Exposición “Piedra Papel Tijera” de Pedro Avellaned en la Diputación de Huesca (24 de mayo – 16 de julio de 2013) y en Museo de Teruel (26 de julio – 15 de septiembre de 2013)
Manuel S. Oms
Pedro Avellaned, Memoria íntima, 2001
Esta
cristalización sorda y multiforme del
pensamiento,
que escoge en un momento dado
su forma.
Hay una cristalización inmediata y
directa del
yo en el centro de todas las formas
posibles, de todos los modos
del pensamiento
Antonin Artaud, El
ombligo de los limbos, 1925
Existe
un perfil creador de artista muy propio del siglo XX que rodea incesantemente
los entresijos de su ego. Ahora podrían pensar ustedes que este insistente y pesado
historiador de los mitos de la contemporaneidad –según la tarea que nos legó el
joven Hegel y que yo he aceptado como un reto personal, profesional y en
definitiva vital-, va a retomar aquel concepto -viejo ya- de las “mitologías
individuales” que dieron título a la Documenta de Kassel de 1972 y que aglutinó
de manera dispar y poco sustentada, un gran amasijo de artistas que, más que
mesías, enviados o simplemente egoístas, se presentaban perdidos en un espacio
blanco, aséptico y carente de referencia alguna.
La Santa Negación
No, no
creo en las categorías temáticas ni en el afán positivista y puerilmente
clasificador (dado que la necesidad taxonómica de la conciencia, de naturaleza
fenomenológica, nos resulta de gran admiración por ser la prueba palpable de la
inexistencia de unas fronteras perceptibles de la división infantilmente
burguesa entre la conciencia y la subconsciencia) por el que, en verdad, algunos
de los historiadores más formalistas –o simplemente “malos” en el amplio
sentido de la palabra- desean justificar sus vacuas titulaciones y honores
asegurándose un lugar en el reducido limbo de las instituciones artísticas –
aquellas seguras de contar con la potestad de decidir qué es arte y qué no lo
es.
Y no. Me
niego a admitir que autores como Pedro Avellaned pertenezcan a un saco
heteróclito de artistas encerrados en sus burbujas, con su mundo y sus juguetes,
con sus cortas obsesiones… No dudo que no los haya, y quizás se refieran con
ello a aquellos que evitan el esfuerzo de la investigación para arrimarse a las
instituciones y atajar el camino de sus ambiciones que, en ningún caso, son
compartidas por creadores de la talla de Pedro Avellaned. Tratar del “sí-mismo”
es una tarea lo suficientemente difícil y vertiginosa como para degradarla de
este modo. Max Stirner, filósofo alemán post-hegeliano de mediados del siglo
XIX e inspirador de buena parte de los creadores que corresponden al perfil que
aquí deseamos tratar en relación a Avellaned, ya advirtió que no sólo Dios ni
la Humanidad, sino también el concepto de “yo” (aun en mayúscula en inglés),
son excesivamente estrechos como para enfundar la infinitud de “mí”, cuya
existencia nada puede justificar.
Y de nuevo debo iniciar un párrafo con otra negación
tajante: no han sido aquellos teóricos de marmita político-social
auto-considerados herederos de Stirner como John Mackay, Benjamin R.
Tucker o Émile Armand (más relacionados con
románticos norteamericanos como Whitman o Thoreau), los que han
desarrollado semejante tarea desde un punto de vista cognitivo, sino aquellos creadores,
especialmente artistas plásticos que tras las primeras re-ediciones del Único y su propiedad de 1882, 1893 y
1899 (la primera de 1944, pronto eclipsada por las críticas que Marx y Engels
volcaron contra ella en La Ideología
Alemana), se engarzaron en una frenética carrera por desvelar los
verdaderos mecanismos cognitivos y productores de la conciencia y de toda su
inmensa complejidad, siempre en relación con su entorno, para lo que antes
tuvieron que desentramar las mistificaciones que entrañan la
institucionalización dieciochesca del Arte y sus verdaderos trasuntos
económicos.
Mientras el sujeto futurista era indefinido y referido en
cierta manera como una idea abstracta uniformadora, los dadaístas que
trabajaron en Nueva York durante la Primera Guerra Mundial (entre ellos precisamente
Alfred Stieglitz y Man Ray, pioneros en la fotografía experimental), comenzaron
a trabajar a partir de sus propias disposiciones frente al eterno dilema
tradicional del arte representativo y de su modelo natural –la mariée, la bailarina, la línea de
horizonte-, inspirados por el vacío que Max Stirner abrió en la gran fisura
central de la estructura interna de la conciencia que es, nada más y nada
menos, ella misma y los misterios que encierra (de hecho, Stirner es
considerado el principal precursor de la “filosofía del inconsciente” de Eduard
von Hartmann, 1869), así como los dadaístas alemanes encontraron en el Bebuquín o el milagro de los dilenates
de Carl Einstein y los franceses en el Culto
al Yo de Maurice Barrès, una inspiración no para un repliego romántico
sobre sí mismos, sino para esta necesaria tabla rasa.
El
Absoluto o la Nada Interior
¿Quién dijo que la fenomenología de Hegel es
unidireccional? ¿Cómo pudo él mismo entender entonces retrocesos estéticos
hacia la técnica, tan inverosímiles como el realismo nórdico del Renacimiento y
del Barroco? Recular hacia el en-sí desde
el para-sí es hoy por hoy un empeño
arduo de especulación, reflexión e investigación. ¿Cómo se puede denigrar todo
este esfuerzo bajo el simple egoísmo del que la mentalidad burguesa es presa,
relegando al individualismo los mitos logrados, los cuales pertenecen por
derecho propio al conjunto de la modernidad? Quizás la cultura institucional
desee no trascender este individualismo de campiña y parcela de fin de semana
que impida a las verdaderas manifestaciones culturales del actual estado
económico, emerger con la fuerza suficiente hacia la constitución de una
auténtica mitología del cambio hacia estructuras superiores. Porque la
diferencia de los creadores que pertenecen a este perfil que aquí analizamos,
con los artistas individuales que tan sólo representan sus casitas campestres a
los que acuden sábados y domingos en coche para pasar el resto de la semana
cerca de las instituciones (recuerden que hablamos constantemente en sentido
figurado), radica en que aquel valiente y sincero retorno al en-sí de su conciencia viene siempre
acompañado de una liberación paralela del en-sí
de los objetos que le rodean, necesario para rescatarlos del dominio de la
mercancía que los hace inaprehensibles aunque abstractamente conmensurables. Sobre
todo y en último término, algo queda bajo esta realidad (el Kant que resta tras
Hegel) que nos alivia enormemente como una válvula de escape que garantiza el
devenir de la conciencia si de verdad ésta es definible: el noumena. ¿Qué estará ocurriendo ahora
mismo en Australia?, ¿en el apartamento justo debajo del mío?, ¿en el lado
oculto de la luna…? En definitiva ¿dentro de nosotros mismos?
Este retroceso es destructivo, acaba con las viejas
ficciones impulsado por una sed ciega de verdad. “Destruir las ruinas mismas
para crear un mundo nuevo” que diría el Père Ubu de Alfred Jarry, el “ni
siquiera quiero saber si ha habido hombres antes que yo” del Descartes de Tristan Tzara, la “Letzte Lockerung” o disolución final del Doctor Serner, etc. Con todo
ello no sólo se lograba destruir las antiguas formas, no por mera superación
sino como una necesidad para actualizar la expresión a la nueva realidad
circundante. También se revelaba la materia en estado puro. Se sentía la
necesidad de volver a tomar conciencia de ella y rescatarla del idealismo y de
sus formas que la apresan, tal y como hicieron los renacentistas con el óleo
con el fin de extraer de ella todo su jugo: el interés de Paul Valéry por
Leonardo da Vinci, o de Max Ernst por Botticelli en su búsqueda de precedentes
de sus automatismos plásticos, así como el Miguel Ángel homenajeado por Pedro Avellaned
en su serie Memoria íntima (2001) y
que encontraba las formas en la materia bruta antes de esculpirla. Es así, con
la liberación de la conciencia y de los objetos de los anteriores aparatos
ideológicos a través de un zambullido en la nada de uno mismo, como se recupera
el arte como medio de conocimiento de la realidad circundante mientras se
libera de la sequedad de las obras acabadas, de las quietud ficticia de los museos,
de su idealismo… Sólo desde este punto de inflexión comienza a fluir como un
enlace -necesario y primevo incluso- entre la conciencia (con todo el vacío que
ella conlleva, insisto) y su exterior objetual inaprensible. Es en ese momento
preciso cuando nos percatamos de que las cosas no siempre han sido como
creíamos que eran, y cuando las esencias se transfiguran en accidentes dotados
de un principio y un final. Es entonces cuando nuestro vacío deja de ser el
centro del Universo paradójicamente, con el fin de devenir la entelequia de
algo que tan sólo podemos conocer por inconsistentes instantáneas fotográficas
a pesar de gobernar de manera impune: la materia, tal y como le ocurrió a la
humanidad y por ende al planeta que habita. ¿Acaso el resto de los planetas no
son también simples pedazos de tierra, excesivamente gruesos quizás?, ¿o por el
contrario no han traspasado todavía la categoría del polvo cósmico? Ya no
resulta tan extraño que Cioran ansiase para sí la solidez del guijarro.
Así como Hölderlin y Hegel son necesarios para aprender
el materialismo histórico de Marx, estas indagaciones resultan oportunas antes
de abarcar las problemáticas sociales si queremos conservar antes el sustrato
fenomenológico que las sustentan. Sin ellas no podemos entender nuestra
alienación frente a la mercancía, ya que, tal y como advertí en otra ocasión
(concretamente en mi tesis doctoral El
collage, cambio esencial en el arte del siglo XX, 2007), esta enajenación
de naturaleza histórica enmascara la alienación fenomenológica que Hegel define
tanto en su Introducción a la Estética
como en su Fenomenología del Espíritu.
Yo mismo, en tanto historiador que a fuerza de sacrificar su bienestar
económico ha podido elegir sus propios temas de investigación –aunque siempre
sugerido y animado por sus profesores y colegas de profesión-, he conseguido
experimentar esta evolución desde el estudio monográfico del grupo artístico y
literario Ecrevisse, hasta las
relaciones entre el anarquismo y la vanguardia española (1909-1939) pasando
antes por la naturaleza económica y social del collage en tanto que fenómeno
histórico. Mucho más experimentado que yo, Pedro Avellaned, con su última
exposición, me ha recordado que en este recorrido que hoy abordamos de manera
inversa a la cultura burguesa desde el existencialismo adolescente (tanto el
cristiano como el ateo) hacia una nueva mística materialista, nunca debemos
olvidar las primeras inmersiones en el vacío de esas entelequias que conforman
nuestro interior, con el fin de no perder jamás de vista la objetividad que
sustentan esta evolución hacia la madurez social, y en cuya dirección el
estatismo del sistema capitalista que gobierna es incapaz de dar ni un solo
paso adelante, sino todo lo contrario, hacia una inmadurez que ya en un
principio nació marchita y envejecida, si en verdad aceptamos el pensamiento
político y epistemológico de Max Weber. Estas primeras inmersiones son
necesarias antes de abrazar aquella “belleza revolucionaria” de la que nos hablaba
Louis Aragon acerca de los fotomontajes de John Heartfield y de la que también
es susceptible los trabajos que Josep Renau realizó en México y en la República
Democrática de Alemania. Aún profundizando e indagando todavía más en su
estadio previo, Pedro Avellaned sí comparte con ellos -sin duda- un hecho muy
significativo, y es éste el de trabajar desde y con la reproducción.
La
reproducción de la nada
Semejante
necesidad de destrucción primera se debate entre la representación, mas todavía
no en la construcción. La máxima de Marx de que el mundo debe ser transformado
y ya no explicado (undécima tesis sobre Feuerbach), obliga a este deambulo
previo que sólo encuentra salida cuando desiste de su empeño. Se trata del
“desatar los nudos de mi cerebro antes de ponerse a trabajar” de Avellaned
(Catálogo de Avellaned en La Posada del Potro de 1989, recogido en el catálogo Cuarto de siglo, 1995), o de su “cierro
los ojos. No veo nada. Imagino…” (“Luz y Perro”, recogido en los catálogos Cuarto de Siglo y Retratos, 1995), que tan bien expresó Buñuel con su ojo rasgado
(véanse los rayogramas de Avellaned Nubes
de algodón de 2009). El precio a alcanzar es el de la libertad. Aquella
libertad amarga que nuestro autor pone en boca de Artaud y que no es más que el
vacío del yo. Tras ello sólo queda el devenir, el cual sólo puede encontrar la
muerte como única referencia tras el nacimiento: “Solamente la muerte vendrá
pero tampoco cuando la llames” (Cuarto de
siglo, 1995). La representación de Avellaned devuelve la perspectiva desde
la mimesis hasta la puesta escenografía, tal y como le corresponde en la
tratadística de Vitruvio. Es el nexo entre la fotografía, el teatro al que se
entregó muy activamente en los años sesenta, y las restantes posibilidades
expresivas cuya interdisciplinariedad asientan las bases de la síntesis
propiciada por sus collages (desde la interdisciplinariedad hasta la
transdisciplinariedad): cartulina, papel, fotografía, solarizaciones,
rayogramas, kinésica y cinematografía, tipografía y texto, etc., parecen
rastrear la sagrada sinestesia, verdadero motivo de la alquimia del simbolismo
decimonónico y de la vanguardia histórica. Es cierto que estas sinestesias
están presentes en los fotomontajes o fotocollages de los dadaístas alemanes,
sobre todo en los de Raoul Hausmann, Johannes Baader, Hannah Höch y Kurt
Schwitters. Pero si en ellos primó una voluntad por abrir las investigaciones
más allá de los marcos de la producción, en la obra de Avellaned este
movimiento centrífugo se repliega en otro inverso, centrípeto hacia un yo vacío
y representado por otra generación de creadores fotográficos como si de un gran
agujero negro cósmico que todo tritura se tratase, quizás aquella inaugurada
por los constantes autorretratos de Claude Cahun y La poupée de Hans Bellmer (1936) y que alcanza los fotomontajes
atormentados de Pierre Molinier. Estos últimos autores citados son los que
configuran ese perfil de creador al que me refería al inicio de este artículo,
quienes como Avellaned, a pesar de haber trabajado incesantemente con su cuerpo
o con sus objetos de deseo y obsesión (la muñeca de Bellmer y el sexo contrario
en Cahun y Molinier), y de haber demostrado ser grandes investigadores en
multitud de registros, siempre se han mantenido al margen de la gran
expectación y audiencia, como si éstas pudieran robar su tiempo y, lo que es
peor, contaminar la pureza de sus constantes búsquedas de la materia a través
del deseo, consistente en ese mismo materialismo que obligaba a representantes
del movimiento Documents y Acéphale como Georges Bataille o Michel
Leiris, a reformular constantes referencias sobre su propia experiencia, o que
animaba a Pierre Klossowski a concebir el pensamiento como la construcción de
un cuerpo desnudo a partir de los fragmentos fotografiados, por ejemplo, por el
fotógrafo surrealista Jacques-André Boiffard.
Esta
dualidad entre el retrato y la representación del objeto de atracción, unifica
las dos vertientes más cultivadas por Pedro Avellaned: el retrato y la “manipulación
de la imagen”, si aceptamos la división establecida por su estudiosa Vicky
Méndiz y coincidente con la opinión del propio Avellaned. Él mismo ha
reconocido la carga autorretratística no sólo de sus collages, sino también y
paradójicamente de su serie de retratos por el propio procedimiento empleado,
sobre todo en la elección de los modelos. Al no tener que realizarlos por
necesidad económica sino por diversión y autosatisfacción, siempre hay algo en
ellos que le llama la atención: afinidad, proximidad, simple belleza física,
familiaridad, misterio, etc., lo que sobre todo incumbe al primer paso creativo
que es la selección de un motivo y que encuentra un primer paralelo con el
collage en el encuentro más o menos fortuito con los materiales a emplear. Con
ello, en relación con el retrato y el autorretrato, Avellaned identifica la
conciencia con el objeto de atracción, tal y como ocurre con el maestro en las
técnicas experimentales fotográficas, –Man Ray-, cuando afirmaba abiertamente
en una entrevista de 1975 para Lucerne
que “todo lo que hacía era un autorretrato”. Es en este momento cuando estalla
el momento extático de la mística, un fogonazo de felicidad, el aplauso de la
idea (expresión que solían emplear el Ecrevisse para sus máquinas), tan fugaz
como los instantes captados por la fotografía y puestos en movimiento mecánico
por una de las materializaciones más fieles del pensamiento: el cine.
Por todo
ello la reproducción es entendida por Pedro Avellaned desde la representación y
al revés: la representación que nunca traspasa inunda las entrañas de la
reproducción fotográfica. De hecho, es éste el sustrato clásico de sus
producciones, especialmente visibles en la lírica de sus composiciones basadas
en la simetría respecto a un motivo central, y cuyas disposiciones rememoran la
vieja heráldica y la blasonería, porque a pesar de estar sujeto a esta
constante maquinista que otorga a sus composiciones fotográficas y heteróclitas
(en las que lo real es la fotografía y la fotografía lo real, logrando así
mezclarlo con lo imaginario y viceversa, tal y como él mismo afirma), la
representación en su caso no va de la mano de la mímesis y conserva el ánimo
mecánico pre-aristotélico por el que en las antiguas tragedias se sucedían los
hechos: de manera azarosa y mecánica, es decir, por la intervención divina, la
misma que preside su collage La mano que
señala es una mano/ máquina de 1993 (sin duda identificada con la de Pedro
en este ejemplo y de este modo con el proceso constituyente de la obra), y que
en la Antigüedad se resolvía mediante el uso de poleas y grúas tal y como
denunció Aristóteles en su Poética. El
teatro del absurdo que él mismo trabajó en su juventud en la dirección del
Grupo 29, recuperó y extendió este automatismo en la contemporaneidad por
encima de la totalidad de las unidades narrativas que sucedieron a Aristóteles.
En este sentido las máquinas en sus collages, confundidas con lo orgánico y
visceral del cuerpo humano, guardan la frialdad y magnitud del arcaísmo y la
inmadurez histórica. La representación en su caso es puramente teatral. Se basa
en una mecánica puesta en escena que ansía el organicismo de la vida. Tan sólo
se aproxima a él torpemente, a ciegas desde el momento que detenemos el devenir
del tiempo y perdemos las referencias exteriores por encontrarlas repentinamente
aparentes y ficticias. Ahora son sustituidas por las constantes que establecen
los mecanismos de manifestación presentes también en los pioneros fotomontajes
de los dadaístas berlineses, aunque con ambiciones diferentes tal y como hemos
señalado más arriba: La exteriorización ya no se produce hacia el exterior de
la obra, hacia la realidad de la que proceden los fragmentos y los motivos de los
collages, sino hacia la expectación. Más bien encontramos un primer precedente
evidente para este tipo de collages, en aquellos fotomontajes realizados por
Eli Lotar para ilustrar el teatro Alfred Jarry fundado en 1926 por Antonin
Artaud, Roger Vitrac y Robert Aron, y cuyos fondos eran neutros como el negro
de las producciones de Avellaned.
La
representación de nuevo es mecánica, forzada, fuertemente gesticulada e
imposible para la continuidad orgánica. ¿Acaso podría ser de otro modo si de
verdad queremos liberarnos de nuestro cálido pero estrecho y aparentemente
seguro habitáculo que nos resguarda y nos impide ver?, pues es ésta la
verdadera aportación del teatro tal y como la entendió Artaud: una catarsis o
fuerte sacudida hacia el exterior de uno mismo, como una estridente palmada en
la espalda que trata de aliviar un fuerte ataque de tos tras averiguar que la
bendición no es capaz de hacerlo. Sus collages, aunque poco a poco han ido
incorporando imágenes de fuentes diversas y exteriores a él, se nutre de sus
propias imágenes captadas en anteriores retratos y autorretratos, y no sólo de
estos motivos que aúnan su propia carcasa con sus obsesiones en una atracción
fenomenológica que ansía la síntesis, tal y como suponen sus fotografías en
referencia a los elementos dispares y confrontados en ellas. También anteriores
experiencias técnicas y cinematográficas, otras más próximas a lo que Lazlo
Moholy-Nagy entendía como “plástica de la fotografía” (aunque Avellaned no crea
a estas alturas que ésta pueda sustituir a la de la pintura como sí esperaba
este autor húngaro de la vanguardia histórica): contrastes, solarizaciones,
rayogramas, coloraciones, etc. , como instantes que conforman la memoria que
produce el primer collage de la vida y que viene a confundirse con ese otro
collage histórico que establece la fragmentación constante de nuestra
contemporaneidad, de la información siempre parcial y de la mercancía aislada
tras los escaparates, la misma que sucede en sus películas de los años sesenta
y setenta y en aquellas en las que participó como actor, así como en sus
recientes video-creaciones y en sus infografías, y que constantemente remiten
al propio proceso creativo, desde el cuchillo solarizado de 1970 que, además de
abrir su carrera como ilusionista fotográfico, parece anunciar los collages
posteriores: “El cuchillo de mi memoria apuñala mis sentidos una y otra vez. La
memoria son imágenes. Quiero dar imágenes a la memoria” (“Construir imágenes e
libertad”, catálogo de exposición individual en la Posada del potro de 1989,
recogido en Cuarto de Siglo, 1995).
También lo vemos en la mano creadora que aparece en numerosas ocasiones, quizás
donde más evidente en su serie de cuatro piezas “Suite silencio” (1982),
identificada a su vez con la presencia divina y las constantes mecánicas de La mano que señala es una mano/ máquina
de 1993.
La
creación o la puesta en escena
Lo curioso de esta firme sujeción a la representación
desde la reproducción como algo intrínseco del disparo fotográfico, es que se
mueve dentro de la contradicción. Siendo joven y paradójicamente dos años antes
de iniciar su carrera como “collagista”, reafirmaba en un artículo de Ángel
Pérez en El Noticiero del 24 de
octubre de 1973 con motivo de la serie “Brujas” realizada por él y Rafael
Navarro en colaboración en la Galería Prisma de Zaragoza, su posición acerca de
la potencialidad creativa de la fotografía por encima de la reproducción. Ahora
bien, tratándose de Pedro Avellaned, ¿dónde acaba una y empieza la otra?
Junto a su
producción fotográfica y plástica nos ha legado un conjunto de textos, unos más
líricos y otros más directos, aunque todos poéticos y siempre remitentes al
propio proceso creativo de la cámara y del laboratorio fotográfico, donde lo
anímico se funde con lo técnico así como las máquinas y las carnes se injertan
bilateralmente en sus collages. Uno de estos textos está dedicado precisamente a
la reproducción y lleva por título “Meditaciones”. Si leemos con atención este
sabio texto redactado en 1987 con motivo del catálogo colectivo Imágenes 97. Fotógrafos aragoneses de la
Diputación Provincial de Zaragoza, nos percatamos pronto de dos aportaciones
indirectas pero claves para poder alcanzar una comprensión del proceso creativo
de su producción fotográfica y “collagista”, así como toda la filosofía
estética que entraña. La primera consiste en la diferenciación de la
reproducción biológica y de la cultural, lo que sitúa a esta última por
eliminación en el ámbito de lo mecánico. Sabemos por teóricos tan dispares como
Bergson, Mumford o el historiador Pierre Francastel, que lo mecánico y su discontinuidad
–en tanto que materialización del pensamiento humano- (los ejes dentados de
relojes, cadenas de montaje y otras máquinas) ansía la continuidad orgánica
exterior, primero imitando las formas naturales y manuales y luego creando e
imponiendo las suyas propias. La segunda clave de este texto de Avellaned viene
en su exposición de la reproducción cultural como una necesidad que, en
principio, surgió bajo un valor de uso concreto (la necesidad de conocimiento
de realidades ausentes en el acto de la comunicación con el ejemplo de Enrique
VIII de Inglaterra y Ana de Cleves antes de su fatídico encuentro), lo que
luego derivaría en un uso abstracto como el moral en la pintura realista de las
edades Moderna y Contemporánea. Es precisamente en esta sustitución paulatina
de una necesidad tangible por otra sustentada en valores abstractos, animada
por el progreso técnico -desde la pintura hasta la realidad 3D pasando antes por
el daguerrotipo, la fotografía, el cine, la infografía, etc.-, basada en un
olvido constante del punto de referencia anterior –primero de la necesidad de
conocimiento y luego de la ética de una fidelidad a la verdad-, sirviendo de
constante en esta asíntota la necesidad egocéntrica de identificarse con
motivos exteriores para adquirir siquiera por un momento una carcasa
medianamente estable para la auto-contemplación y la identidad anhelada. Es en
este proceso donde se pierde constantemente y por simple olvido –y de ahí la
importancia del verbo olvidar y de su contraria la memoria, en el proceso
creativo de la fotografía y del collage-, por el que se produce una
inconsciente mutación entre la representación (entendida como reproducción,
dado que Avellaned no distingue géneros expresivos, sobre todo la fotografía de
la pintura) y la creación, por lo que su madurez profesional ha consistido
desde sus primeras experiencias con la fotografía, en una toma de conciencia
ayudado de las infinita posibilidades técnicas de la fotografía, de la inercia
de este avance crucial del arte y de su historia en su camino hacia su
definitiva reintegración en la vida y en su experiencia. Se trata de una ligera
inclinación de la eterna caída platónica del hombre desde las ideas hasta sus
reproducciones, como si la creación consistiese en un ligero clinamen acontecido en la eterna reproducción
narcisista del átomo en los términos en los que lo expuso Lucrecio, ayudada de
los nuevos usos de la imagen, surgiese por sí sola desde la insistencia
incontrolada de la identificación del autor con sus motivos externos, tanto en
los modelos de los retratos como en las estructuras psíquicas internas de los
collages.
Es así como Avellaned alcanzó en verdad la creación en
1987 tras casi dos décadas de experimentación, a partir de las funciones
reproductivas clásicas otorgadas a la fotografía por encima de los argumentos
de teóricos de la talla de Walter Benjamin, Roland Barthes o Rosalind Krauss,
incluso de la “fotografía del subconsciente” de Breton y del surrealismo por
muy contradictoria que parezca esta afirmación. Por ello es necesario analizar,
una vez descubierta la clave del proceso creativo de Avellaned, el concepto de
identidad que se desprende de este entramado entre representación y creación y que
compromete la dualidad original-representación.
La
identidad
Otro dato a tener en cuenta de su carrera profesional, es
que -a diferencia de lo que fue habitual en los pioneros de la fotografía
experimental (prefiero emplear esta expresión que la de “fotografía artística”,
ya que siempre he encontrado estos dos adjetivos como sinónimos al ser la
experimentación lo que del arte trasciende la historia)-, Pedro Avellaned
comenzó a manipular las fotografías muy tempranamente, en 1970, prácticamente cuando
dio inicio a su carrera como fotógrafo profesional y cinco años antes de su
primer collage. Buena parte de estas manipulaciones consistían en
solarizaciones aprendidas sobre todo de Joaquín Alcón y cuyo extremo más
radical cultivó algo más tarde, en 1977 más o menos: el rayograma o fotografía
sin cámara, lograda mediante la impresión directa de los motivos sobre el papel
sensible como momento extático entre el modelo y su registro.
Con esta última técnica descubierta por Man Ray en 1922,
con precedentes y aportaciones paralelas desde las primeras investigaciones de
Fox Talbot hasta las shadografías de Christian Schad y los fotogramas de la
fotoplástica de Moholy-Nagy, Avellaned se percató de la pérdida de singularidad
de los modelos naturales directamente impresos, especialmente con la serie de
las “moscas” que trabajó durante la década pasada del 2000. Por lo tanto,
debemos referirnos a un primer grupo de técnicas de alteración de la imagen que
la deforman (cualidades del soporte fotográfico como el gelatino-bromuro de
plata, barridos, superposiciones, etc.) y que implican sobre todo el momento de
la captación. Al perder su apariencia externa natural, las figuras entran en
una escala de homogenización, desde la solarización hasta el rayograma o
rayografía.
A partir de ahí comienza un segundo grupo de técnicas de
alteración de la imagen posteriores al “disparo” y que, por el contrario, van a
buscar la singularización de un primer resultado. Este ejercicio de concreción
abarca la modelación mediante retoques superpuestos, como la coloración -unas
veces agresiva sin respetar los contornos de las siluetas, otras limitadas a
las líneas como si necesitara redefinirlas en su laboratorio de
transmutaciones-, hasta la construcción
de nuevos conjuntos mediante el collage, donde entran en juego los modelos mecánicos
de los emblemas, incluso en la susceptibilidad simbólica que adquieren los
cuerpos retratados y el resto de los motivos presentes. Ahora bien, este
proceso creativo no es casual. Para comprenderlo debemos remitirnos al primer
impulso retratístico o autorretratístico que anima a todas estas producciones y
que, tal y como ya hemos advertido, resume la fenomenología de la cognición en
función de la constante identificación del misterio de la conciencia con sus
objetos de deseo. Estos son los nuevos usos que van a obtener los fragmentos
apresados en su laboratorio a partir de los mordiscos de la cámara o de las
impresiones sobre los soportes fotográficos, de una realidad que desde un
principio se presta incógnita, inaprehensible pero hierática tras los
escaparates y vitrinas del mundo de la mercancía (sus poco conocidos y nunca
expuestos paisajes de la década de 1970, son urbanos y retienen lo transformado,
como los del París de Atget), hacia la cognición que reúne a la conciencia y a
la realidad bajo su tutela. En ese momento el tiempo exterior se ha detenido y
ha sido reemplazado por el de la experimentación del laboratorio, mecánico y en
realidad hierático. Es la única manera de lograr una duración –no tanto de
reproducirla ya tras el mínimo décalage
existente entre la representación y la creación-, mediante la activación de los
emblemas que, en el fondo y como la blasonería tan querida por Alfred Jarry,
son rousselianas máquinas primitivas de manifestación e impresión.
Los cuerpos retratados y solidificados en el romántico y
géricaultiano blanco grisáceo del cadáver (pensemos por ejemplo en el
insistente cuerpo de José Antonio Ripoll en varios de los collages de
Avellaned), vacíos de la anterior vida inocua y que tan sólo guardan en su
interior el negro, se yuxtaponen unos a otros. Incluso se superponen con el fin
de interpretar nuevos papeles procedentes de las estructuras internas de la
conciencia, como si la fotografía fuese la nueva escultura clásica que detiene
los instantes a consta de su definitiva defunción, lo que jamás puede
satisfacer las necesidades autorrepresentativas del autor. La coloración de la
fotografía en blanco y negro que Avellaned comenzó a aplicar en sus paisajes de
los años setenta, pronto adoptaron la función de la señalización y del
subrayado por encima de la representación, tal y como ocurrió con los que Marx
Ernst expuso en París en 1921. Devinieron en un utensilio de apropiación y,
ante todo, de apoyo a la memoria en su constante reorganización y
reconstrucción del mundo según las necesidades de la conciencia que la
gobierna. En sus collages este color sería extraído directamente de recortes ya
no fotografiados por el autor en la mayoría de los casos, aun sin perder su
sentido orientador. En un principio el color se liberó del paisaje (los cuales
prácticamente descubrimos por primera vez en su última exposición de este
verano de 2013) y fue desplazándose sobre la superficie fotográfica como si
buscase un lugar donde asentarse (Suite
lírica, 1982), hasta que, de la misma manera que en 1982 se incrustó en la
tipografía de la Suite Silencio de
1982 (la cual ya entró de lleno en su concepción retratística con su primer
ensayo en este género, el de Paul K. Tomman de 1971), -por lo que comparte con
ella la finalidad comunicativa en el entramado fotográfico del blanco y el
negro-, el color alcanzó e ilustró las vísceras y otras partes internas de
nuestra anatomía con las que vivimos constantemente sin poder verlas ni apenas
percibirlas: el negro del noumena
instaurado en lo más profundo de nosotros mismos como nuestro originario y
primitivo ser-en-sí que, realmente,
nunca ha dejado de ser reivindicado latentemente como piedra filosofal de la
alquimia. Los huesos y los órganos internos fueron pronto añadidos como los
engranajes que ponen de nuevo los cuerpos inertes descompuestos para forzarles
a interpretar su papel asignado, hacer del instante solidificado de la fotografía
una duración eterna propia de los limbos, transformar la imagen que sustituye
la memoria de Walter Benjamin y el “nunca jamás” de Barthes en una máquina de
manifestaciones constantes, el encuentro definitivo entre la esencia de la
fotografía y la del teatro o la “comedia de las representaciones” que, ahora en
un giro místico de la experiencia en base a su simplificación (Asis), deviene
directamente “el drama de la presentación” (la representación de sí), en un
sentido inverso al de la ironía romántica alemana. Los cadáveres accionados no
son más que la materialización de algo tan real y tan contemporáneo como son
los laberintos de la memoria y de su anverso el olvido. Son los productos de
una mentira necesaria, –el canular-, porque deben sustituir la gran mentira del
mundo; desvelar la homogeneidad de la reproducción, la ficción del mundo (“Te
invito a destruir la Gran Mentira”, Cuarto
de siglo, 1995) para construir nuevas singularidades: “No creo en
generaciones de metal: Autómatas” (ídem)
La
expectación y los niveles de realidad: el público y el voyerismo como razón de
la manifestación
Algunos
de estos cuerpos activados tras haber sido ejecutados en una nueva e
irremediable confrontación entre lo natural y lo artificial a la manera de Mary
Shelley (véase el collage El Cristo
Moderno, de 2009), bajo un ritual ansiado de la objetividad que igualmente
persiguen las legislaciones libertinas de Sade y de los contratos de Masoch,
son adoptados directamente de los retratos con la ayuda de la reproducción y la
tijera, lo que demuestra la verdadera implicación entre estos dos géneros de
Avellaned, eso sí, destacando constantemente su propio autorretrato en perpetua
representación de sí mismo. Este hecho esconde una realidad aún más profunda:
el voyerismo de Avellaned, el mismo que le impulsa hacia el género del retrato
y que por otro lado justifica la reconstrucción de los collages, sólo que ahora
espera que sea el público el que lo establezca, como si de dos movimientos inversos
–más que géneros- se tratasen. Ahora Avellaned devuelve al público la
construcción de su propio yo, lo mismo que ha esperado él de ellos, en un giro
propio de Duchamp y su “proceso creativo”, quien encontraba la única razón de
la exposición en los contenidos que el público añade al observar la fría
presencia de sus ready-mades.
La
sistematización de los niveles de realidad a partir de esta inversión de su
propia experiencia en su producción fotográfica, es clara. Se trata de una
nueva puesta en escena donde cada nuevo ser se interpreta a sí mismo, en última
instancia quien maneja los hilos de sus propias marionetas en un constante
juego de espiritualización y objetivación ofrecido ya por el primer movimiento
realmente propio de la modernidad, –el romanticismo alemán-, especialmente de
la mano de Heinrich von Kleist. E insisto en la modernidad porque una vez más resulta ser
la clave latente de los trasuntos del collage, los cuales en última instancia
se localizan en la propia experiencia del autor con la realidad, tal y como he
demostrado en mi libro El collage.
Historia de un desafío (2013). Uno de los textos más trascendentales que ha
escrito Avellaned sobre el proceso creativo de sus producciones fotográficas y
artísticas, encuentra las explicaciones pertinentes en su realidad más
inmediata, especialmente la de aquella España dominada por el intransigente
nacionalcatolicismo y sus censuras, por la cual la información y las creaciones
artísticas llegaban de manera tremendamente fragmentada. Ante esta evidencia,
queda claro que debemos invertir la visión maldita del “collagista” como poeta
de las disparidades según sus albedríos y tormentos en calidad de iluminado,
porque lo que busca en verdad son nuevos usos (según el materialismo de
Bataille, o de Bachelard, quienes contemplaron los valores espirituales de los
objetos, dado que el hecho de que la abstracción no exista no desmiente las
capacidades del hombre de materializar sus pensamientos) y sentidos para una
realidad ofrecida diseminada de antemano y cuyos únicos lazos son los que
establecen los arbitrarios principios cuánticos y comparativos de la mercancía
dominante. Según este último descubrimiento, las dictaduras –entre ellas la
nacionalcatolicista española- no han hecho más que estrechar el poder
reificador del mercado, mas jamás han alterado su esencia misma, la cual
consiste en la progresiva conquista de la realidad por parte de la mercancía.
De ahí la decepción de la democracia y la necesidad constante de la fragmentación
y la reconstrucción que ha definido primero la sociedad industrial y ahora toda
esta cultura cibernética nuestra, lo que hace que Avellaned no encuentre demasiados
problemas para trabajar bajo un mismo concepto dialéctico entre la repetición y
la unidad, los actuales soportes numéricos de la imagen, tal y como hemos
podido comprobar en esta última exposición con Sudario rojo u Hombre
atrapado, las dos de 2012: “… ¿collage? ¿Y por qué no? Mi vida fueron actos
fragmentarios. Juego en pedazos. Leí en pedazos. Vi de forma fragmentaria. Como
un caballo de picador al que le tapan un ojo. Vi solamente la parte que me
dejaron ver. Caballo de picador. Oí a escondidas palabras sueltas, apenas
susurradas. Te podían delatar. Y eso, a veces, costaba la vida. La Libertad
siempre. Tenía un pedazo de noticia. ¿Qué periódico, libro se pudo leer? En
pedazos. Saber en pedazos de autores de todas partes ¿Cómo adivinar lo que
había más allá de los Pirineos? La historia que nos enseñaron era otra
historia. Pedazos. Cine… Buñuel, Bergman, Costa-Gavras… pedazos confusos y
desordenados… ¿Teatro? ¿Cultura en general? ¿Tan difícil resulta comprender que
buena parte de mi obra esté compuesta por pedazos? Pedazos de muchas imágenes
que conforman una nueva. Borrones sugeridores, manchas [barridos, coloración de
fotografías, solarizaciones y rayogramas]… La memoria del pasado” (“Collages/
Pedazos, en Cuarto de siglo, 1995)
Los pedazos preexistentes conforman el material que
Avellaned dispone. El recorte del cúter o de las tijeras no es un acto puro de
selección sino un respaldo en la identificación de los fragmentos vividos y
experimentados, por lo que la “nueva imagen” constituirá un nuevo uso para cada
uno de aquellos pedazos empleados, en última instancia el autorretrato. No nos
resulta difícil pensar que, de la misma manera que nos obliga a desconfiar de
las apariencias de un mundo gobernado por la ficción -el mundo actual,
orgulloso en Occidente de su democracia-, Avellaned nos ofrezca de nuevo una
realidad parcial encubierta por la sobreabundancia aunque, sobre todo, nos
prive de toda otra realidad más trascendente por ser material, asible y
palpable de verdad, como si de una nueva dimensión de Abbott o de Pawlowsky se
tratase, cuando fue Malevich precisamente quien estableció la quinta dimensión
en la economía, esto es, en la reducción progresiva de la materia en nuestro
avance hacia mejores resultados. Nosotros sólo podremos manejar las
virtualidades del mundo ofrecido de manera platónica (el sistema no ha creado
algo que supere este platonismo, la realidad no ha alcanzado aún siquiera el
accidente de Aristóteles), por lo que por el momento nos contentamos con ello y
lo emplearemos en la preparación de las superestructuras de mercado para el
derrumbe total de su dominio. Debemos “destruir la Gran Mentira”. Se trata de
un deber moral.
El
vértigo
A costa de perder la vida orgánica, la reconstrucción
aporta un sin fin de libertades. De esta negación se desprende el concepto de
libertad de Avellaned que, tal y como lo encontramos desde William Godwin hasta
el existencialismo, es entendido como una responsabilidad propia de la inercia
que, al tener la expectación como un fin irremediable, adquiere en este final una
función social al margen de lo deliberado.
“Lo único que no elegimos es nuestra obligación a elegir”
diría Sartre. Esto es precisamente lo que el “extranjero” de Camus intentó
trasgredir hasta la elección de su propia ejecución, aunque la reconstrucción
mecánica de sí a partir del vacío de Avellaned, responda más bien a la
dimensión material que Merleau-Ponty rescató para la percepción. La fenomenología
de Avellaned y toda su dimensión social reside en ese lanzarse al vacío de la
evidencia, sobre el cual tan sólo nos queda elegir entre los fragmentos
diseminados por el doble juego de la memoria y el olvido. El tiempo se detiene,
nace el anacronismo artificioso del collage donde los príncipes cargan misiles
y los dinosaurios mastican banderas –a la manera del canular jarriesco-, siendo
la primera conquista la liberación de su linealidad: “Elaborar imágenes en
plena libertad. Soltar los prejuicios del pasado, presente y futuro”
(“Construir imágenes en libertad”, 1989). De esta primera superación de la
unidireccionaridad de un tiempo inasible, tan sólo a partir de los instantes
captados por la memoria y transfigurados en fotogramas yuxtapuestos según el
capricho de la vulnerable sentimentalidad humana, el autor, en su proceso de
reconstrucción perceptiva, no sólo salta por encima del tiempo porque en
realidad éste permanece en el ámbito de lo imperceptible, de lo inasible, sino
a través de los niveles de expectación que él ha construido dando la espalda al
vacío frente a la expectación misma (el autorretrato como un acto de
exhibicionismo una vez travestido con pedazos ajenos), aunque antes haya tenido
que enfrentarse a su propio nihilismo -tal y como hemos ido repitiendo a lo
largo de este ensayo- y, tras ello, al tratarse en verdad de niveles de
realidad construida o reconstruida, saltar por encima de sus ficciones. Antes
de su feliz transcurrir el autor ha debido lanzarse al vacío eterno que no es
nada más y nada menos que su yo misterioso (en el collage Por ahí nos quieren tirar de
1982, este lanzarse obedece a una presión social o al menos exterior), ahí
donde reside su eterno “hermano muerto”: “Encerrado en mi caja de cartón
(¿dónde está mi hermano?) me precipito por la ventana…” (Cuarto de siglo, 1995). De este modo, el proceso creativo
constituye un viaje paralelo al sueño por el que la conciencia se recluye en sí
misma para revisar todos los rincones de sus estructuras internas, y desvelar
vacíos ahí donde yacen imágenes abandonadas. Nos referimos concretamente a los
sueños del héroe nocturno y literario jungiano y constructor de poéticas
bachelardianas. El primer paisaje de Avellaned, aquel fotografiado y trabajado
en los años setenta, aquel que ahora nos muestra en las exposiciones de las
diputaciones de Huesca y Teruel, fue apagándose y nublándose de manera parecida
a la obsesión que atormentaba a Ruskin en los últimos años de su vida, hasta
desaparecer en un proceso aparentemente contrario al de la producción de Max
Ernst, desde sus collages constructivos de 1919 y 1924, hasta las correcciones
que suponen sus collages novelados de entre 1929 y 1934. Su coloración parecía
no ser suficiente, ni la de ciertos espacios y su poder referente. Incluso
cuando la oscuridad –o la luz- fue total, Avellaned probó a someterlos a los
ejes cartesianos que mantuvo la línea de horizonte para sus rayogramas en La esquina de la voluntad (1981), la
misma que conforma el fondo del collage Pedro
sobre piedra de 1985 en calidad de espacio pre-creativo (tal y como ocurre
con su video El pánico del fotógrafo ante
la ausencia de la imagen, 2012) y único en ser construido aún mínimamente
en base a una línea de horizonte marina. Y digo “negro o luz” porque el blanco
se plantea como el anverso del reverso oscuro: no desde un punto de vista
maniqueísta sino como la única simbología posible en un mundo donde las
ficciones y las realidades equivalen a un mismo estadio perceptivo. A partir de
este momento comienzan la construcción de sus propios programas iconográficos, alegorías,
frisos y blasones invertidos -tal y como entendió Peter Bürger el montaje
vanguardista-, cuyos únicos referentes son él mismo y el propio proceso
creativo que los ha constituido, salvo cuando en su serie de homenajes Memoria íntima presentada en la
Aljafería de Zaragoza en 2001, permite superponer algunos de los fragmentos
conservados del proyecto de Il Filarete para la ciudad Sforzinda, sobre otros
fragmentos de producciones suyas anteriores, como un nuevo intento de
sistematización de la experiencia anterior gracias a la perspectiva y a su
perfección geométrica de materialización matemática o encuentro entre su
abstracción y la realidad material de la producción.
Pero retomemos
el color. Éste vuelve a aparecer para accionar estos mecanismos emblemáticos.
En ocasiones se han comparado los collages de Avellaned con los fotomontajes o
fotocollages de los dadaístas berlineses que tanto debían al cartelismo que por
entonces se desarrollaba con todo su esplendor por las circunstancias bélicas y
políticas de entonces, y por el desarrollo y extensión del mercado y del ocio,
sobre todo por el grupo conformado por Hausmann, Baader y Hannah Höch, y al que
pronto se agregó Schwitters, -más que por el del Club Dada de Berlín de Grosz,
Heartfield, Herzelde y Huelsenbeck-, por encontrar los trasuntos sociales en el
viejo dilema de la sinestesia, sólo que ahora abordado desde su necesidad de
involucrarse con la experiencia real y no desde las torres de marfil
simbolistas. Pues bien, si las sinestesias de la optofonética dadaísta viajaban
a través de los colores, de la tipografía, de las voces y de los carteles de la
vida urbana, la única que preside la obra de Avellaned es la más simple de
todas, la más inmediata y la más inquietante a un mismo tiempo: el negro y el
silencio. No hay nada que no pase por este infinito tamiz que todo mastica, por
lo que habrá que encontrar el origen de estas sinestesias en algo mucho más
radical y definitivo: el encuentro fulminante del negro de Malevich con el
teatro total de Artaud automatizado desde la materia negra de nuestro interior.
Malevich,
-a quien Avellaned relaciona en su serie Memoria
íntima nada más y nada menos que con la Cúpula de las Flores concebida por
Brunelleschi, por lo que destaca de él y a pesar de su anti-objetividad su
ánimo constructivo, el cual se alza cuando supera el peso de la materia tal y
como ocurre por ejemplo con los contrarrelieves
de su rival constructivista Tatlin-, entendió el avance del cubismo a partir de
la fractura de las relaciones causa-efecto establecidas por la realidad, aunque
como una derivación de contenido de sus legados formales, dado que Malevich
atendió más a los aportes ideológicos del futurismo italiano que a sus
resoluciones plásticas, tal y como lo entendieron sus colegas rusos Puni,
Kluchenik, Klebnikov, etc. Con sus cuadros alogistas previos al suprematismo,
Malevich vinculó estas aportaciones formales cubistas con cierto ideario
futurista y revolucionario deseoso de liberarse de la ideología burguesa que
implantó lo racional como lo incuestionable, por lo que Avellaned pudo
vislumbrar en él un proceso similar al que él mismo sintió a lo largo de su
carrera hasta la realización de sus primeros collages. De esta manera el negro
que dio inicio al proceso suprematista de liberación de los condicionamientos
materiales del hombre, se erigió como el éxtasis del cambio, la destrucción
total y absoluta de todo lo anterior. Para comprender el alcance de esta
consideración, -tal y como afirma el especialista de Malevich Jean-Claude
Marcadé-, si queremos conservar toda la aportación filosófica y revolucionaria
de su negro, éste debe ser entendido no como un simple “negro sobre blanco”,
dado que el dilema de las superposiciones resulta de una trascendencia tan
grande que no puede ser pasado por alto; sino como un “negro enmarcado en
blanco” tal y como indica su título original (“negro enmarcado”). Frente a los
monocromos posteriores, este negro debe ser entendido como una ventana abierta
a un infinito de posibilidades una vez que se han perdido todas las referencias
objetuales de la representación (en el homenaje que le rinde Avellaned aparece
sobre un cartel de la 0,10, “la última
exposición futurista de cuadros artísticos” celebrada en 1915 en Petrogrado),
lo que inaugura el ejercicio de una libertad que nada tiene que ver precisamente
con el exceso ni con el desentendimiento, sino con el vértigo y el compromiso
posterior con lo que entendía Malevich por comunismo: la construcción del reino
de los cielos en la tierra. Esta fase posterior que Malevich investigó con el
rojo revolucionario del suprematismo y luego con el blanco constructivo de los “arkhitektons”
junto con Nikolai Suetin, constituye para Avellaned la fase de reconstrucción
en la que surge una nueva concepción de teatro mucho más inmediata, ayudada de
los fragmentos de la experiencia, fotográficos en sus collages y objetuales en
sus montajes, como aquel dedicado en 1993 a David Lynch y su Cabeza borradora. Todo ello tienen
bastante que ver con la libertad de Artaud, la cual saltaba por encima de los
niveles de expectación del teatro, confundiendo lo objetual con lo espiritual
desconocido, lo artificial con lo natural, la segregación orgánica con la
exactitud del montaje, y todo basado en el vacío constante del pensamiento que
manipula todo este material de heteróclitas naturalezas. El negro de Malevich,
tal y como le reprochó Rodchenko en su respuesta –sus monocromos de 1921-,
mantiene la concepción perspectiva del cuadro como una ventana abierta, en este
caso al infinito, porque se trata de la negación del cuadro mismo antes de
arribar a la construcción. Esta diferenciación entre una forma y otra de
entender los monocromos, resulta crucial para comprender la adopción del negro
de Malevich por parte de Avellaned. Es un negro inmaterial, es la nada
absoluta, la ausencia de toda materia, primera referencia para la libertad y el
vértigo que entraña antes de dejarse caer. Nada tiene que ver con el monocromo
antiartístico de Rodchenko, el negro artístico y purista de Ad Reinhardt o de
Louise Nevelson, ni mucho menos con el negro “typical spanish” de los de El
Paso. El negro fotográfico de Avellaned de 1998 es el principio y el final del
proceso creativo, de su obra entendida como un gran canular por estar comprendida
entre sus paréntesis. Sobre él se superponen todas las construcciones probables.
Es el único espacio posible antes de extender los resultados sobre un soporte
material y una realidad técnica que, como en el caso de Malevich, está llamada
a desaparecer, en el caso del maestro bielorruso por el progreso revolucionario,
y en el de Avellaned por la extensión de la creatividad a todos los registros
posibles hasta lograr liberarse de los condicionamientos que éstos conllevan.
Quizás por ello prefiera considerarse antes artista plástico que fotógrafo, por
haber trascendido los límites de todos los registros posibles (teatro,
fotografía, literatura, plástica, cine, infografía…) hacia fines poéticos
superiores por implicar de manera directa la experiencia de la propia
existencia.
La
realidad de la materia y el idealismo de la forma
Pero, ¿qué tienen en común un místico constructivo como
Malevich con un loco escatológico como Artaud? Precisamente la mística y la
materia. En el fondo, en los dos reposa un sustrato hegeliano. El proceso
histórico de la revolución –sobre todo en referencia a la religión- es de suma
importancia en el pensamiento de Malevich. La liberación espiritual que propone
resulta de un encuentro inmediato del espíritu con la materia una vez desvelada
la verdadera naturaleza de la economía real (la quinta dimensión: lograr más
con menos necesidades materiales y energéticas), con lo que se eleva a grados
de conocimiento superiores que someten la materia misma (las ciudades blancas
de los “arkhitektons”)
El caso de Artaud es asimétrico: él se rebeló contra el
idealismo del Espíritu de una manera mucho más rabiosa a cómo lo hizo el marxismo,
lo que lo aleja todavía más del surrealismo. Precedente inmediato de Deleuze
junto con Bergson, el interior de Artaud es un negro que, en sus últimas
conquistas, activa segregaciones de órganos, vísceras, bolos alimenticios y
execraciones que sustituyen al antiguo Espíritu, el mismo que Max Stirner ya
desmintió. Lo que importa de este vacío que nace del desconocimiento de sí
mismo –lo que Deleuze y Gattari entienden como una vida entera bajo el
desconocimiento y temor al interior propio-, es la constante búsqueda de
referencias externas, la herida del objeto sobre la piel. La anterior
dialéctica establecida entre el objeto y el sujeto ha sido sustituida por
aquella otra existente entre un cuerpo sin órganos y los órganos que no habitan
cuerpo alguno, entre la cabeza borradora de David Lynch y el terror a la carne
de David Cronenberg, entre la producción y el estreñimiento, entre la sustancia
y el esfínter. En este estado de cosas, en esta nueva frontera que ha
encontrado el materialismo en su avance a través de un sistema basado en la
economía abstracta, por la que el pensamiento se aleja de la actividad como
jamás antes se hubiera imaginado, las fronteras entre la consciencia y la
subconsciencia se han borrado. Es más, nunca existieron. Resultaron tan
fraudulentas como la antigua división entre cuerpo y alma. Ahora la frontera ha
asumido para sí los procesos subconscientes mayoritarios, su propio vacío,
aquello que por el momento no podemos conocer porque la abstracción de la
económica imperante nos lo impide. La razón no resulta más que una simple carcasa
más de las conformadas por la desecación del flujo automático de los procesos
ocultos del yo. Este redescubrimiento, esta nueva toma de conciencia –valga la
redundancia -, ¿no es acaso la destrucción de la “gran mentira” a la que se
refiere Avellaned?
Pero antes que Guattari y Deleuze encontramos precedentes
previos a esta deconstrucción en función de la inmediatez catártica del proceso
de simbolización. Ya hemos aludido al “materialismo imaginista” de Gaston
Bachelard por el que el yo encuentra de forma inmediata una materialización
onírica y poética en las imágenes posteriores. Como si se tratase de un cangrejo
que de todo se apodera con el objetivo de construir y fortalecer su caparazón,
el yo se presenta antes por su deseo que por su cuerpo aparente. Sólo él nos
permite abrir la tersa piel mediante el insistente frote y penetrar en las
profundidades de una carne oscura. El deseo fragmenta, reconstruye, sustituye,
superpone, etc., tal y como adivinó Bellmer con sus investigaciones en torno a
una obsesiva muñeca (la obsesión sustituye ahora a la idea) hasta la
conformación de un nuevo tratado de anatomía y la materialización en la carne
de su eterna compañera, la pintora surrealista Unica Zürn. El deseo se apropia
de lo que ve, de lo que llama su atención, de todo aquello que despierta su
curiosidad, de lo que le obsesiona, todo con el fin de reconstruirse, porque el
trasunto verdadero del erotismo es la identidad y, como tal, la cognición. ¿No
responde este automatismo que en el fondo subyace en todo comportamiento
humano, el concepto de propiedad y unicidad de Stirner, y no los
entretenimientos políticos pequeñoburgueses de Mackay, Tucker o Émile Armand?
El verdadero eclipsamiento de su filosofía no se ha debido realmente a las
críticas que Marx y Engels vertieron contra su libro El Único y su Propiedad, sino el haberlo entendido y simplificado
en una propuesta o programa político, a lo que han contribuido no tanto los
ideólogos del comunismo como sus propios seguidores autodenominados
anarco-individualistas. La propiedad no es un trasunto deliberado sino más bien
inmediato. Nos apropiamos mediante la cognición y la atención de aquello que
divisamos, nos abanderamos con ello para construir nuestros anhelos y nuestra
propia experiencia al margen de notarios, de últimas voluntades y adquisiciones
en los supermercados. La propiedad es un dilema de naturaleza cognitiva, porque
la adquisición permanente no existe, constituye una abstracción más. Se tiene
mientras se experimenta, y esto lo podemos aclamar recurriendo a las amables
palabras de Eric Fromm o a las crueles comprobaciones de los personajes de
Sade, y esto Avellaned lo sabe bien gracias a sus retratos, porque el verdadero
autorretrato se erige en la reconstrucción.
Ante este mecanismo del autorretrato –no ya
representativo sino construido en función del deseo-, todo se presenta sobre un
mismo nivel: el de la materia. No importa que se trate de objetos, huesos,
carne, vísceras, líquidos o palabras, las cuales sólo funcionaran en tanto que
realidades palpables, es decir, en un “au delà” del texto tal y como las
comenzó a entender la nueva semiótica de Barthes o el concepto de “muerte
creativa” de Blanchot. Esta situación de la realidad puede ser resumida en una
sola expresión: “redescubro la materia”.
¿Surrealismo,
técnica o rrr…realidad?
No
obstante, ante la materia se produce la gran contradicción experimental de
Pedro Avellaned, la cual se resuelve de manera dialéctica. Incluso en relación
con los retratos, él siempre afirma que toda su producción responde a una idea
previa que ya reside en su interior. Sin duda es esta idea la que determina las
variables de los distintos viajes por un mismo recorrido hacia el autorretrato
y que aquí hemos intentado desentramar. En cambio, es el azar lo que gobierna
la materia en primera y última instancia, aquello imposible de definir y que
sólo la repetición y su simulación nos permiten controlar y asimilar como propio.
Pues bien, éste es el mecanismo por el que Avellaned descubre nuevos procedimientos
para su proceso creativo: “Me pongo a trabajar diseñando previamente las
imágenes, aunque no siempre. A veces me deslumbra la improvisación. ¡No saber
lo que te ocurrirá dentro de quince segundos! Es como no saber qué te ocurrió
hace ese mismo tiempo. Imágenes. Construir imágenes en libertad” (1989). Aunque
aparentemente contradictorio con la experimentación, este proceso tendente a lo
endogámico resulta muy apropiado para trabajar con la reproducción y la unidad
de la realidad, por la cual Avellaned construye nuevas unidades para fragmentos
reproducidos. Él es consciente que es la copia en calidad de imagen de sus
resultados lo que ofrece el acabado último, tal y como ocurre con la producción
de los grandes collagistas y fotomontadores históricos como Rodchenko, Klucis,
Max Ernst, Heartfield, Lajlos Kassak, Moholy Nagy, Karel Teige, Hans Bellmer,
etc., pero reniega de esta responsabilidad, la cual prefiere transferir al
público y a todo aquel que desee adquirir la obra original porque, tal y como y
hemos apuntado, los resultados desecados están llamados a ser continuados por
los espectadores de las imágenes en su relecturas y sus propias configuraciones
de nuevas unidades y usos de esas imágenes. La reproducción con Avellaned sigue
siendo democrática, aunque salte por encima de ella. Al fin y al cabo, acontece
en verdad en las páginas de los catálogos que acompañan e ilustran sus
exposiciones. Ellas son las que sueldan definitivamente las fracturas del ensamblaje
de las imágenes sobre un único soporte, eliminan las superposiciones con un
planchado final. Por ello Avellaned siempre afirma disfrutar más el proceso que
el resultado, aunque el fin último en tanto que creación de una nueva imagen le
interese enormemente. Paradójicamente le fatiga más el disparo de la cámara que
el trabajo de laboratorio, aunque conserve y aborde el retrato como un proceso
cognitivo y, sobre todo, como la preparación de la materia prima para sus
futuras elucubraciones imaginistas. El disparo es fatigante porque debe ser
repetido e insistido para lograr aproximarse a una idea previa. Unifica la
elaboración y el resultado en su instante mismo. En él la vida que fluye es
fatigosamente corta, mientras que el proceso creativo de laboratorio discurre a
voluntad y no se contenta con el secado de los resultados, los cuales llaman de
manera efectiva la atención de los espectadores. Más que por sus resultados
inesperados, la experimentación es vivida intensamente por Avellaned gracias a
su vitalismo precisamente, y la relación que mantiene con el azar se resuelve
en la confrontación. Nunca relaja su empeño en dominarlo aún a sabiendas que
esto es imposible. Esta actitud es la apropiada para la creación de una
iconografía personal (la luna, la serpiente, los animales como medio de
simplificación de los caracteres humanos en su representación, los cráneos, las
máquinas, las cruces, la historia, las banderas, etc.) que tan sólo sirven al
autorretrato, a una producción que se presenta pretendidamente endogámica, la
cual siempre retorna a sus obras anteriores y a los mismos puntos como
auténticas obsesiones.
Esta
necesidad de materialización del yo, de dotar de imágenes a la memoria tal y
como él mismo afirma, de retratar en suma el propio proceso creativo, es lo que
-en concordancia con el espíritu experimental que las anima-, relega la técnica
a un mero medio a su disposición. Avellaned se despreocupa por la pureza de sus
producciones y, frente a la denominación de fotomontajes o fotocollages, él
siempre prefiere el de simple collages, por ser mayor su poder para evocar las
múltiples facetas que él cultiva bajo unas mismas inquietudes. Como Man Ray
curiosamente, siempre prefiere la plástica a la fotografía porque, por vivir el
momento de ser superada por las nuevas tecnologías, goza de una mayor
liberación de las sujeciones técnicas y se aproxima a la poesía y a la
experiencia de una manera mucho más factible. Por eso él entiende que el manejo
de la imagen pertenece al ámbito del arte, el cual puede recurrir sin problemas
al cine y a la fotografía, y ahora a la infografía y la video-creación. Tampoco
le obliga este arte a ultimar sus imágenes, las cuales abandona cuando entiende
que han alcanzado una nueva vida o unidad en función de la síntesis, porque la
investigación que reafirma la realidad en toda su dimensión material, siempre
queda por encima de la técnica.
Aun así,
esto no significa que la técnica no sea trabajada con respeto a su propia
naturaleza con el fin de explotarla de manera más intensa. El recorte de las
tijeras posibilita la construcción de nuevas imágenes en los collages. Sin
embargo la infografía, dadas sus cualidades para la exactitud, trabaja la
repetición de la imagen de manera mucho más intensa, así como la secuencia por
fotogramas. Es precisamente la sujeción profesional a una técnica (en el
sentido semperiano de la expresión) y su incapacidad para superarla y adoptar
otras colindantes, lo que con la relajación y la pérdida de consciencia va
alargando las distancias que separa la técnica de los resultados formales y,
por lo tanto, la idea de la materia.
En relación al collage debemos ofrecer algunas
puntualizaciones cruciales para poder ubicar a Avellaned en la historia del
collage y de la imagen en general. El historiador de arte Werner Spies
estableció dos tipos de collage de Max Ernst, los cuales responden a su propia evolución
plástica. Incluso en cierta medida puede ser extrapolado a la historia del
collage en general. Los primeros realizados entre 1919 y 1924 responden a lo
que él denominó “collages sintéticos” por crear nuevas imágenes a partir de la
yuxtaposición de fragmentos. Por basarse en la construcción a partir de
elementos dispares con base en la yuxtaposición, he preferido denominarlos “collages
constructivos” en mi tesis doctoral dedicada al collage. En cambio, aquellos realizados entre 1929 y 1934 y que
corresponden casi en su totalidad a sus tres series de collages novelados -La Femme 100 têtes (1929), Rêve
d’une petite fille qui voulut entrer au Carmel (1930) y Une semaine de bonté ou les Sept éléments
capitaux (1934)-, son collages
que parten de un único contexto donde se dan los encuentros entre los elementos
incongruentes. Como en estos últimos
domina la yuxtaposición, apropiación y tergiversación, me refiero a ellos como “collages-corrección”.
Alfonso Buñuel añadió un tercer tipo que en mi tesis llamé “collages
integrados” por conformar ellos mismos, a diferencia de los anteriores, la
totalidad del espacio desde una concepción cinematográfica de montaje deudora
de su hermano Luis.
A diferencia de los collages de su colega Rafael Navarro
basados en la oposición, Pedro Avellaned afirma que sus collages buscan la
síntesis resuelta en la obtención de una nueva imagen a partir de los
fragmentos previos. La prueba de ello es la pérdida total y absoluta de sus
anteriores significados y valores para adoptar en su fusión otros nuevos. Aun
con todo, no podemos considerar los suyos “collages sintéticos” o “·collages
construidos”, sobre todo en función del fondo. Existe un factor básico en su
concepción del negro que nos impide que esto sea así, porque además esto
supondría un retorno a los orígenes de collage, lo que no es posible siendo el
peso que guarda la idea original de los collages, la misma que minimiza al
máximo la intervención de lo inesperado, porque a fin de cuentas se trata de
crear una realidad que supla la anterior imposible de asir, y para ello, a
pesar de su calidad de imagen, debe contar con la solidez propia de la presencia.
Hemos visto cómo, a diferencia de los fondos neutros que
Max Ernst empleó en sus años dadaístas, el negro de Avellaned es real. No es el
negro de la ausencia sino del desconocimiento, de la certeza de una existencia
que desconocemos. Por ello, como el de Malevich, es el color que contiene al
resto de los colores y, como tal, se identifica con el blanco según la acepción
que empleemos. Es la infinitud, pero siempre real, tal y como los primitivos
vivieron el mar y como lo sentimos aún hoy ante nuestro desconocimiento de las
realidades que esconden sus profundidades. En una palabra, es el noumena que sirve de escenario para la
representación del acto de sí mismo, por lo que las imágenes que se asientan y
que ocupan su lugar, se yuxtaponen como los “collages – correctores”, porque
las construcciones corrigen en cierta manera el negro desconocido estableciendo
nuevos niveles de expectación que Avellaned recorrerá a su antojo, invitando a
los espectadores a que realicen lo mismo y experimenten la inmensidad de esta
libertad real, en un desdoblamiento de la escritura y la lectura propia de
Blanchot. Por eso se trata de una nueva versión de collage integrado, porque
sintetiza como los de Alfonso Buñuel los dos anteriores descubiertos por Max
Ernst, sólo que por un procedimiento reduccionista, simplificador y en última
instancia conceptual, muy propio de la cultura de los sesenta, setenta y
ochenta, donde lo nominativo duchampiano (Errò, Broodthaers, Buren, etc.) se
eleva como una voluntad que acomoda los mejores procesos creativos para la
manifestación. Por eso necesita para sí que el collage se mantenga original y
dejar que sea la expectación la que lo reproduzca: aun siendo una ventana al
infinito, su negro fotográfico es real como la tapa que protege el ojo de la
cámara cuando no la utilizamos, porque es el negro de lo potencialmente
cognoscible. Así como Picasso descubrió mediante el papier-collé que el blanco de un recorte pegado sobre un soporte
blanco no es este soporte original, tal y como señaló Tristan Tzara en 1935, Avellaned
nos advierte que el negro del soporte no es el negro de la ausencia, sino el
del vértigo. Sin esta concepción suya de un negro derivado del olvido, del cine
y del blanco y negro intrínseco a la fotografía (Malevich creyó que el cine de
Dziga Vertov maximizó la dualidad del blanco y el negro como él en pintura),
insistimos, jamás podremos entender la naturaleza de sus collages en tanto que
expresiones sin contenido más allá de sí mismas, tal y como el arte
experimental exige la unidad del contenido y la forma en palabras de Philippe
Sers.
Aportación
metodología del presente artículo
Con este estudio incidimos en la idea de que sus obras, -como
todas las grandes aportaciones experimentales del siglo XX, en lo que el
collage destaca por su naturaleza heteróclita-, deben ser entendidas desde el
proceso creativo y no desde los resultados, si no queremos caer en las vacías y
repetitivas descripciones iconográficas que, en la mayoría de los casos además,
se apartan de las verdaderas inquietudes del artista para caer en lo literario
y en el fácil pero infructuoso diagnóstico de curandero que separa el contenido
de la forma, dado que es la experiencia creadora la que los unifica, así como
ella misma con el resultado. Como Avellaned con la realidad, debemos atravesar
los planos de expectación hasta alcanzar nuestro propio negro, recorrer al
revés su experiencia así como él mismo ha destruido para construir. “Destruir
la mentira” tal y como él mismo nos invita, porque en los espacios derivables
de la poesía un recular supone un avance, una inmersión una elevación, y una
reproducción una creación por simple alteración de variables. Con ello este
ensayo desea demostrar que el proceso creativo viene a constituir el objeto de
la creatividad contemporánea basada en la investigación y en la experimentación
con la realidad, en contra de la representación y la separación que oculta las
realidades materiales: desconfiad de aquéllos que seguros de su profesionalidad
osan afirmar el significado de las realidades sin mencionar el origen de sus especulaciones,
porque se engrandecen con la reproducción de aquello que en el fondo
desprecian.
Y ahora sí, este análisis del proceso creativo de Pedro
Avellaned, perteneciente a una generación de artistas, fotógrafos, escritores e
intelectuales, presidida de algún modo por el grupo Niké y la Oficina Poética
Internacional (OPI), interesada en las vanguardias del momento y en el existencialismo
francés, nos permite valorarlo en la historia del arte contemporáneo aragonés,
como un eslabón necesario entre una primera generación de creadores y
escritores aglutinados en los años treinta en torno a Tomás Seral y Casas, Alfonso
Buñuel y la revista Noreste -quienes
se hicieron eco de las noticias surrealistas que llegaban desde Francia aun sin
abrazar este movimiento de forma abierta, y de algunos de los adelantos
técnicos contemporáneos como la fotoplástica de Moholy-Nagy de la que Tomás
Seral y Casas ya dio noticia en la citada publicación-, con una última
generación de escritores y creadores que giraron en torno al grupo Ecrevisse o que fueron contemporáneos a
ellos, entregados al collage, al objeto encontrado y a los automatismos, si
bien en medio quedan las investigaciones fotográficas de José Luis Pomarón y
Joaquín Alcón. De hecho, uno de los miembros fundadores del grupo Ecrevisse, Michel A. Zone (Miguel Ángel
Ortiz Albero), igualmente comprometido con la causa del collage, la literatura
y el teatro, siempre se ha declarado admirador de la obra de Pedro Avellaned. Con
otro miembro de este grupo, Antuán Duanel (hoy Antuán Duchamp), acudimos a
Huesca para ver su exposición, además de la directora de teatro bruto Marina
Hernando (los tres formamos el grupo musical minimal Magyar), el arquitecto
Ricardo Marco y su mujer y artista plástica Alicia Sienes; una buena banda de
espectadores para un creador de lujo.
Con ello no afirmamos la existencia de un grupo
surrealista aragonés tal y como comenzó a hacer José Francisco Aranda en su
libro El surrealismo español. Pedro
Avellaned no se considera surrealista aunque reconoce elementos surrealistas en
su obra, sobre todo porque es bien consciente de que este movimiento supone
abrazar una serie de posicionamientos ideológicos frente a la realidad, muy
sujetos y determinados a la época en que surgió y que se adaptan mal a la
sobreabundancia de imágenes que hoy en día impera. Al fin y al cabo, ninguno de
esta tradición aragonesa se consideró abiertamente surrealista, a excepción del
miembro de Ecrevisse Pierre d. la o de Paco García Barcos en los primeros años
de su carrera plástica. Tal y como ha ocurrido en buena parte del mundo (Joseph
Cornell en los Estados Unidos, Paul Nash y Desmond Morris en Inglaterra, Adolf
Hoffmeister en Checoslovaquia, los fotógrafos Pierre Boucher o Florence Henri
en Francia, Karol Hiller en Polonia, el danés Wilhelm Freddie, o la mayoría de
los considerados representantes de una plástica surrealista en España por parte
de Lucía García de Capri, etc.), se trata de unos creadores que han adoptado
medios de expresión automáticos, mas no el ideario surrealista en su sentido
amplio. No hay que olvidar que existen precedentes claros de este automatismo,
como la plástica de Victor Hugo, la fotografía de Strindberg, la poética de
Lautréamont o el automatismo dadaísta.
Esta contextualización en el arte contemporáneo aragonés,
no desmiente, ni mucho menos, la trascendencia de Avellaned en el panorama
fotográfico contemporáneo español, por haber formado, junto con otros
aragoneses como Rafael Navarro, Andrés Ferrer o Gonzalo Bullón, parte de una
generación de representantes que recuperaron en la década de 1970 la fotografía
experimental, como Jorge Rueda, la también aragonesa Luis Rojo, el argentino
America Sánchez o Miguel Ángel Yánez Polo, aunque su despreocupación por la
naturaleza fotográfica y su profundo compromiso con la poesía, quizás lo alejen
de los círculos fotográficos profesionales y lo arrimen al ámbito de las mutaciones
alquímicas. Al fin y al cabo la fotografía, tal y como comenzó a intuir
Rosalind Krauss, es en sí misma una expresión propia del surrealismo. No hay
fotógrafos surrealistas como tampoco hay pintores surrealistas: la fotografía en
toda su amplitud es surrealista porque la actualidad lo es. Máquina de la
curiosidad, escupe instantáneas del interior en su relación con los motivos
exteriores; presenta y encubre signos de ese vacío; recorta y selecciona
fragmentos de una realidad ya fragmentada; injerta la objetividad de la cámara
en la subjetividad del ojo; enfrenta la reproducción interior con el original
exterior; por su propia idiosincrasia está llamada a superar sus límites
técnicos y, en suma, trabaja para elevar a la naturaleza del mito el shock
permanente que rige la contemporaneidad y su realidad material.
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