CRT-FIRT Revista de investigación social y cultura proletaria

CRT-FIRT Revista de investigación social y cultura proletaria
Los CRT-FIRT o Cuadernos Revolucionarios del Trabajo (del Folletín Internacional y Revolucionario del Trabajo), han sido concebidos para publicar los resultados de las constantes investigadoras que acompañan toda una vida, en torno al problema que ellos mismos se plantean en los tiempos que nos han tocado vivir: nuestra capacidad productiva. Y cuando decimos “nuestra” nos referimos tanto a cada uno de nosotros como a la sociedad conformada por todos nosotros, convencidos siempre de que es ésta la capacidad más amenazada por la alienación de la población respecto a sus propios productos emanados de sus fábricas, de sus estudios o de sus talleres. Motivados por la estética, su objetivo es avanzar a través del mito, de la dialéctica y de la crítica materialista, hacia la construcción social a partir de lo socialmente dispersado tras dos siglos de civilización industrial frustrada por una gestión obsoleta ya desde que vio la luz. Los CRT es un proyecto colectivo y personal a un mismo tiempo, de análisis de una nueva realidad surgida de la civilización que todavía espera incluso ser asimilada como tal. Es en consecuencia un mito de la modernidad primitiva basado en la producción misma, en el ensamblaje mecánico de información y en la difusión orgánica. Toda civilización no es otra cosa más que una manera de materialización del pensamiento colectivo, -consciente e inconsciente, lo mismo da-, que impera en una época determinada en la humanidad o en una parte de ella.

Breves apreciaciones históricas sobre Antoni Garcia i Lamolla

2011, Manuel S. OMS 
Doctor en Historia del Arte

    Antoni Garcia i Lamolla, Dario de un psicoanalista, collage y gouache/ cartulina, 1935, Museu d'Art Jaume Morera


Este verano en Zaragoza hemos disfrutado en el Museo Pablo Gargallo de una nueva exposición antológica del pintor catalán Antoni García i Lamolla (Martorell 1910 – Dreux, 1981), tras haber sido montada en el Museo de Arte Jaume Morera de Lérida y el Torreón de Lozoya de Segovia. Si bien Lamolla ya fue ampliamente representado y en cierta medida “redescubierto” por una antológica anterior de 1998 gracias a la iniciativa del mismo centro leridano junto con la del Museo de Teruel, en esta ocasión su carrera artística, plástica e ilustradora es considerada como el título mismo de la exposición indica: un reflejo de la época en que se desarrolló, desde el círculo ilerdense de la revista Art aglutinado en torno a la figura del diseñador gráfico Enric Crous (de quien se exponen junto con las primeras obras de Lamolla cinco diseños, además de dibujos y el collage de Oniro de José Viola, y algunas esculturas y ensamblajes acompañados de algún otro dibujo de Leandre Cristòfol), la vanguardia catalana de la década de 1930 y sus relaciones con la madrileña y la canaria fundamentalmente (apartado donde se incluyen obras de Cristòfol, Artur Carbonell, Ángel Ferrant, Esteban Francés, Juan Ismael, Maruja Malllo, Ramon Marinel·lo, Joan Massanet, Miró, Àngels Planells, Jaume Sans y Remedios Varo), los años de defensa republicana durante la contienda civil y de protección del patrimonio histórico-artístico en Lérida, hasta el compromiso político en los años de exilio dentro de los círculos libertarios de Toulouse y del sur de Francia, donde se hacen constar con sus obras, sus amistades con artistas como el histórico fauvista Maurice de Vlaminck, Antoni Calvé, Emil Grau Sala y el escultor Joan Rebull. Anteriormente, fueron los dos primeros capítulos de este periplo los que mejor conocíamos, no sólo por la anterior exposición dedicada a su persona, sino por aquellas que han versado sobre Enrique Crous, la revistaArtADLAN, la exposición logicofobista de mayo de 1936, la vanguardia catalana, la española en general, y el surrealismo español a grandes y pequeños rasgos, además de la numerosa nómina que hoy suman las monografías consagradas a estos temas.


Antoni Lamolla, Il a plu des chansons, óleo/lienzo, 1934

            Es más, su figura es considerada por muchos autores como uno de los exponentes de un surrealismo español generalmente poco organizado, y que tan sólo adaptó del surrealismo oficial bretoniano francés, un pseudo-automatismo y algunos de los lenguajes y temas que entonces identificaban a los más importantes representantes del incipiente arte surrealista, sobre todo a Miró y Dalí, de quienes por ser catalanes presuponemos un mayor influjo en una generación inmediatamente posterior y a la que Lamolla perteneció. Los paralelismos con el automatismo del primero de estos dos pintores, Joan Miró –quien “puede pasar por el más surrealista de todos nosotros” según André Breton en Le surréalisme et la peinture (1928)-, es subrayada en el catálogo por la historiadora Lucía García de Carpi, quizás con mayor énfasis que en su artículo publicado en el catálogo de la exposición de 1998 dedicada a nuestro pintor. Concretamente, García de Carpi se refiere a una carta enviada por Lamolla a Miró en enero de 1936, la cual testifica la amistad entre ambos y sus periódicas reuniones en Barcelona.

Antoni Garcia i Lamolla, sin título, gouache y carboncillo / cartulina, 1934

            En relación a Salvador Dalí, la crítica y la historiografía tradicional ha subordinado la aportación de una buena nómina de artistas “vanguardistas” españoles de la década de 1930 a la influencia de este genio divino y monstruo internacional. Ya me referí en su momento a la exposición itinerante “Huellas dalinianas” de 2005, denunciando los excesos centralizadores de ciertos sectores de la historiografía del arte español contemporáneo y actual, desde las páginas de la extinguida publicación quincenal zaragozana El aragonés. Si bien podría tener su justificación en el centenario del nacimiento de Dalí, la extensa nómina de los ahí presentes, por no decir la práctica totalidad de la vanguardia peninsular de la década de 1930, anunciaban consecuencias muy peligrosas en la visión general que podría forjarse el espectador del arte contemporáneo español a partir de ella, y de su rica variedad y profundidad en cometidos y apuestas. Hay que recordar que la crítica de la época poco entusiasta respecto a estos nuevos lenguajes, ya recurrió a esta simplificación para minimizar su importancia, por ejemplo con motivo de la exposición logicofobista celebrada en las Galerías Catalònia de Barcelona en mayo de 1936 y en la que Lamolla formó parte muy activa. No pretendo negar la evidente presencia de Dalí en las obras de los pintores catalanes como Ángel Planells, Jaume Sans o Joan Massanet (para quien habría que añadir la de Giorgio de Chirico como ocurre con el propio Dalí, o por ejemplo con los valencianos Genaro Lahuerta o Carlos Ribera; también a esta influencia del pintor de Figueras habría que sumar en el caso de otro catalán -Artur Carbonell- la de Ángel Ferrant, siempre que queramos entender realmente sus “formas blandas” tan queridas por los historiadores más formalistas), incluso en el primer Óscar Domínguez, así como muchos otros prestaron atención a su carrera cargadas de éxitos cosechados en la capital francesa en muy poco margen de tiempo, y a sus provocativas y geniales investigaciones en torno al método paranoico-crítico, a la condición comestible del modernismo catalán, a su “Santa objetividad” y a su insistencia en una antiartisticidad que, como en el caso de Miró, cada día era menos creíble. Sin embargo, el vaso se desbordó en “Huellas dalinianas” con la presencia de representantes de la altura de Ángel Ferrant o Benjamín Palencia, o de artistas tan distantes a Dalí como el comprometido Josep Renau. Creo que esta exposición de Lamolla acontecida este verano en Zaragoza, contribuye en buena medida a devolver la riqueza del panorama artístico de ese esplendor cultural que gozó el país en los años de entreguerras (para muchos una “edad de plata”), desde la asimilación de las vanguardias desde finales de la segunda década del siglo XX, hasta la culminación de un proceso rápido de toma de conciencia política con el golpe de estado autodenominado “nacional” y el consecuente estallido de la desastrosa Guerra Civil Española, tan sólo deseada en verdad por una minoría ambiciosa de poder y más bien falta de principios reales.        




Antoni Garcia i Lamolla, sin título, yeso, madera y alambre, 1935
Antoni Garcia i Lamolla, sin título, oleo/ cartón, 1935-1936, MNAC
            

            Sin embargo, esta tendencia de la historiografía a concentrar las innovaciones plásticas en unas pocas manos en beneficio de políticas culturales oportunistas basadas casi prácticamente en eventos, centenarios y demás festividades, no impide, a la hora de estudiar un supuesto surrealismo español de la década de 1930, reconocer las escasas voces que en la época y en España (sin nombrar a los surrealistas españoles que residían en París) defendían un completo compromiso surrealista. Junto con Eugenio Granell, Remedios Varo o Esteban Francés (aunque más bien manifestaron estas filiaciones en el exilio una vez finalizada la contienda), una de esas voces en lo que al círculo leridano de Art se refiere, perteneció a Manuel Viola (entonces José). Más poeta que artista, dibujante en un estilo semiautomático emparentado en multitud de ocasiones con el de Lorca, por aquellos años, antes de decantarse definitivamente por la plástica a mediados de la siguiente década de 1940, mostró una mayor sensibilidad por la teoría, siendo uno de los más fervientes participantes en la revista Art, en cuyas páginas no desaprovechaba oportunidad alguna para incidir en la supremacía poética. Por entonces él defendía la tendencia más propiamente surrealista, aquélla a la que se adscribía la pintura de Dalí, heredera del espiritualismo del primer De Chirico frente a las aportaciones semiautomáticas de Hans Arp y de Joan Miró, las cuales Viola encontraba más propiamente plásticas y alejadas de las inquietudes revolucionarias surrealistas y su compromiso con la realidad. Claro está que sus compañeros de “vanguardia” en Lérida García Lamolla y Leandre Cristofol, atendían con interés a la obra Daliniana, pero la carta antes aludida por García de Carpi, testifica el interés por Mirò de Lamolla y de Enric Crous, director de Art. A éste último especialmente le atraían las manifestaciones antiartísticas del joven Dalí junto con Sebastián Gasch y Lluis Montayà, anteriores a su partida definitiva a la capital francesa y su aventura surrealista, dado que Crous siempre luchó con todas sus actividades polifacéticas -desde la tipografía y el diseño hasta su papel crucial como impulsor de una renovación del arte  y en la creación de un Cineclub en Lérida-, más que por un mero acopio de los principios importados de un movimiento concreto parisino, por una modernización de las vías de expresión acordes con la nueva realidad tecnológica e industrial, con el fin de trabajar en una reconciliación de la sociedad con sus propias posibilidades técnicas de producción. Él, mayor que Viola, pertenecía más bien a la generación de L’Amic de les Arts (1926-1929), porque lo mismo ocurre en el fondo con Cristòfol y Lamolla. A parte del surrealismo, con ellos compartió su fascinación por el racionalismo de la revista gala L’Esprit Nouveau dirigida por Paul Dermée.



Antoni garcia i Lamolla, El espectro de las tres gracias dentro del aurea sutil, óleo/ cartón, 1935-1936

            Cuando Viola entrevistó a Leandre Cristòfol (se trata de un texto inédito conservado en el Museo Jaume Morera de Lleida), no dudó en lanzarle la siguiente pregunta: ¿Qué escuela, qué modalidad te gusta?, el escultor contestó: “No sé de qué me hablas. Ignoro eso de modalidad y escuela. Lo que sé es que estoy al principio del principio de mi nuevo camino emprendido”. Tampoco con Lamolla consigue una adscripción completa al surrealismo (él negó rotundamente en 1960 en una entrevista haber sido surrealista), aunque así lo quiso en un texto escrito sobre el pintor con ocasión de su exposición en Madrid en 1935: “Diciembre de 1935, llega a Madrid, sin otro bagaje que el de su talento y sus poemas plásticos, A. G. Lamolla, desconocido, con una obra que no contiene halagos para la crítica oficial y el gran público, con unas figuraciones plásticas cuyo distintivo es la agresividad y la poesía absoluta en consonancia con las búsquedas de los surrealistas”. 
            A pesar de todo esto, resultaría poco sincero por nuestra parte negar que Lamolla haya sentido cierta fascinación por la temática surrealista y por la figuración del ya famosísimo pintor de Figueras. Pinturas como Masturbació de 1934 así lo confirman. No cabe duda que, por entonces, Lamolla utilizaba la pintura como una vía de exteriorización de la psique interior. Incluso a lo largo de toda su carrera no ha dejado de haber un poco de todo aquello que permitió a sus amigos Enric Crous y Manuel Viola relacionarlo con el automatismo. Las noticias de un arte surrealista incipiente procedentes de Francia llegaban a través de muchas vías, exposiciones y publicaciones. Sin ir más lejos, en las páginas de Art pudieron leerse poemas de Tristan Tzara, André Breton o Paul Éluard, además de imágenes de obras de Man Ray, Max Ernst, André Masson, Yves Tanguy, Hans Arp y su discípulo Kurt Seligmann, tan emparentados estos dos últimos con el organicismo de otro presente en esta publicación: Ángel Ferrant, muy influyente en Cristòfol así como en las breves aventuras volumétricas de Lamolla y en la triada escultórica catalana conformada por Eudald Serra, Ramón Marinel·lo y Jaume Sans. Resulta aventurado atribuir el surrealismo de Lamolla y sus colegas catalanes a una simple devoción por Dalí, así como reducir las investigaciones plásticas de la “vanguardia” española a la importación de contenidos foráneos. Por otra parte, debo reconocer que soy contrario a hablar de un surrealismo español, al menos directamente y sin antes advertir las divergencias y las condiciones especiales de la España republicana, un tema que requiere una gran extensión para abordar una importante investigación ya iniciada por muchos expertos como Jaime Brihuega, Juan Manuel Bonet, Vittorio Bodini, C. B. Morris, Lucía García de Carpi, Emmanuel Guigon, Manuel Pérez-Lizano Forns,  etc.

Antoni Garcia i Lamolla, sin título, óleo, 1935, MNCARS

            Lo primero a tener en cuenta al respecto es la corta carrera sesgada de muchos de sus protagonistas (González Bernal, Federico Comps, Nicolás de Lekuona, Alfonso Olivares, etc.), por una temprana muerte o por los mismos acontecimientos políticos, los cuales obligaron a muchos de los que sobrevivieron a replantearse de camino al exilio sus carreras artísticas y sus vidas en general, aunque es cierto que muchos aquellos que mostraron una mayor adhesión al surrealismo lo hicieron en sus últimos años en España y luego en el extranjero, sobre todo aquellos que emigraron a Centroamérica como Remedios Varo, Esteban Francés (estos dos lo hicieron poco antes a Francia, donde encontraron el grupo de Breton. Ambos ya habían entablado amistad  con Óscar Domínguez y Marcel Jean en 1935 en Barcelona, encuentros materializados en una pequeña serie de cadáveres exquisitos, algunos de los cuales experimentando por ver primera en esta modalidad automática con la técnica del collage) y los hermanos Fernández Granell o el andaluz Federico Castellón, instalado desde 1934 en Nueva York, además del propio Manuel Viola, quien participó antes de entregarse al tachismo y la abstracción lírica en el grupo La main à plume, prácticamente anónimo por las circunstancias del momento, dado que esta revista de resistencia surrealista se publicó durante la ocupación nazi de Francia. Muchos de los que asumieron el lenguaje de Dalí durante los años treinta -pintor que al estallar la Guerra Civil española poco tenía que ver ya con el grupo de Breton-, buscaron nuevos derroteros, tanto en el extranjero como en el caso de Óscar Domínguez, como en la España franquista como José Caballero. Otros como Ángel Planells o Artur Carbonell se mantuvieron fieles al lenguaje figurativo daliniano hasta el final de sus carreras, pero muy alejados de un auténtico compromiso surrealista con la realidad. En el caso de Lamolla y a pesar de las apariencias, con motivo de su exposición en Madrid a finales de 1935, el crítico Manuel Abril ya elogió su obra “suprarrealista” precisamente por evitar los excesos de la “sexualidad freudiana”, la escatología y los “snobismos”. 

            No obstante, a esta primera delimitación debemos añadir la depuración generalizada a la hora de adoptar los lenguajes plásticos procedentes de París relacionados con el surrealismo. La posibilidad de un “arte surrealista” condujo a buena parte de los surrealistas a un debate abierto desde finales de 1924, establecido entre Max Morise y Pierre Naville (el surrealista más comprometido con la causa comunista en estos primeros año de consolidación del grupo oficial del Breton) por una parte y, por otra, Robert Desnos junto con algunos de los artistas del grupo como André Masson, Pierre Roy, Tanguy, Malkine, Miró, etc., hasta que el tema quedó zanjado con la publicación en 1928 del ensayo del líder del grupo André Breton Le surréalisme et la peinture, donde defendía la posibilidad de un arte surrealista siempre que trascendiese los intereses meramente artísticos para alcanzar la poesía y el compromiso revolucionario del movimiento, hecho que fue respaldado en 1930 por otro ensayo, esta vez de Louis Aragon a raíz de una exposición de collages en la Galería Goemans de Paris organizada por los surrealistas: La peinture au défi. Por el contrario, a España llegaban las noticias de un arte surrealista ya conformado; el surrealismo se presentaba más como un movimiento artístico y literario que como una postura revolucionaria, sobre todo en los años treinta. Y cuando esta última cuestión salía relucir, los artistas españoles tendían a proteger su independencia y su libertad de expresión. Quizás esta situación dote de contenido al término “suprarrealismo” o “superrealismo” referido habitualmente por entonces, y lo diferencie del “surrealismo” aprobado poco después por el mismo Breton como la mejor traducción de “surréalisme”, a pesar de tratarse en el fondo de conceptos contrarios (pues es éste uno de los pasajes más ilustradores del comportamiento dialéctico del surrealismo). Es el caso de la posición adoptada por el mismísimo poeta J. V. Foix, por el crítico Magì A. Cassanyes, y por los pintores catalanes más cercanos a Dalí como Ángels Planells, tal y como documenta Lucía García de Carpi en el catálogo de la exposición aquí comentada. Esta cómoda asunción de los lenguajes plásticos del surrealismo como exploración del subconsciente y exaltación de lo onírico sin compromisos mayores, ya fue denunciada en 1930 por el zaragozano Juan Ramón Masoliver en su artículo “Posibilitat i hipocresía del surrealisme d’Espanya” en el número del Butlletí de l’Agrupament Escolar de l’Academia i Laboratori de Ciences Mediques de Catalunya dedicado al Surrealismo (n. 7-9), incluyendo en sus argumentos a Mirò sin ir más lejos. Precisamente, seis años después Cassanyes presentó la exposición logicofobista (con la presencia de Artur Carbonel, Leandre Cristòfol, García Lamolla, Ángel Ferrant, Esteban Francés, Ramón Marinel·lo, Joan Massanet, Maruja Mallo, Ángel Planells, Jaume Sans, Remedios Varo y Juan Ismael) libre de las militancias del surrealismo, incluso por encima de este movimiento ya internacional, a pesar de los ánimos de sus compañeros en esta exposición Remedios Varo, Esteban Francés, Manuel Viola (quien reaccionó en el catálogo de la exposición logicofobista ante las declaraciones de Cassanyes, identificando el logicofobismo con el surrealismo por trabajar ambos con la poesía al margen de los intereses artísticos) y Llamolla, convencidos de estar fundando un grupo surrealista catalán desde la visita a Barcelona del poeta surrealista Paul Éluard en el mes de enero de ese mismo año.


Antoni Garcia i Lamolla, sin título, óleo/ tela, 1935

            A pesar del fuerte compromiso de los más comprometidos –y no es el caso de Lamolla precisamente-, el entendimiento del surrealismo por parte de ellos distaba significativamente de su origen francés. Así por ejemplo, Manuel Viola lo definía como un triunfo de la subjetividad sobre la objetividad de las vanguardias anteriores (por ejemplo en “Plástica”, Art nº 5), sin mencionar la importancia del objeto en los argumentos tanto de Breton como de Dalí, es decir,  ni el azar objetivo hegeliano ni el psiquismo del método paranoico-crítico, aunque quizás la realidad literaria profunda de este método condujese a representantes catalanes atraídos por el surrealismo como él, a elevar la importancia de la subjetividad y su identificación con la poesía. Incluso a finales de la década de 1930, Esteban Francés se mantuvo al margen de los debates políticos del surrealismo según afirma su estudioso Thomas Windholz en el catálogo publicado con motivo de la exposición antológica que la Fundación Eugenio Granell le dedicó en 1997.   
            Con estas aclaraciones no deseo ofrecer una visión empobrecida del panorama vanguardista español de entreguerras, sino todo lo contrario. No creo que España produjese una vanguardia propia, ni con el ultraísmo, ni con un supuesto surrealismo español, ni con los intentos del uruguayo Torres García de conformar un grupo “constructivista” en Madrid porque, coincidiendo con la opinión de autores como Philippe Sers o Giovanni Lista, entiendo por “vanguardias históricas” una serie de movimientos comprendidos entre 1909 y la II Guerra Mundial, caracterizados por haber trascendido las preocupaciones meramente artísticas y literarias para alcanzar un proyecto global, compartiendo todas ellas en este cometido su preocupación por una actualización necesaria de la sociedad respecto a las modificaciones sustanciales que la industria había ejercido sobre la naturaleza, encontrando para ello en la mayoría de los casos sus modelos en los movimientos sociales. Se trataba de reaccionar ante la alienación actual general y, en este aspecto, aun sin haber llegado a conformar movimientos de proyección nacional o internacional, algunas entidades artísticas españolas del momento ofrecieron grandes avances con gran dinamismo: los intereses pedagógicos de Torres García y sus diseños de juguetes basados en principios estéticos universales, lo mismo que Ángel Ferrant en torno al dibujo y los objetos, manteniendo una postura muy alejada de la idea de la genialidad artística o de un arte hecho por unos pocos, tan constante en el egocentrismo comercial de Dalí. Los ecos de Ferrant resonaron en el interés constante por los objetos naturales y los desechos industriales de la primera escuela de Vallecas, de donde se desprendieron artistas tan valiosos como Maruja Mallo, Benjamín Palencia o el escultor Alberto.     
            Para cuando en España se generalizó la renovación de los lenguajes plásticos, la vanguardia europea ya no investigaba nuevas corrientes a modo de escuelas, sino redes lo suficientemente amplias como para trabajar en una incidencia social más inmediata, hasta crearse dos plataformas básicas: el surrealismo y el constructivismo, ya sea éste último en forma de arte concreto occidental o de funcionalismo, propio más bien de la ya entonces diferenciada a nivel cultural Europa del Este. Y no siempre estas dos corrientes generales estuvieron enfrentadas. Representantes como Hans Arp, Kurt Seligmann o Alexander Calder, con toda la influencia que ejercieron en nuestro país, se mantuvieron entre estas dos tradiciones, las mismas que en la década de 1920 se reunieron en movimientos del este y centro de Europa como es el caso la vanguardia polaca, del maísmo húngaro, del zenitismo yugoslavo o del poetismo checoslovaco. Esta misma comunión entre poesía y el racionalismo de la construcción, pudo apreciarse en el espíritu que animó ADLAN, la publicación A.C., la canaria Gaceta del Arte y evidentemente Art, así como el talante de personalidades tan carismáticas como Ángel Ferrant, Eduardo Westerdahl, Tomás Seral y Casas, Enric Crous o Leandre Cristòfol, aun sin una declaración explícita al respecto como sí ocurrió en los casos de la vanguardia húngara con Lajos Kassak o Ernst Kàllai, en Polonia por ejemplo con Karol Hiller, y en Checoslovaquia con Karel Teige y Viteszlav Nezval (para esta comparación debemos tener en cuenta una vez más la corta vida de la “vanguardia” española)
            Queda claro que, si bien no podemos englobar a todos en esta consideración ni mucho menos, el compromiso por cuestiones que trascendían la mera producción artística y profesional, prevalecieron y animaron a muchos de los máximos representantes de la vanguardia española del momento, ya fuese por intereses pedagógicos, políticos o simplemente sociales, aunque no bastaron para crear una vanguardia propiamente dicha. Estos impulsos debían proceder por otras vías que sustituyesen las aspiraciones utópicas de las vanguardias foráneas, y creo que, en buena medida, aunque sin querer por ello incluir a todos sus representantes, los mismos movimientos sociales tiene mucho que decir al respecto en el ejemplo peninsular. El anarquismo ya proporcionó los medios propagandísticos a los futuristas italianos que, en su mayoría, habían militado en sus filas durante sus años de juventud. A partir de esta primera vanguardia, tras la Gran Guerra sobre todo, las siguientes buscarían aliados en el ámbito revolucionario con quienes compartir sus programas sociales, como es el caso del futurismo y del suprematismo rusos, y del constructivismo y el productivismo soviéticos, del poetismo y el artificialismo checoslovacos, del dadaísmo de Berlín, del maísmo húngaro, del zenitismo yugoslavo, del surrealismo, etc. Quizás la enorme fuerza y pervivencia del comunismo libertario y del anarquismo en España, creó un marco peculiar en el panorama de las vanguardias europeas que, entre otras cosas, propició esa comunión entre el racionalismo constructivo y la libertad expresiva del surrealismo, antes de generalizarse el realismo de tipo social, sobre todo en base al fotomontaje, la ilustración gráfica y el cartel propagandístico. Autores como Ramón Acín, Ángel Ferrant, Alberto, Francisco Mateos o Santiago Santana, no necesitaron adoptar literalmente los objetivos sociales de los movimientos de vanguardia, porque para ello ya poseían previamente sus compromisos políticos o sus inquietudes docentes, y éste es el caso de Antoni Garcia i Lamolla (hay que tener en cuenta que junto con Crous y Cristòfol entre otros, creó en Lérida en 1936 la Agrupación de Escritores y Artistas Sociales con el fin de apoyar la causa de los trabajadores y de hacer frente a la amenaza fascista), cuyo compromiso libertario es revelado de manera extensa por primera vez, por esta nueva exposición itinerante celebrada en este año 2011, tanto la adoptada durante la contienda civil como en los años de exilio en el sur de Francia, sobre todo de la mano de Jesús Navarro Guitart y del inédito y relevante artículo que ha dedicado a esta importante vertiente de nuestro pintor, añadiendo además su labor protectora del patrimonio histórico-artístico en Lérida junto con Enric Crous, así como hizo Josep Renau a nivel nacional. Debemos tener en cuenta que, si bien los principales estudios dedicados a Lamolla no han abordado esta importante vertiente, tampoco ha sido anteriormente mencionada por los principales aunque escasos trabajos consagrados al compromiso político del arte en aquel periodo, por ejemplo por la obra más importante en esta materia, Arte y compromiso. España 1917-1936 de Arturo Ángel Madrigal Pascual (Fundación Anselmo Lorenzo, Madrid, 2002).

Ilustración de Antoni Garcia i Lamolla para el nº2 de la revista Inquietudes de las Juventudes Libertarias, 1947 


            No sólo resulta destacable este descubrimiento por el conocimiento de la carrera artística de Lamolla, también amplía significativamente la posición de la vanguardia española de los años treinta, y puede desvelar matices importantes en el arte de otros artistas que han cultivado lenguajes cercanos al surrealismo y que en cambio no se han comprometido directamente con los principios básicos de este movimiento, aunque sí han participado en diversas actividades culturales libertarias. Por sus tempranas defunciones pudieron demostrar unas imbricaciones más consistentes entre su plástica y sus compromisos sociales, como es el caso en Zaragoza de González Bernal y Federico Comps, aunque también la de aquellos cuyas militancias políticas se vieron frustradas por la derrota de la República Española ante los golpistas y la indiferencia de las restantes democracias europeas, y el posterior exilio, como es el caso de los escultores Eleuterio Blasco Ferrer y el zamorano Baltasar Lobo, de quien hemos tenido recientemente el lujo de disfrutar en el Paraninfo de la Universidad de Zaragoza, de sus magníficas esculturas femeninas realizadas en su mayoría en París bajo el influjo principalmente de Henri Laurens.


Antoni Garcia i Lamolla, El signo de la Cruz, óleo, 1942


         Retomando el lenguaje surrealista, el compromiso de Lamolla con un buen número de publicaciones libertarias durante la Guerra Civil (AcraciaEsfuerzoRutaFaro, etc.) y durante el exilio (España LibreInquietudesCNTRutaCenit, etc.), siempre sin perder su singularidad iconográfica y estilística, alumbra la posibilidad de nuevas relaciones entre surrealismo y comunismo libertario en España, mucho antes de la colaboración de los surrealistas oficiales de París en Le Libertaire entre 1951 y 1953, momento en que Breton descubría las teorías de Fourier acerca de las pasiones del hombre. Pero más allá, gracias a esta exposición, Lamolla ha pasado a ser el mejor ejemplo fáctico (recordemos el título de su última exposición: Lamolla Espejo de una época) de cómo la libertad expresiva y la investigación de nuevos lenguajes plásticos por vías psíquicas, no están reñidas con la toma de conciencia y el compromiso social, incluso en momentos tan difíciles y urgentes como aquéllos que le tocaron vivir. Es como si las dos vertientes del anarquismo en el arte, aquella del compromiso de Proudhon y Courbet y la de la autonomía del artista defendida por ejemplo por Oscar Wilde, se reconciliasen en una nueva síntesis, de la que también participaron indirectamente y desde el Reino Unido los intereses pedagógicos de Herbert Read. Incluso gracias a la labor de Lamolla podemos afirmar que ambas facetas colaboran mejor juntas que aisladas, bajo un mismo proyecto de liberación. A un mismo tiempo, este pintor catalán fortalece los escasos ejemplos de otros artistas que también han alcanzado esta certeza (Alberto, Acín, Comps, González Bernal, etc.), frente a la insistencia por parte de diversos sectores interesados -algunos opuestos entre sí- en la incompatibilidad entre ambas, como si la libertad expresiva fuese paradójicamente patrimonio del laissez-faire del mercado capitalista, el mismo que expone la investigación estética al mejor –o peor- postor.   


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