en día frente a sus consecuencias, si bien este fenómeno ya fue anunciado por Walter Benjamín respecto al fascismo: ¿el arte se politiza o la política se transfigura en arte? Dado el origen mercantil del concepto contemporáneo de arte, la vanguardia se localiza en la propaganda y en la publicidad, y no necesitamos ya citar los últimos nombres memorizados de las páginas de las revistas artísticas más prestigiosas. 
 
Walter Benjamín propuso el concepto de aura única de toda obra de arte para poder estudiar sus relaciones con los medios de reproducción mecánica derivados del despliegue industrial contemporáneo. La aportación de este gran filósofo del siglo XX ha sido mil veces aludida, pero no el origen exacto de este aura: la memoria, la singularidad de un acontecimiento que permite ser recordado. En el momento en que una pintura alude a este recuerdo, también lo sustituye como a ésta una fotografía, aun si el grado de su eficacia es menor, dado que este aspecto depende tan sólo de una habilidad, una insignificancia en la complejidad propagandística del medio que habitamos. 
Este punto de vista benjaminiano, revolucionario en su momento (y en muchos aspectos lo es todavía, sobre todo respecto a los problemas planteados en torno a la propiedad intelectual frente a las posibilidades técnicas de la civilización, hoy en día criminalizadas por entidades lucrativas), no debe eludir otros aspectos fundamentales y trascendentales acerca de la naturaleza histórica de nuestro concepto de obra de arte. Aludiendo a fuentes que abarcan desde Giulio Carlo Argan y Erwin Panofsky hasta el mismísimo Vitrubio, entroncamos el arte con una puesta en escena que, desde la conformación de los modernos estados, ha obedecido a los marcos institucionales artísticos, desde las academias decimonónicas hasta su mercado. De esta manera y con la ayuda de la progresiva desmaterialización del arte en los últimos sesenta años, los medios artísticos sirven hoy a buena parte de la presentación de la propaganda. Los constructivistas y productivistas de la primera Rusia Soviética lo sabían muy bien con sus quioscos, exposiciones, teatros populares y pabellones que mostraban los progresos de los esfuerzos comunitarios, aunque pronto caricaturizadas por la histeria del fascismo italiano y del nacional socialismo alemán.
 
En este sentido y como otros buenos registros operísticos, por ejemplo el cine, las exposiciones pueden servir para expresar la historia que toda civilización construye, ya sea de procedencia popular o institucional. Precisamente, en la ciudad de Zaragoza hemos disfrutado este último otoño de dos ofertas expositivas de esta naturaleza, y aseguro que no serán las últimas sino que, dado el éxito obtenido cada una de ellas en el terreno de sus propias intenciones, avecinan un despliegue cada día más condicionado por los intereses de las políticas erigidas a sí mismas como mayoritarias.
 
La primera de ellas muestra un perfecto ejemplo de actividad cultural progresista por muchas razones, aunque la más importante por ser crítica consigo misma, con su propia naturaleza en tanto que exposición, al abordar un fenómeno popular alimentado por los medios de masas a lo largo de la década de los años ochenta. Me refiero a la exposición itinerante titulada “Quinquis de los 80. Cine, prensa y calle” celebrada recientemente en el Centro de Historia, la cual realiza una importante labor, casi quirúrgica, de los factores enfrentados en una cadena de sucesos, declaraciones, impresiones, miedos, mistificaciones, la mayoría manifiestos aunque los más significativos ocultos, y en donde se han dado cita los intereses de los poderes más relevantes del país: la política, el gobierno, la prensa y el cine, instaurando los conflictos necesarios que justifican sus propios roles intermediarios, siempre en el marco y a expensas de lo que la exposición entiende en su terreno por “calle”, es decir, la realidad. Esa musa maquillada, olvidada, travestida, vendida una vez descuartizada, mutilada, pero siempre inmaculada a nuestras espaldas. En cambio, la exposición ha sabido crear treinta años después, una dimensión histórica a través de esta imposibilidad para enfrentarla con otra realidad que, por entonces, quienes hemos vivido aquellos años -sobre todo siendo muy jóvenes-, nos envolvía con su lógica aplastante conformada por un perverso conglomerado de injertos de ficción y narración que aspiraba a presentarse como la versión populista de la “natura” de los humanistas del Renacimiento.
Las noticias de la prensa y de la televisión se entrecruzaban con las escenas de un nuevo género de cine español, donde los propios delincuentes, quinquis, yonquis y demás maleantes, venían a interpretarse, no sabemos si a sí mismos o a lo fantasmas que en forma de alter-egos coronaban suspsiques y la de los guionistas y realizadores. ¿Acaso no es este el drama de todos nosotros? Se trata de una forma de cine que alcanza el reverso de su propia naturaleza. Sólo he conocido algo parecido en el maridaje poético entre realidad y objetividad mecánica del primer cine soviético encabezado por Dziga Vertov, o en aquellos geniales humoristas del cine cómico clásico que película tras película se interpretaban a sí mismos, o a unos personajes que en su vida real eran incapaces de extirparse, desde Chaplin y Buster Keaton hasta Harold Lloyd y los Marx Brothers aunque, en este caso y sin querer aspirar a traspasar ni tan siquiera las recias fronteras entre la serie B y el cine de autor, con la capacidad de desvelar los rígidos esquemas del cine narrativo.
Este aparato ficticio-real, -monstruoso-, es enfrentado por la exposición (por ejemplo en las carteleras tras las vitrinas expuestas en la vía pública, a la usanza de aquellos años previos a la expansión del vídeo doméstico) con la heroízación llevada a cabo por la prensa de ciertos delincuentes famosos por sus hazañas, documentado al final con otra realidad, esta vez olvidada en una sucesión de datos urbanísticos acerca de la creación de nuevos guetos a partir del chabolismo, realidades económicas y sociales como el paro, un mercado de narcotráfico archivado y hoy todavía de origen desconocido, una aglomeración tardía de la población en las grandes urbes como motor de la apatía, etc., etc., etc.
            Y no dudo en reconocer que me duele incluir con esta introducción tan crítica esta espléndida exposición, la cual ha sabido cuestionar de una manera muy sincera, -como pocas lo hacen tanto en el ámbito artístico como histórico-, las responsabilidades de los medios de comunicación y de la población en tanto que consumidora de su propia producción, de un fenómeno que, en algunas de sus vertientes como la heroína, ha marcado a toda una generación y ha causado estragos de manera muy próxima a todos nosotros. Con ello, la historiografia con sus instituciones, medios y canales de información, es la que en parte queda responsabilizada, aunque abriendo una ventana a la esperanza en tanto que, como muestra esta exposición en sí, es capaz de desvelar una realidad construida por una serie de poderes alejados de la verdadera realidad de nuestras vidas, de la que tan sólo podemos obtener, en el mejor de los casos, esporádicos espasmos de conciencia. 
 
            La segunda exposición que aquí desearía comentar al hilo de esta estetización de la historia (sobre todo la más reciente), también ha empleado medios expositivos propios del arte actual (aquél desarrollado en los últimos 60 años), aunque ya no para desvelar los mecanismos que conforman, escriben y publican las “historias institucionalizadas” (y con ellas de los nuevos mitos), sino precisamente y de manera inversa, para representar una de estas historias y para ocultar sus mecanismos de producción propagandística e ideológica. Me refiero a “Tierra y libertad. 100 años de anarquismo en España”, y para ello quisiera centrarme en la exposición en sí, al margen de las actividades paralelas, sobre todo en el grueso concentrado en el Palacio de Sástago de la Diputación de Zaragoza; es decir, aquella materialización en una colección de objetos y montajes dirigidos más bien a los espectadores, y no tanto a las elites profesionales de la historiografía.
            En su celebración confluyen dos hechos. El implicado más directamente es la celebración de los 100 años de la fundación de la CNT en España, aunque nada tenga que ver su organización con este sindicato, hoy presente en la realidad política del país con una fuerza considerable. El otro, más alejado temáticamente, responde a la oleada de reivindicación de la “memoria histórica” casi treinta y cinco años después de la “Transición” española, motivada precisamente por los medios de masas y por los debates espectaculares y politizados que protagonizan los protagonistas habituales. Sin embargo, una vez más debemos establecer las diferencias existentes entre memoria e historia, sobre todo entre memoria e historiografía, dado que los sinónimos no crecen en campos abiertos. A diferencia de lo que opinan buena parte de los poderes públicos, confío en el criterio de los espectadores y en sus capacidades críticas a la hora de juzgar si lo que están viendo representa y habla de una realidad política y social que ha caracterizado a buena parte de la historia contemporánea de este país, así como que todavía forma parte de nuestra realidad gracias a fundaciones como la de Anselmo Lorenzo en Madrid y la pervivencia de la Confederación Nacional de los Trabajadores, aunque ésta haya seguido su curso y su propia evolución como cualquier otra entidad, según la voluntad de sus integrantes. Evidentemente, ella ha organizado en las ciudades más importantes de España sus actos, representaciones y exposiciones legítimas.
            No voy a comentar el recorrido de esta exposición, tampoco lo he hecho con la anterior. Tan sólo decir que de los temas fundamentales abordados por el pensamiento libertario y anarquista en España -la educación (La Escuela Moderna y todas sus consecuencias nacionales e internacionales), la colectivización, la auto-gestión, la liberación de la mujer como cambio social esencial frente a la familia productiva, así como otros temas derivados, por ejemplo la conformación de una nueva cultura acorde a los nuevos medios de producción, el vegetarianismo, su oposición a los espectáculos taurinos y sus vinculaciones con otros pensamientos del momento como el regeneracionismo (en personalidades como Ramón Acín), no he visto nada.
Nada entre armas, imprentas y máquinas de escribir, alusiones bélicas, asesinatos, terrorismo, espionaje, propaganda, un disparo a cada minuto, fotografías de ilustres libertarios con una breve descripción de sus vidas y sus trágicos finales a modo de fichas policiales, etc. La criminalización podría haber sido más grave, relacionando comunismo libertario con los nuevos espectros del terrorismo internacional. Menos mal que el aspecto global de la muestra recordaba tan sólo a los novelescos ajustes de cuentas de la mafia americana, sobre un escenario cercano a los platós de series de televisión como Amar en tiempos revueltos o el culebrón ruso 1941. Tampoco encontramos un análisis del comunismo libertario, rama del anarquismo contemporáneo más extendido en España, y sí en cambio de nuevos oscurantismos como el “anarco-individualismo”, representado por personajes como Henry David Thoreau o Max Stirner, uno de los alumnos renegados de Hegel que, que yo sepa y a pesar de haberse interesado especialmente por la educación, jamás se consideró anarquista (su contemporáneo Proudhon sí lo hizo) ni tuvo una repercusión inmediata en los círculos anarquistas, constituyendo tan sólo una referencia filosófica como podría serlo por ejemplo Platón o su contrario Pirrón. Ni siquiera la Mano Negra, organización supuestamente anarquista de principios de la década de 1880, queda de una manera clara desmentida y vinculada a la Guardia Civil en esta exposición, en los vinilos referentes al origen del anarquismo en España. Y además, presenta este movimiento como un fenómeno tardío en la historia de Occidente debido al retraso del país, lo que lo denosta significativamente, cuando en realidad la fundación de las primeras entidades anarquistas en España en 1870 respondió a la todavía no creada oficialmente Asociación Internacional de Trabajadores anarquista (1872). En todo caso, en España hubo una amplia consecución del anarquismo porque aquí pudo superar las represiones sufridas en el resto de Europa, sobre todo en la Unión Soviética y en Alemania tras la I Guerra Mundial. 
            Independientemente de tratarse de un amplio movimiento que implica una filosofía de la que deriva cierta ideología (¡claro que sí, porque no reconocerlo!, y más en el mundo en que vivimos), una posición política, social, una serie de hábitos, una forma de vida... representa una buena parte de la historia contemporánea de España. Imaginemos una criminalización semejante por parte de ciertos sectores más obsoletos, del regeneracionismo, del krausismo o del socialismo de Iglesias. No creo que esto supusiese mayores esfuerzos. Y en estos años en los que se enardece con tanta facilidad y con tanta gravedad falsa, la bandera de la memoria histórica (capítulo que en las políticas de los países que en verdad han superado sus dictaduras, no ha conllevado conflicto alguno), debemos advertir en voz alta lo peligroso que resulta esta especie de condenas históricas, realizadas con medios excesivamente parciales, fragmentarios e interesados, valiéndose de viejos fantasmas, siendo que el anarquismo forma parte, queramos o no, del patrimonio cultural e intelectual de la humanidad entera y en concreto de este país: recordemos que Ramón Acín financió una película tan importante como Las Hurdes, Tierras sin Pan de Luis Buñuel en 1933, que investigó muy activamente nuevos medios pedagógicos para incrementar la autonomía creativa de los alumnos, como su dedicación a la difusión de las imprentas Freinet en diversos colegios de España, siendo él un ejemplo más de cómo las ideas anarquistas en muchos de sus representantes han animado la investigación en las artes plásticas (los artículos sobre arte y estética de Gil Bel es un claro ejemplo aragonés), mismo si no incluimos en ello la amplia aportación libertaria al arte de la caricatura y del cartelismo, medios modernos de expresión de los que Goya se erige como el máximo precedente. Recordemos que el anarco-sindicalismo impulsó la creación de una industria del cine en España con publicaciones como Popular Film, que las investigaciones de ciertos anarquistas y sus amigos acerca de la realidad de los pueblos, ha conducido a dar los primeros pasos hacia la creación de “museos etnológicos” y, por ejemplo, a que Rafael Sánchez Ventura, junto con el arquitecto que restauró La Aljafería tras la Guerra Civil Francisco Iñiguez Almech, descubriese en 1933 las iglesias del primer románico del alto valle del Gállego, aquéllas representativas de lo que luego el profesor Fernando Galtier denominó estilo románico “larredense”. Recordemos además que la industria catalana alcanzó con su sindicalización y auto-gestión en la década de 1930 el grado de vanguardia en toda Europa, siendo modelo para otros países. Y podríamos citar muchísimos ejemplos más que los terroríficos disparos de la exposición, secuenciados para cada minuto, no nos han dejado recordar. Si esto es memoria histórica, yo, particularmente, prefiero olvidarla.
Con esta actividad sindical el anarquismo (más concretamente CNT, dado que sus integrantes no tenían por qué ser anarquistas) estimuló la modernización de muchísimos sectores. En tanto que historiador del arte, conozco aquellos relacionados sobre todo con la cultura, pero no dudo que en otros campos de investigación abundan casos paralelos. Se trata de un capítulo de nuestra historia y de nuestra cultura todavía muy presente, cuyo recuerdo, estudio y asimilación, puede ayudarnos a afrontar los gravísimos problemas derivados de un mercado idealista y tumefacto, contrario a toda lógica económica real. En cambio, ahora asistimos a la puesta en escena artística para una criminalización y un consecuente destierro de la vida pública que, desde la “Transición” española, ha perseguido a CNT a través de instrumentos políticos y policiales.
 
No trato de desviarme de la naturaleza de esta publicación con el comentario de estas dos exposiciones, una acusadora de los medios de historización y la otra, al contrario, empeñada en criminalizar a tiros la historia misma. No las habría comentado aquí si no hubieran recurrido a montajes artísticos y escenográficos para abordar estos dos temas de tanta trascendencia política y social. No he sido yo, sino ellas las que han levantado la barrera-tabú que separa las disciplinas. Que el arte y la cultura siempre han sido parte de una misma realidad junto con lo social, no es nada nuevo. Podemos cerrar los ojos y creer lo contrario. A partir de ese momento me dedicaría tan sólo a comentar la pintura y la escultura (o las instalaciones y los happenings) línea tras línea, forma tras forma, figura tras figura, para adjudicarles luego mi juicio paternalista.
            Cuando alguna institución pública habla de arte y cultura, sobre todo en lo que a subvenciones se refiere, y aún más en momentos de crisis, siempre lo hace con un “y también”, un “y además”, como si se tratase de algo agregado a los problemas de la supervivencia que la política y sus medios representan. Pero cuando asistimos a exposiciones de este cariz, vemos lo importantes que resultan para ella. No nos debe extrañar. Ya hemos asistido a exposiciones que de manera más que sospechosa representan intereses propagandísticos e, incluso, personales, como las recientes exposiciones de temática taurina, o acerca de una cultura ibérica cristiana con motivo de la Expo de Zaragoza de 2008 en el Museo Camón Aznar. No digo que sean ni buenas ni malas, hace mucho tiempo que sustituí el maniqueísmo por la toma de conciencia, por lo que recomiendo que agudicen sus criterios a la hora de visitar los montajes que acondicionan con nuestros impuestos. Todo el mundo es capaz de hacerlo. Yo aquí sólo hago mi trabajo que es investigar sobre los contenidos de los eventos artísticos, más o menos pintorescos. E insisto, habrá muchos más.

Manuel S. Oms, Aacadigital nº13, diciembre 2010

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