CRT-FIRT Revista de investigación social y cultura proletaria

CRT-FIRT Revista de investigación social y cultura proletaria
Los CRT-FIRT o Cuadernos Revolucionarios del Trabajo (del Folletín Internacional y Revolucionario del Trabajo), han sido concebidos para publicar los resultados de las constantes investigadoras que acompañan toda una vida, en torno al problema que ellos mismos se plantean en los tiempos que nos han tocado vivir: nuestra capacidad productiva. Y cuando decimos “nuestra” nos referimos tanto a cada uno de nosotros como a la sociedad conformada por todos nosotros, convencidos siempre de que es ésta la capacidad más amenazada por la alienación de la población respecto a sus propios productos emanados de sus fábricas, de sus estudios o de sus talleres. Motivados por la estética, su objetivo es avanzar a través del mito, de la dialéctica y de la crítica materialista, hacia la construcción social a partir de lo socialmente dispersado tras dos siglos de civilización industrial frustrada por una gestión obsoleta ya desde que vio la luz. Los CRT es un proyecto colectivo y personal a un mismo tiempo, de análisis de una nueva realidad surgida de la civilización que todavía espera incluso ser asimilada como tal. Es en consecuencia un mito de la modernidad primitiva basado en la producción misma, en el ensamblaje mecánico de información y en la difusión orgánica. Toda civilización no es otra cosa más que una manera de materialización del pensamiento colectivo, -consciente e inconsciente, lo mismo da-, que impera en una época determinada en la humanidad o en una parte de ella.

sábado, 2 de enero de 2016

EXPOSICIONES PARA UN PARÍS SURREALISTA DEL SIGLO XXI

EXPOSICIONES PARA UN PARÍS SURREALISTA DEL SIGLO XXI
Algunas reflexiones sobre los comisariados de exposiciones y la historiografía del arte

Aaca Digital nº 26, marzo 2014

Resumen
Las últimas exposiciones dedicadas al surrealismo en su ciudad de origen, París, revelan la necesidad de una revisión de las funciones de las exposiciones historiográficas.

Abstract
The last exhibitions dedicated to surrealism in his city of origin, Paris, reveal the necessity of a revision of the roles of the historiography’s exhibitions.  




 Mercado de St. Ouen, Paris, añs 2010

La exposición resaltaba en la entrada una necesidad que hasta entonces había permanecido invocada: la necesidad de crear un mito colectivo
Sarane Alexandrian

            Desde 1925 París siempre ha sido ciudad de exposiciones surrealistas. Quizás porque así lo dictan sus pasajes, sus affiches publicitarios, sus pequeñas calles tortuosas, su rastro de la Porte de Saint-Ouen, sus luces de neón que invaden un paisaje de pequeñas perspectivas, su antiguo metro laberíntico en cuyas entradas dos faros extraterrestres modernistas concebidos por Hector Guimard nos invitan a ser engullidos en una red que en cualquier momento puede variar... En verdad, es la sociedad de mercado la que se nos presenta bizarra, mientras que el surrealismo constituye su respuesta. Basta con hojear Le Paysan de Paris de Louis Aragon para comprender esta realidad.
Mucho se ha hablado de la influencia psicoanalista en el surrealismo, pero poco acerca de las influencias objetivas de la dialéctica de Hegel, de la pasión de Sade, del Fetichismo de la mercancía de Marx, del Origen de la familia de Engels, etc., las cuales reconcilian la poética moderna con las ansias de liberación de este movimiento revolucionario desde las superestructuras espirituales. Posiblemente el psicoanálisis con toda su subjetividad, haya sido la herramienta más apropiada para su asimilación. Sin embargo, el propio Breton llegó a establecer sus reservas frente al psicoanálisis en Los vasos comunicantes (1932), lo que con el tiempo condujo al grupo oficial y a las demás fracciones surrealistas, a un giro inesperado hacia las tesis sobre los arquetipos de Jung.


            En un principio, es dentro de este ambiente de encuentros y sorpresas donde surge el interés surrealista por el objeto. Así mismo, las esculturas, máscaras y otros objetos del arte primitivo oceánico que los surrealistas tanto apreciaban, no los encontraban en islas y selvas exóticas, sino en los puestos del marché aux puces y en las vitrinas de ciertos establecimientos. Fueron extraídos de un paisaje conformado a partir de lo fortuito y banal de la metrópolis moderna junto con conceptos como el hegeliano “azar objetivo” y la “belleza convulsa”. Y este París mismo es el que Louis Aragon, André Breton, Pierre Naville, Maxime Alexandre y los más sensibles a la poética de esta realidad moderna, narraron en las páginas de sus libros durante su pertenencia al grupo y una vez fuera de él pero conmovidos por las mismas vivencias urbanas, ahí donde encuentra exactamente lugar el “nominalismo absoluto” de Aragon (Una ola de sueños, 1924, probablemente el “otro primer manifiesto del surrealismo”), desde el alma rescatada por Man Ray en las fotografías de Atget, hasta los paisajes lechosos de Tanguy o los encuentros que movilizan los fragmentos de los collages de Georges Sadoul.
            Pese a haber transcurrido ya casi noventa años desde la fundación de este movimiento, París le ha consagrado recientemente varias exposiciones. Posiblemente la más ambiciosa de todas ellas sea la consagrada al objeto surrealista en el Centro Georges Pompidou, la cual cuenta con un antecedente claro en el IVAM de Valencia en 1997 comisariada por el historiador del arte Emmanuel Guigon. Tras la amplitud de esta exposición y el estudio historiográfico del catálogo –soberbio sin duda-, muy difícil lo tiene esta última donde este experto del surrealismo, del collage y del objeto, no ha colaborado más que a título de invitado, mientras que la exposición ha sido organizada por el propio director del museo Didier Ottinger. Esperábamos una edición francesa del estudio de Guigon, pero no ha sido así. A parte de un breve catálogo, se ha optado por un “diccionario del objeto surrealista” donde la participación colectiva estaba asegurada. En ocasiones los centros deben dejar sitio a los expertos en ciertas materias a la hora no sólo de organizar las exposiciones de sus especialidades para enriquecerlas con sus aportes y dar la oportunidad a la actualización de sus investigaciones, las cuales deben residir tras toda exposición como garantía de que no se ha empleado el dinero público en caprichos y banalidades, aunque sea en esta época determinada por su arcaísmo organizativo en la que la población no puede intervenir directamente en las decisiones que afectan a la gestión y producción de su cultura. También estos historiadores deben aportar sus proyectos elaborados con el fin de que tengan la salida y la difusión que toda investigación de calidad (es decir, con aportes nuevos para su disciplina) merece. Y no dudamos de la preparación de Ottinger, -autor del Surrealismo y la mitología moderna-, simplemente afirmamos que la colección y la documentación presentada es más reducida que la presentada en el IVAM de Valencia hace ya 17 años, así como la calidad del estudio historiográfico que lo acompaña, siendo que el de Emmanuel Guigon jamás ha sido traducido, además de estar absolutamente descatalogado y agotado. De hecho, el centro Pompidou ha preferido titular a esta exposición “El surrealismo y el objeto” frente a “El objeto surrealista” de Valencia, quizás por un problema de patentes o simplemente para evitar comparaciones como la aquí vertida. No obstante la consecución cronológica de la vista es bastante parecida, determinada, -una vez representados los precedentes y el descubrimiento de los objetos de funcionamiento simbólico en 1930 por Dalí ante la Bola suspendida de Giacometti-, por las exposiciones surrealistas donde los objetos fueron protagonistas: “La exposición surrealista de objetos” en la Galería Ratton en 1936, “El surrealismo en 1947”, y la octava exposición internacional surrealista titulada “E.R.O.S.” (Galería Daniel Cordier, 1959), si bien la exposición de 1997 comisariada por Guigon, ampliaba esta nómina a otras exposiciones: las exposiciones en la “Galería Surrealista” gestionada por el propio grupo, así como las sucesivas exposiciones internacionales del surrealismo: Praga, Londres, Nueva York… En todas ellas se apreciaba el protagonismo de los objetos antes que las pinturas y el arte propiamente dicho. Ellos constituían los fragmentos de la realidad con los que el movimiento exploraba a través de sus propios medios: automatismo, materialismo dialéctico, análisis paranoico-crítico, humor negro, etc., procedentes todos del “azar objetivo”. Aún así, debemos anunciar que Guigon acaba de editar recientemente (en el mes de noviembre) en colaboración con Georges Sebbag -nada más y nada menos-, Sur l’objet surréaliste, gracias a la prestigiosa editorial Jean-Michel Place.
            Frente a la necesidad de documentar una manifestación de esta trascendencia en un mundo donde los objetos cobran un enorme protagonismo a partir de los enigmas que el mercado les confiere, la exposición recién presentada en el centro Pompidou ha recurrido una vez más a una resolución “artística” de montajes e instalaciones de los que estamos ya hartamente habituados y que, en ocasiones, enmascaran las carencias investigadoras. Las instituciones han redescubierto el alcance de estos medios artísticos a la hora de encubrir y ajustar no sólo ausencias, sino también malas actuaciones de gestión y financiación. También para recuperar ciertos fenómenos artísticos que, aún incómodos, son ineludibles incluso para la oficialidad. 
            No sé si se trata del caso de la exposición El surrealismo y el objeto dada la capacidad del Centro Pompidou para abordar grandes empresas, pero lo que sí es cierto es que por ningún lado llegamos a comprender la reinterpretación de los objetos históricos ahí presentados por una serie de artistas actuales como si se tratase de los cierres de hormigón de un antiguo edificio fracturado por el tiempo y sus avenencias, y recién restaurado con materiales bien distintos de los originales, sólo que en este caso la reinterpretación no es funcional, más bien continua las paredes del museo Pompidou concebido entre 1972 y 1977 por Renzo Piano, Richard Rogers y Gianfranco Franchini, como la parodia postmodernista (no podría ser de otra manera debiéndose a la iniciativa gubernamental) de los principios constructivos de las vanguardia históricas tras las reivindicaciones también utopistas del mayo de 1968 (destruir el pasado y la tradición para crear un nuevo imaginario)
Estas obras del nuevo siglo las debemos a Artistas como el popero estadounidense Ed Ruscha (el Pop Art y antes el neodadaísmo norteamericano de los años cincuenta ya sirvieron para la reificación del ready-made duchampiano), caracterizado entre los que expusieron en 1962 en New Painting of Common Objects (Museo de arte de Pasadena, primera exposición propiamente pop en E.E.U.U.) por interaccionar el lenguaje y los objetos; el accionista californiano Paul McArthy; la respuesta feminista de Cindy Sherman a Hans Bellmer (como “continuación” a su obra según afirma el comisario de la exposición); Haim Steinbach y su crítica-crítica a las instituciones artísticas mediante su amplia nómina de objetos (nada que ver con la serie limitada de ready-mades de Duchamp); el también norteamericano Mark Dion; el artista francés Philipe Mayaux, ganador del Premio Marcel Duchamp 2006 por sus moldes de yeso, los cuales constituyen también réplicas hasta la saciedad de otro de los divertimentos de Duchamp; el joven artista francés multimedia Théo Mercier, el parisino Arnaud Labelle-Rojoux… Nótese que todos ellos son artistas estadounidenses y franceses como si se tratase de un ensayo de reconciliación entre los dos -históricos ya- centros del arte contemporáneo del siglo XX: París y Nueva York, lo que desvela las verdaderas inquietudes de la exposición a la hora de responder al desafío surrealista de “a ver si son capaces de almacenar en sus museos todos nuestros objetos” (Dalí en Le Surréalisme au service de la Révolution nº3, p. 17). No es casual que las muestras actuales, radicalmente diferenciadas de aquella otra histórica por haber sido realizadas fuera del movimiento y por el contrario en contextos puramente artísticos e institucionales, se encuentren al final y en el pasillo de entrada y salida que une las distintas salas. No se trata de un inocente recorrido cronológico, sino de una moraleja, del cierre de una historia iniciada hace ya casi un siglo con el triunfo final de la institución artística en su pulso con el surrealismo y las vanguardias históricas.   
Todos estos artistas elegidos para prolongar esta exposición, más que actualizar el objeto surrealista, lo integran dentro del recinto artístico, respecto al cual han alcanzado un gran protagonismo las instituciones artísticas, concretamente en la decisión caprichosa (el capriccio despótico del Siglo de las Luces que vio nacer la soberanía del gusto) sobre lo que merece ser tildado artísticamente: los museos y los Centros de Arte contemporáneo, denominados así estos últimos con el fin de responder a su necesidad de presentarse bajo la constante actualidad, como si el tiempo no pasase, a espaldas de lo verdaderamente moderno y radical: la reproducción mecánica de la imagen capaz de devolverla a la vida, tal y como la entendió en sus Poesías el mismísimo Isidore Ducasse, -Conde de Lautréamont-, así como Goya antes de emprender sus caprichos grabados con el fin de difundirlos entre la sociedad (en su caso los caprichos pertenecen a las arbitrariedades de las injusticias sociales, tradicionales ya entonces). Por esta razón el maestro aragonés es precedente directo del surrealismo, y no por ninguna visión atormentada, dado que para los surrealistas no había mayor tormento que el aburrimiento, frente a lo cual tan sólo quedaba por extraer la poesía de lo cotidiano, tal y como Baudelaire escurría la velocidad del mundo moderno para quedarse únicamente con aquello que permanece: los objetos son los restos de un mundo fragmentado al ser tamizado por la mercancía, y el surrealismo, a través de ellos, alcanza un nuevo paisaje donde los ejes cartesianos han sido sustituidos por el encuentro fortuito. En cambio, la exposición actual sobre el objeto en el Museo Pompidou ha querido contribuir, antes que desvelarla, a esta fragmentación ofreciendo de nuevo una respuesta institucional.            
Lo dicho respecto a Goya también puede afirmarse acerca del siguiente protagonista de este ensayo, Victor Hugo, cuya casa en la Plaza de los Vosgos es hoy visitable y pertenece a la red Paris Musées del Ayuntamiento de París. Entre octubre y enero este centro ha presentado su colección de la obra plástica de Victor Hugo y aquella que se encuentra en la Bibliothèque Nationale, basada principalmente en técnicas de dibujo que, por su poder de exploración de lo desconocido, pueden ser consideradas como experimentales. Sin embargo y a diferencia de las exposiciones que hemos podido ver desde el centenario de su muerte, en Paris en 1985 (“Soleil d’Encre” en Le Petit Palais y la exposición de sus dibujos en La Maison de Victor Hugo. El primer título fue adoptado del primer ensayo dedicado a la plástica de Victor Hugo, de la mano de Gaëtan Picon –hermano del surrealista Pierre Picon- y recogido en su libro Las líneas de la mano de 1969), en Valencia, en Venecia, Nueva York, Bruselas y Madrid, esta última exposición viene a responder al adjetivo “surrealista” con lo que tantas veces se ha tildado a esta obra plástica suya y que en buena medida el propio grupo de Breton ha contribuido a descubrir. Ese reconocimiento surrealista se hizo oficial ya en su primer manifiesto del 15 de octubre de 1924, en una de esas listas de precedentes (autores que “podrían pasar por surrealistas”) que a Breton tanto le gustaba citar y que lo separaban irremediablemente del dadaísmo centroeuropeo: “Hugo es surrealista cuando no es idiota”. Ésta era la mejor fórmula que encontró para reconocer la ineludible aportación romántica de la mano de un autor que ya se estudiaba en los colegios por ser de obligada citación, siendo además que su casa fue donada al Ayuntamiento de París con el fin de constituirse como un museo, visitable desde 1903. Más tarde, fueron los propios surrealistas los que descubrirían sus dibujos que, como su afán recolector de objetos, materializaban el espíritu de su poesía y las liberaba del estrecho margen que lega las palabras a tan grande azar a los ojos de nuestras conciencias, porque la plástica -sobre todo entendida de una manera moderna (aún hoy, lo siento)- es realidad material; y Victor Hugo lo sabía muy bien cuando recurría a sus plantillas de grueso papel para crear vacíos en las impregnaciones de tinta sobre el soporte original. Tal y como afirmaría Tristan Tzara acerca de Picasso en 1935, en un  papier collé una hoja blanca adherida jamás puede ser confundida con el soporte original, de la misma manera que un espacio liberado por una plantilla ya no forma parte del blanco inmaculado del soporte, porque tras toda creación moderna late la problemática alquímica de la creación a partir de la nada.


  

Goya, Capricho nº 64, 1799          Victor Hugo, Pulpo, 1866                 Victor Hugo, Justicia, 1858

Como veníamos diciendo, la plástica de Victor Hugo fue descubierta por los surrealistas algunos años más tarde de su primer manifiesto, ya que a Víctor Hugo no le gustaba mostrar públicamente sus experimentos gráficos, sólo a los amigos y familiares más cercanos, tal y como demuestran estas quejas de Charles Baudelaire acerca del Salón de 1859: No encontré en las exposiciones de Salón la magnífica imaginación que fluye en los dibujos de Victor Hugo como el misterio en el cielo. Hablo de sus dibujos a tinta china, porque es demasiado evidente que en poesía, nuestro poeta es el rey de los paisajistas, y …expresa, con la obscuridad indispensable, lo que es oscuro y confusamente revelado. Esta faceta plástica del gran literato francés del siglo XIX, quizás el más completo de su época, fue conocida por los surrealistas de la mano de Valentine Hugo, casada con su bisnieto Jean Hugo, pintor próximo a Cocteau, Radiguet, Satie, Éluard y Francis Picabia, y a quien Valentine Gross –dedicada a la coreografía y figurinismo- conoció a través del Grupo de los Seis (los músicos Auric, Honegger, Milhaud, Durey, Poulenc y Tailleferre). Siendo que ella contactó al grupo surrealista en 1929 a través de la pareja Paul Éluard y Gala, fue éste primero quien rescató algunas piedras de entre las multitudes de colecciones de objetos de Victor Hugo, quien con un interés próximo al suiseki nipón (contemplación de los cantos rodados) como una evidencia más de su curiosidad constante por las culturas extremo-orientales y que bien pudo inspirar el título Tas de pierres para buena parte de sus manuscritos que en vida aún no había publicado (“En la muerte, el alma liberada del cuerpo, será también desarmada”), demostró ser un gran coleccionador de rarezas, llegando a constituir un despacho en su casa muy parecido al de Breton expuesto hoy en la colección permanente del Centro Pompidou.
Victor Hugo, découpage y tinta, 1855

Su sensibilidad hacia las piedras no sólo anticipa el interés surrealista por el objeto (el encuentro fortuito con los mismos y las coincidencias desprendidas), sino también la del antiguo surrealista y próximo a Bataille Roger Caillois, quien recordaba cómo en el afán extremo-oriental por coleccionarlas no se buscaba tanto un parecido sino la sugestión de una imagen encontrada en sus formas, lo que da un vuelco absoluto a la imitación, si retomamos aquella cita a Botticelli por parte de Max Ernst, por la cual nos recordaba cómo -según Leonardo da Vinci- educaba a sus alumnos en el taller lanzando contra una pared una esponja impregnada en pintura para descubrir en ella las formas que a su vez les permitirán adivinar los caminos de sus deseos. Con ello Max Ernst daba rienda suelta a sus procedimientos semiautomáticos y automáticos como el collage, el grattage, el frottage, la decalcomanía, el dripping, etc., todos ellos ya experimentados por Victor Hugo un siglo antes gracias a su manejo de la tinta china en su juego dialéctico de luz y tinieblas a modo de Rembrant o Goya, quien influenció decisivamente en Victor Hugo puesto que pudo conocer directamente su obra en sus viajes a España. Gracias a estos automatismos las piedras y las rocas se tornan protagonistas en la obra tanto de Victor Hugo como en la de los surrealistas Max Ernst, Óscar Domínguez, Marcel Jean, Georges Hugnet, Wolfgang Paalen (Victor Hugo también se aventuró a “pintar” con las llamas de las velas, con lo que se adelantó al fumage de Paalen) etc., junto con los castillos, los cuales podríamos considerar, –desde el de D.A.F. Sade en Lacoste  hasta la “Endless House” de Frederik Kiesler-, primera célula del espacio surrealista en la capacidad de la subconsciencia de construir en los recuerdos el espacio que la alberga en su definición onírica, tal y como luego fue definida por Gaston Bachelard la “poética del espacio”.   


Victor Hugo, Llave, s-f

   
En este sentido, la exposición “La cime du rève” comisariada por Vicent Gille y Alexandrine Achille, encargados de los estudios documentales de la propia Maison de Victor Hugo, constituye una aportación significativa a la historia del arte, dado que, frente a las anteriores exposiciones dedicadas a los dibujos de Victor Hugo, ha mostrado de manera comparativa las obras gráficas más experimentales de los surrealistas con el fin de probar cómo Victor Hugo ha anunciado el surrealismo un siglo antes, sobre todo en lo concerniente a una cuestión de actitud. La exposición ha hecho verdaderamente de Victor Hugo un surrealista “avant la lettre”, y ha consolidado su posición como precedente indiscutible, ya reconocido en el propio primer manifiesto del movimiento de 1924. Ya no se trata de ilustrar, tal y como ocurre en la exposición que actualmente presenta el Musée d’Orsay entre el 11 de marzo y el 6 de julio acerca del ensayo Van Gogh. El suicidado de la sociedad de Antonin Artaud (1947), si no de establecer las verdaderas conexiones a partir de las muestras plásticas, entre dos aportaciones históricas diferentes con el fin de establecer lazos, en ocasiones inesperados, a lo que nosotros hemos añadido la dimensión objetual, evidente en el afán coleccionador de Victor Hugo, el cual, como buen coleccionista tal y como diría el historiador del arte Maurice Rheims, no diferencia lo natural (las piedras) de lo artificial (el castillo) en un mundo gobernado por los caprichos de la luz (Goya). Y este añadido no supone una mera yuxtaposición, ya que tanto tras los objetos como tras la gráfica se esconde el gesto, el trazo en esta última y el encuentro con los primeros, lo que verdaderamente iguala lo artificial con lo natural y hace de esta vivencia una experiencia verdaderamente extática, capaz por sí sola de definir el instante. Éste es realmente el método de lectura que propuso Gaëtan Picon en 1969 tomando como ejemplo entre otros la plástica de Victor Hugo, la cual ya había sido considerada por André Breton precedente de la expresión abstracta en L’Art Magique (1957, en colaboración con Gérard Legrand). Por eso la exposición no necesita de un decálogo de técnicas automáticas en su organización, entre otras cosas porque no se trata de técnicas cerradas. Todas ellas proceden de un encuentro con el azar y colaboran en la exploración de lo desconocido, tanto de lo exterior como de lo interior. En este caso los comisarios han preferido recurrir a una sistematización temática que, a diferencia de la mayoría de las ocasiones en las que asistimos a este tipo de argumentación expositiva, no resulta para nada caprichosa: “huellas”, “manchas” (frottages, grattages, decalcomanias…), “castillos”, “casas”, “retratos”, “bestiarios” que facilitan el retrato mismo de la conciencia exploradora y los caracteres humanos en general, como bien apuntara Juan-Eduardo Cirlot en su Diccionario de Símbolos (Loup Loup de Max Ernst, el águila de Victor Hugo); el “monstro” entre la idea y la materia o entre la realidad y lenguaje (Gilbert Lascaut, Le monstre dans l’art occidental); mecanismos creativos como “amor(es) loco(s)”, “la naturaleza”… Todo ello constituye una permanente exploración, una disposición de la poesía misma que devuelve los esfuerzos plásticos a la investigación de lo desconocido (la naturaleza), en un encuentro constante con el objeto azaroso (el objeto de “el amor loco”) a través del lenguaje (“juego de palabras, juego de manos” recita la exposición), que a su vez nos conduce por un sendero que abarca desde las híbridas monstruosidades (animales confeccionados mediante el principio del collage con partes de distintas especies en un desafío insistente a lo preconcebido positivista) hasta lo maravilloso, al enfrentar en ocasiones los resultados azarosos con títulos evocadores tal y como exigía Botticelli a sus alumnos. Porque de eso se trata tal y como afirmó el propio Breton acerca de las relaciones ineludibles entre el simbolismo novecentista y el surrealismo: la transformación del misterio simbolista en lo maravilloso surrealista (Breton, André, “Le merveilleux contre le mystère. À propos du symbolisme», Minotaure nº 9, octobre 1936, Paris, pp. 25-31). Al fin y al cabo, lo “maravilloso”, –sugerido ya en la década de 1720 por los pastores y filólogos suizos próximos a Fussli, Johann Jakob Bodmer y Johann Jakob Breitinger-, pertenece a toda aquella nómina de nuevas categorías que surgieron en la primer mitad del siglo XVIII, en el nacimiento del Arte mayúsculo como tal, en calidad de institución erigida sobre el resto de la realidad, junto con “moveré”, “pintoresco”, “sublime”, lo terrible… y caracterizado por ser capaz de englobar a todos ellos. Ahora se trata de localizar aquello maravilloso en la realidad, en las calles mismas de París (Le Paysan de Paris de Aragon, L’amour Fou de Breton, Pierre Naville…). Por ello es importante, -y quizás la exposición no lo ha subrayado suficientemente-, la concepción que Victor Hugo mantuvo de su producción plástica a lo largo de toda su vida, la cual realmente sirve de vértice a donde se ven abocadas todas sus vertientes automáticas, las cuales ya anuncian los experimentos surrealistas.
Receloso de la exposición pública de estas obras gráficas, siempre las consideró por lo que son: juegos bien extendidos entre la clase acomodada, sólo que en ocasiones han sido reivindicados y profundamente estudiados por haber sido cultivados y analizados de manera experimental por personalidades de renombre como Victor Hugo en las letras, o como en el caso del collage por el dramaturgo y jardinero real Charles Dufresny entre los siglos XVII y XVIII (redescubierto por el surrealista y patafísico Noël Arnauld), o por el escritor danés de cuentos infantiles Hans Christian Andersen (1805-1875). ¿Acaso no es éste el modelo de experimentación plástica propuesto por los surrealistas a partir del juego, el cual es a su vez la base del resto de sus actividades como bien afirmara Breton hacia finales de los años cuarenta al explicar el juego surrealista “lo uno en lo otro”? en la plástica surrealista verdadera no hay obras de arte, tan sólo técnicas de exploración de lo maravilloso cotidiano, que se prolongan en una cadena infinita de vivencias entre unos y otros, entre el encuentro azaroso de sus protagonistas, los cuales podrían ser anónimos en el mejor de los casos. Y con ello descubren y perfilan la verdadera aportación de buena parte del arte del siglo XX (si no en su totalidad): la investigación. En ella Victor Hugo se mostró como un gran maestro, para lo que debió conservar su producción gráfica en un ámbito considerado “menor” por la idiotez. Al fin y al cabo, todas estas experimentaciones, al llevarse a cabo con la tinta china, parecen estar destinadas a su reproducción mediante el grabado o las técnicas actuales de edición que eliminan los accidentes de la factura, una magia que impregna la pluralidad frente a la unicidad (Victor Hugo fue uno de los primeros en interesarse por las posibilidades creativas de la fotografía) y de la que Goya se mostró como pionero indiscutible (y con ello maestro de Victor Hugo), al anteponer su actividad como grabador a su pintura y liberar, al mismo tiempo, este medio del cerco profesional de gremios y talleres, esto es, de la difusión de tipos iconográficos para reflejar en cambio las absurdeces del mundo y hacerlas públicas al conjunto de la sociedad, todo bajo el espíritu documentalista propio de un verdadero investigador armado de su dominio gráfico y erudición. ¿Los excesos del clero no conforman acaso escenas duales como los arrecifes de Victor Hugo o de Oscar Domínguez surgidos de las provocaciones de una mancha? Las obras gráficas del autor de Los miserables cuestionan la obra única y acabada en aras de la investigación y de la democratización del arte (del divertimento popular como origen y fin de toda actividad expresiva). Ésta es su verdadera aportación sobre el terreno gráfico, la cual concuerda con el pensamiento político de igualdad social de sus últimos años. Al fin y al cabo, el grafiti anónimo en tanto que grabado o impregnación en la vía pública constituye el primer modelo para este tipo de prácticas, y ha inspirado a la Historia del Arte multitud de nuevas técnicas y reflexiones teóricas. Él mismo sedujo la fotografía de Brassaï entre 1930 y finales de los años cincuenta (por lo que también anticipa indirectamente la fotografía surrealista en sí: Man Ray, Ubac, Boiffard, etc.) y participa del mismo espíritu bajo el cual el arrancado anónimo de los carteles en las calles sedujo a Léo Malet, sin necesidad por ello de recoger esta experiencia más allá de su mera advertencia en el Dictionnaire abrégé du Surréalisme confeccionado por André Breton y Paul Éluard en 1938 y publicado por José Corti.    






                                        Frédéric Mégret, dibujos, h. 1926-1927


Sólo desde este espíritu contrario a las obras acabadas, podemos apreciar la muestra que acompaña a esta exposición: los dibujos de adolescencia del periodista y crítico de arte Frédéric Mégret, quien entre 1928 y 1929 se aproximó al grupo surrealista, según nos cuenta André Thirion en sus memoras Révolutionnaires sans révolutions, de la mano de Louis Aragon, a quien conoció en los ambientes de Montparnasse por donde entonces ambos se movían. Según este testimonio de quien sería uno de sus compañeros surrealistas más cercanos, Thirion, Mégret ya realizaba antes poesías y dibujos “de una incoherencia y una timidez de niño”. Enamorado de una actriz de diez años mayor que él, había huido de su madre y no quería volver a casa, por lo que se instaló en el número 54 de la rue du Château en el distrito 14 de París, ahí donde se conformó en 1925 el grupo conocido como el de la Rue de Château (Jacques Prévert, Yves Tungy y Marcel Duhamel). Aún muy diferentes, sus dibujos guardan la relajación adolescente de nuestros jóvenes surrealistas Manuel Viola y Federico Comps, materializada en la mutilación y descomposición de los cuerpos, junto con una rabiosa crítica social expresada por textos que recorren las líneas trazadas. No por ello constituyen obras de arte. Cuántos dibujos de atormentados adolescentes habrán quedado olvidados por la Historia.

Y es que aún queda mucho por hacer. Nos podrá chocar ver durante estos días en las carrocerías de los autobuses urbanos de la RAPT, el “pollo-zapato” de Meret Openheim (Ma gouvernante, 1936) anunciando la exposición sobre el objeto surrealista del Centro Pompidou. Pero no se trata de condenar de manera maniquea la institucionalización de la revolución surrealista, de la que en verdad este movimiento fue el primer responsable, pues basta con repasar su historia con ojos críticos y sinceros para verlo claramente. Queda mucho por descubrir (los dibujos de Mégret son sólo un ejemplo de esta necesidad, los cuales carecen aún hoy de un estudio historiográfico y de una edición en condiciones) y por redescubrir (como el arte gráfico de Víctor Hugo en tanto que exploración de lo maravilloso). En realidad, el”pollo-zapato” de Oppenheim ha retornado a las vías parisinas de donde procede, tal y como sugeríamos al inicio de ese ensayo. Las exposiciones, ya sean institucionales o no -dado que todos los son (la misma exposición ya es un acto de institucionalización, y tanto Victor Hugo como Duchamp lo sabían muy bien)-, pueden constituir, más allá de los caprichos de un puñado de comisarios erigidos de manera poco democrática como los inspirados de una nueva sociedad (en realidad de los baúles de las viejas colecciones), un buen medio para dar a conocer las investigaciones plásticas e historiográficas llevadas a cabo, de manera complementaria a las publicaciones, de las cuales el catálogo constituye una primera aportación. Más allá de los asuntos meramente formales y por tanto subjetivos, detrás de toda buena exposición es fácil vislumbrar un buen trabajo de campo, de estudio, de taller, documental, teórico... Tan sólo la elección del tema ya nos lo advierte. Y en lo que al surrealismo respecta, un buen comisariado puede constituir una prolongación de los esfuerzos de sus protagonistas en la exploración de lo maravilloso al margen de las disputas institucionales, ante la cuales tan sólo cabe ignorar el concepto mismo de Arte. Quizás sea el momento de recuperar un medio que, como la plástica, nos pertenece a todos, y no sólo a aquellos amigos de la administración que se presentan como los tamizadores y hacedores de la cultura y su historia.   



Maison de Victor Hugo, Escritorio chino                                                                                                                                                                                               André Breton en su escritorio

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