CRT-FIRT Revista de investigación social y cultura proletaria

CRT-FIRT Revista de investigación social y cultura proletaria
Los CRT-FIRT o Cuadernos Revolucionarios del Trabajo (del Folletín Internacional y Revolucionario del Trabajo), han sido concebidos para publicar los resultados de las constantes investigadoras que acompañan toda una vida, en torno al problema que ellos mismos se plantean en los tiempos que nos han tocado vivir: nuestra capacidad productiva. Y cuando decimos “nuestra” nos referimos tanto a cada uno de nosotros como a la sociedad conformada por todos nosotros, convencidos siempre de que es ésta la capacidad más amenazada por la alienación de la población respecto a sus propios productos emanados de sus fábricas, de sus estudios o de sus talleres. Motivados por la estética, su objetivo es avanzar a través del mito, de la dialéctica y de la crítica materialista, hacia la construcción social a partir de lo socialmente dispersado tras dos siglos de civilización industrial frustrada por una gestión obsoleta ya desde que vio la luz. Los CRT es un proyecto colectivo y personal a un mismo tiempo, de análisis de una nueva realidad surgida de la civilización que todavía espera incluso ser asimilada como tal. Es en consecuencia un mito de la modernidad primitiva basado en la producción misma, en el ensamblaje mecánico de información y en la difusión orgánica. Toda civilización no es otra cosa más que una manera de materialización del pensamiento colectivo, -consciente e inconsciente, lo mismo da-, que impera en una época determinada en la humanidad o en una parte de ella.

FOTOGRAFÍA Y ACTUALIDAD

Fotografía y actualidad
el instante eterno de la moda

Resumen:
La fotografía replantea las relaciones de la producción y de la reproducción respecto al recuerdo y la memoria.



Abstract:
Photography raises again the relationships among production and reproduction with respect to memory.


Portada: Procudine-Gorsky, 1909



 No éramos burócratas de la conspiración, sino románticos de la revolución
Otto Braun, citado por Gilles Perralt, “L’Orchestre Rouge”, 1967




        Si consideramos como punto de partida la historia de la imagen, la fotografía siempre vendrá relacionada con la modernidad, a pesar de que arribamos a los 200 años de su nacimiento nada más y nada menos. No obstante, la fotografía junto con el cine sigue hoy unida a la modernidad en nuestras cabezas, –ya sean conscientes o inconscientes-, y es quizás el peso que aún ejerce la pintura y las artes plásticas en general, -opuestas en su definición a lo mecánico radicalmente -, lo que ofrece un marco de anacronismo, un terreno baldío sobre el que la fotografía no termina de lograr la madurez de la que nos hablaba Man Ray, necesaria para ganar el pase al recito sagrado de las Bellas Artes. Sin embargo y quizás paradójicamente, desde las vanguardias históricas en las que el dadaísta norteamericano participó de manera muy activa, se ha insistido, tanto en la teoría como en la práctica, en su condición artística en tanto que registro sobre el que nos podemos expresar y ofrecer nuestra posición frente a la realidad, desde una concepción tradicional de lo qué es el Arte (nótese que nunca nos planteamos qué no lo es)
Se trata de esas nuevas “tierras de nadie”, –en este caso entre el Arte y la realidad, de la que forma parte la reproducción mecánica de las cosas en calidad de imagen o presencia sólida dispuesta por nuestras maravillosas cadenas de montaje-, que han venido a instaurarse nuevamente sobre la superficie de nuestra vida bidimensional desde que la Alemania Nacionalsocialista decidiera invadir la inmensa Rusia soviética desafiando la rotación misma de la tierra tras los pasos de Phileas Fogg: todo por ganar un solo día. La tierra baldía comenzó a poblar las grandes estepas y los inmensos bosques calcinados en gran medida, hasta que se detuvieron. Y llegó el invierno y la fotografía congeló la insípida sonrisa de una muerte dulce. A partir de ahí reinó la Europa de la Reconstrucción, la Guerra Fría, el empate permanente de dos grandes bloques en el constante y enfermizo temor por el instante nuclear, el sueño americano, el consumo fugaz y eterno, la nueva dialéctica plastificada en la sociedad del bienestar, etc. Mucho antes que esa gran y espeluznante aventura del sadismo racista, Europa ya había contribuido a la abstracción del instante con una de sus grandes invenciones: el Arte, concebido como el retrato que disfraza al burgués de noble como si le transfiriera por inyección la sangre azul anhelada desde la Baja Edad Media. Como vemos, las implicaciones de la fotografía con la modernidad son mucho más profundas, por eso ahonda en nuestra subconsciencia, porque actúa en el ámbito de la ideología que nadie localiza por haber sustituido la realidad misma.

La instantánea
            En este sentido, la modernidad de la fotografía reside en su propio modo operandi, aquello por lo que fue realmente descubierta: por su capacidad de eternizar el instante. ¿Acaso no ha sido esto lo que siempre han ansiado todos los regímenes de explotación, eternizarse sobre la superficie terrestre como una gran sanguijuela sobre la piel de su huésped? Los grandes investigadores de la vanguardia histórica, alertados de los peligros que ejerce la abstracción de la representación, comenzaron a trabajar la fotografía como un “otro”, como una imagen reconstruida y concebida para añadirse a la realidad con el mismo derecho que un pato o un zapato. Con ello entregaron la fotografía al Arte sagrado. Todo se presentaba perfecto salvo como siempre las voces más reaccionarias. Quizás ellas tenían razón en aquella ocasión, y por eso Man Ray negó la cualidad artística de la fotografía que hoy inunda museos, salones y salas de exposiciones, a pesar de haberse erigido este pintor americano como el gran maestro de la fotografía experimental. Para conseguir su sello de garantía el Arte debía aún dar un gran salto, el cual todavía hoy no ha logrado, enfrascado en maniobras jurídicas para proteger su monopolio sobre la singularidad frente a las posibilidades creativas abiertas por los nuevos medios numéricos o digitales de manipulación de la imagen y sus modelos, todo con el fin de mantener su capacidad de producción de ganancias abstractas, -el dinero-, porque Arte y tecnología no son buenas compañeras, a pesar de que haya quienes piensen lo contrario. Siendo esta última la que pone los pies de los conocimientos sobre la tierra (según la definición por ejemplo de la RAE), el Arte, abstracto en sí mismo como el capitalismo actual, se resiste y se niega, no quiere ser arrastrada por la fotografía y demás medios de reproducción mecánica, hacia la liberación de la creación y de la construcción, aunque seamos cada vez más los que estamos convencidos de que al final el triunfo de las técnica y de la realidad será inminente en este pequeño pulso infantil. Por el momento, en este sistema económico en el que la fuerza de trabajo (tanto humana como mecánica) sirve a los intereses particulares y no a sus propios objetivos, el arte continúa imponiendo sus propios valores y la fotografía escupe instantes destinados a enmascarar el devenir y la transformación de la realidad con el fin de ocultar y contribuir a la ideología reinante.
        
Instantánea y memoria
            Debemos a Walter Benjamin el haber puesto a la memoria en relación directa no sólo con la fotografía sino con todos los medios de reproducción mecánica. En el momento en que esta última es visualmente perfecta, sustituye al recuerdo. Sin haber ofrecido predicción alguna por su parte, Benjamin anuncia así una nueva inteligencia que se desplaza a través de la información almacenada en soportes minerales: hoy ya no retenemos nombres de películas cultas y de músicos extravagantes para seducir a las mentes inquietas. Nos desplazamos con nuestros portátiles y los enseñamos ahí donde hayamos fijado nuestra cita o allá donde nos lleve la inercia de nuestros pies. El almacenaje de la energía lo permite el redescubrimiento de ciertos metales como el titanio. ¡Pero ojo! Este final definitivo de la evocación de las palabras ante la omnipresencia del recuerdo, sólo podrá hacerse efectivo si lo que manejamos no evoca sino que se materializa definitivamente en los registros sonoros y visuales legibles a través de la lectura digital. ¡Dejemos a los nostálgicos luchando por la liberación de Grecia contra la dominación turca para admitir un mundo donde ya no existen fronteras ni culturas y donde tan sólo fluye la inercia de nuestra carne que se expande armónicamente y se contrae esporádicamente según incentivos que un cefalópodo jamás logrará entender. No obstante, aún todo esto queda por acontecer hasta que no asumamos abiertamente todas nuestras capacidades. Hoy vivimos una época prerrevolucionaria en la que los medios tecnológicos van sembrando las necesidades de un nuevo futuro que la fuerza realmente trabajadora, próxima a los medios de producción, deberá instaurar de manera certera y desarrollar en una nueva sociedad. Por el momento reina una bonita esquizofrenia establecida entre estos medios de producción y sus posibilidades técnicas, y el sistema que lo rige ansiado de nobleza y singularidad individual. Los hijos de este desafortunado aunque poético matrimonio son el derroche (fruto del sometimiento de la materia a este idealismo) y la moda, la única manera que encuentra la producción cultural de evocar la Historia perdida y congelada. Alfred Jarry sabía muy bien que el teatro se localizaba en la producción menor, en las elucubraciones infantiles, fuera de las unidades aristotélicas de acción, tiempo y espacio. Pero antes, Aristóteles supo aún mejor que el anacronismo es un esperpento, el ensamblaje mecánico de una multitud dispar de partes procedentes de diferentes lugares y épocas, exactamente como los museos. En todos ellos se dan la mano la historia y la moda a espaldas del tiempo. 

Papier glacé: moda e historia, olvido y recuerdo
            Han sido mentes despiertas del romanticismo como Stendhal (Henri Beyle), las que han distinguido las modas de la historia en tanto que continuación de la extracción alquímica de las esencias: “la ciencia de la moda es cambiar sin cesar porque la clase rica quiere en todo momento distinguirse de la clase burguesa, que se obstina en imitarla, mientras que el bello ideal no varía sino cada diez siglos con los grandes intereses de los pueblos”(Stendhal, Salón de 1924). Es en este terreno –el romanticismo del siglo XIX- que encontramos el origen de las dos fuerzas actuales enfrentadas dialécticamente: una revolucionaria que reafirma la Historia a la espera de los cambios que la sociedad decide, y otra que la niega para aclamar entre lamentos un instante permanente que sólo cambia en sus formas pero no en su esencia. Éste es el acelerado cambio al que se refiere Baudelaire, quien bastante más joven que Stendhal, se negaba a distinguir la historia de las modas. Aunque lanzaba duros ataques contra la fotografía, sitúo al poeta en una función muy próxima a ella: la de extraer lo que queda de permanente en esta realidad sometida al cambio progresivo hasta lo vertiginoso. La fotografía, a su entender, ridiculizaba esta función de la poesía y de la pintura con su superficialidad mecánica y nominativa, por ello la despreciaba rotundamente. La fotografía aceleraba la vida como la moda, la cual acabó engullendo a la Historia en autores posteriores como Georg Simmel a través del kantianismo, y otros practicantes de los métodos semióticos (con ciertos precedentes también en el formalismo kantiano) como Roland Barthes o Jean Baudrillard. La Historia fue lanzada al reino de las entelequias o, peor, fue remplazada por la moda misma, y todo ello a pesar de la insistencia de Benjamin en ubicarla en su lugar frente a la poesía de la moda y de la modernidad en general.
            Desde Baudelaire, estas voces ilustres pero reaccionarias (en cuanto a la materia y a la abstracción ideal) se han erigido paradójicamente como las más modernas a través de los argumentos de Benjamin, frente a otras mucho más progresistas y democráticas como la de Stendhal, enemigo siempre de la rama más tradicional y nacionalista del romanticismo. Y eso se lo debemos al sistema reaccionario que hoy rige el mundo. No se trata del aquel viejo y casposo argumento de historiadores como D. D. Egbert por el que los extremos políticos se encuentran detrás de la democracia presente, sino de la confusión nutrida desde arriba (el mercado) entre lo singular y lo plural, entre lo vulgar y lo auténtico. Gracias a esta confusión que mantiene el consumo y con él el mercado, lo más conservador se presenta como la alterativa a lo revolucionario, lo que se sirve de la alternancia formalista de las modas (Simmel, Die Mode, 1923) que alimenta el recuerdo y el olvido a instancias del consumo. Cuando hablamos de “memoria histórica”, ¿no nos estamos refiriendo acaso a un término de gran actualidad porque está de moda?
            Es a partir de este punto de nuestra argumentación que podemos comentar la exposición itinerante (Berlín, Milán, Edimburgo, París, Zurich, West Palm Beach, Fort Worth y Tokio) recién inaugurada en el Museo de la Moda de París Palais Galliera bajo el título “Papier glacé” (25 de febrero – 25 de marzo de 2014), ora de hielo ora de azúcar, dedicada a la fotografía de moda conservada en los archivos (New York, Paris, Milán y Londres) del director Condé Nast (1873-1942, aunque su colección acoge muestras desde el nacimiento de la fotografía de moda en 1911 hasta la actualidad) de las revistasVogue, Glamour y W. Versada en la fotografía y la costura, podemos interpretar este encuentro a partir de la capacidad productiva de la fotografía: ella produce moda. Pero este servicio cultural –siempre que lo podamos denominar así- invierte los argumentos baudelarianos, si bien en cierta manera esto ya fue advertido por el vértigo del propio Baudelaire aún anclado en la aristocracia del viejo mundo. Ahora es el fotógrafo quien extrae lo sustancial de la realidad para crear moda, porque ella es lo que permanece hoy por un lapsus de tiempo que en nuestra memoria va a ilustrar fragmentos de nuestra vida. Se trata de la diferenciación establecida por Georges Ritzer entre el estilo y la moda, siendo esta última el estilo predominante de una época en respuesta a la necesidad progresiva de cambios formales de los bienes materiales y de servicios impuesta por el consumo. A partir de ahí este autor neoyorkino establece un ciclo de las modas más o menos orgánico a pesar de la participación de la voluntad de los profesionales involucrados, consistente en un origen, una expansión y una decadencia que, basadas en lo efímero de la vida misma, viene a coincidir con aquella que ya hace más de dos siglos estableció Winckelmann para el Clasicismo y con ello para todos los estilos y épocas de la Historia del Arte (formación, esplendor, expansión y decadencia): la moda suplanta de nuevo a la Historia. Sin embargo, la particularidad añadida por parte de Ritzer consiste en su mecanismo evolutivo: surge una idea original que luego será imitada por otras firmas en el régimen que sea (patentes, derecho de autor, plagio, etc.) hasta alcanzar la sobreabundancia que exige nuevos modelos para mantener la base del consumo. ¿Acaso no se trata de la misma relación que establece la fotografía y los medios de reproducción mecánica con el modelo original natural, con la pintura erigida ante ella como la singularidad de la mano artesanal y más profundamente con el recuerdo mismo? ¿Acaso la moda no ataca directamente al recuerdo? Retomemos la muestra que aquí nos concierne.   
            Quizás Papier glacé sea la exposición más trascendente históricamente hablando, de las versadas sobre la fotografía de moda, gracias sobre todo al recorrido de la revista Vogue - posiblemente la más famosa de este género de revistas. En ella han trabajado grandes fotógrafos del siglo XX, desde representantes de las vanguardias históricas (antes el clásico Barón Adolf de Meyer) como Edward Steichen, colaborador de la revista neoyorkina de fotografía Camera Work y fundador junto con Alfred Stieglitz de la galería de arte 291, -germen del dadaísmo neoyorkino-, por lo que no nos debe sorprender que tras él Vogue haya contado entre sus colaboradores con los antiguos dadaístas Man Ray (quien como Charles Sheeler, también presente en esta exposición e igualmente norteamericano, ha oscilado a lo largo de su carrera entre la pintura y la fotografía) y Erwin Blumenfeld, este último recién consagrado como uno de los representantes más importantes de la fotografía del siglo XX tras la exposición monográfica que le ha dedicado hace unos meses el museo Le Jeu de Paume de París (15 de octubre – 16 de noviembre). Con ellos las vanguardias encontraban una aplicación real en la sociedad para sus investigaciones materiales en torno a la imagen (solarizaciones, fósiles fotográficos, fotomontajes, fotogramas, rayogramas, monotipos, coloraciones manuales, etc.), apoyados en ese puente que establece tanto la fotografía como registro expresivo, como la moda en tanto que fenómeno social de constante actualidad, lo que alcanzó décadas más tarde la iconografía pop de David Sims y Peter Lindbergh, o la fotografía documental y amateur de Corinne Day o Terry Richardson y que hoy en día inundan las galerías, salones, ferias y demás salas de exposiciones, además de las iconografías de la Historia del Arte aplicadas a los nuevos registros mecánicos a modo de Bill Viola (por ejemplo Deborah Turbeville) como encuentro alternativo y más “clásico” entre el arte y el no arte, entre lo orgánico representado y lo mecánico producido. Sin embargo, hay que advertir de la evolución por la que tras el gran lapsus de la II Guerra Mundial se invierte la comunicación entre estos dos ámbitos contrarios, entre el arte y el no arte como confusión que alimenta el instante eterno del consumo (el objeto permanente tras los escaparates que enmarcan las calles por las que deambula el flâneur de Baudelaire): Man Ray vuelca su lenguaje plástico por ubicar a su modelo observando atentamente un álbum fotográfico con formas geométricas puras, sus propias sombras si nos atenemos a su famosa pintura La funámbula acompañada de sus propias sombras (1916), así como los homenajes a Seurat y Malevich por parte de Blumenfeld, en cierta manera prologado por autores como Cecil Beaton. Paulatinamente y de la mano de fotógrafos con una mayor conciencia profesional quizás, paradójicamente, los aspectos y las citaciones artísticas sirvieron para otorgar una categoría más elevada a sus ilustraciones, como es el caso de Deborah Turbeville, en el que, en realidad, esta trasferencia de lo artístico a lo fotográfico acontece a un nivel temático materializado en escenificaciones que disponen de lo artificial como natural y viceversa.       
            Si somos avispados y sabemos prescindir de lo artístico, esfuerzo que en el fondo la realidad exige siempre a todo buen historiador y crítico del arte, podremos apreciar estas manifestaciones fotográficas dedicadas a la moda con todo su artificio, como una gran aportación inocente y simultánea, manifestación de su época, a lo que el joven Hegel reclamaba a finales del siglo XVIII como “la mitología de la razón, la mitología de un mundo nuevo”. Para ello encontramos un buen ejemplo en la sistematización temática que ha realizado la comisaria de la exposición en París Nathalie Herschdorfer de una manera sagaz y oportuna, por basarse en una lectura subjetiva. ¿Cómo agrupar por género temáticos un tipo de fotografía que ya de por sí es reconocido como un género dentro de este medio junto con el retrato, la fotografía de reportaje, la fotografía artística, etc.?  Posiblemente porque sin saberlo la comisaria se haya basado en la pintura: retratos, paisajes, escenarios, bodegones, siluetas, ficción, el cuerpo humano… Sí, es cierto. Como la moda y el Arte, Herschdorfer recurre al capricho individual con el que hemos adjudicado una singularidad a nuestra capacidad de juzgar y con ello la distinción misma de lo artístico como un recinto constantemente aparte, el mismo “caprice” de  Jacques Callot o el “capriccio” de Tiepolo, los cuales se antojan particulares, únicos, como los signos sociales distintivos y que para Simmel originaban la moda, para luego ser emulados por las clases sociales ansiadas de ascender tanto de clase como de originalidad. ¡Demasiado tarde!: la instantánea ya ha sido disparada y ahora sólo queda reproducirla.   

Por una mitología moderna
            ¿En qué términos se acondiciona la entrada de la fotografía en el recinto sagrado del Arte y con ello de ciertos medios de reproducción mecánica privilegiados? Acerca de este último aspecto esencial de la fotografía –su reproductibilidad que acompaña a la construcción de su imagen y a su factura-, ya conocemos las torpes maniobras de las patentes estéticas de limitar arbitrariamente la tirada de imágenes, obviando posibilidades que nos ofrece la técnica como la traducción de los nuevos iconos a múltiples soportes y materiales. Ahora bien, en lo que respecta a la construcción de las imágenes, ¿cómo podemos entender este ingreso académico de la evolución de la fotografía desde el artificialismo de las vanguardias históricas y del nacimiento del “género” de la fotografía de moda con el Barón de Meyer, hasta la influencia de la fotografía de reportaje en los últimos realismos de Terry Richardson? Precisamente gracias a este artificalismo, que es intrínseco aunque compartido desde el inicio de esta “Era Contemporánea” (que poco lo es ya, más bien a modo de retardo) marcada por el nacimiento de la Industria mayúscula, con la construcción de un mundo artificial opuesto a la tradición imitativa representativa abierta por Aristóteles quien, en su poética, contrapuso la “lógica” de las unidades de espacio, tiempo y acción a la intervención de la máquina en la puesta en escena (en la Grecia Antigua jugaban como intérpretes de dioses ayudadas de cimbras y poleas). Claro está que en la fotografía, producto del injerto de un objetivo en el ojo consciente y subconsciente humano, la parte mecánica, aunque progresivamente minimizada desde las emulsiones químicas hasta el sistema numérico, siempre está presente.
La ficción verdadera consiste precisamente en disimular esta presencia constante, y lo podremos percibir siempre y cuando nos olvidemos de la iniciativa que nos corresponde, consistente en desplazar el ojo analítico sobre la superficie como complemento de la visión sintética que percibe la imagen de un solo golpe de vista. Por muy fieles que parezcan ser las imágenes de Terry Richardson y de Corinne Day, y a pesar de su deuda a géneros considerados menos artísticos como el reportaje y la fotografía documental, ellas suplantan esta participación del espectador lector imponiendo un encuadre, un punto de vista, un instante, el cual reduce su rol a simple víctima de la sorpresa, verdadero sentido del shock actual y académico de Rosalind Krauss que nace del mero encuadre gratuito, frente al shock de Walter Benjamin deudor de la sobreabundancia del nuevo orden establecido por el montaje y que convierte a toda la fotografía en un formato surrealista. El arte en este sentido traza una evolución que el propio crítico Michael Fried ha seguido en cierta manera desde la pura presencia artística de Greendberg hasta la literalidad. El ocultamiento de la máquina en el arte ficticio (no basado en la ficción sino en la simulación de un hecho real) nace del disimulo de sus propias maniobras. La escenificación se propone anecdótica y con ello se escinde la realidad y la presentación, con lo que nace verdaderamente el arte en tanto que Institución, es decir, recinto separado de la realidad pero representativa de la misma. En verdad, el Arte nunca fue reconocido como artificio sino como un culto religioso al idealismo. Por eso oculta su materia. Tanto en la fotografía realista contemporánea como en el realismo actual de tipo Ron Mueck, la factura desaparece y la imitación recupera de golpe su anterior poder en forma de simulación, realizado precisamente por creadores que no proceden del ámbito propiamente artístico como la fotografía de reportaje y los efectos especiales cinematográficos, ayudados por comisarios, creadores y críticos que cada día actúan más como si ellos fuesen los artistas en sus elecciones arbitrarias y disposiciones escénicas, todo a la inversa de aquellos pintores y escultores que a principios de siglo intentaron buscar una salida social y efectiva a sus investigaciones materiales, formales y estéticas en general.     
Según esta argumentación, la exposición itinerante “Papier glacé” participa de la “estetización” propia de su época, la misma que Walter Benjamin opuso a la producción y que incrementa el dominio de lo separado en la vida, en el caos de la fotografía y la manipulación de las imágenes en calidad de recuerdos, ya que, gracias a la mímesis y la simulación, sustituye a la memoria en lugar de agregarse. Ahora encontramos sentido a los temas de Nathalie Herschdorfer: el retrato es un cuerpo que se despedaza en los decorados de la vía pública y del que tan sólo restan siluetas en calidad de naturalezas muertas o un recuerdo olvidado.

El recuerdo a través de la tricromía: la Inversión
            El recuerdo fotográfico quiso vivir más intensamente que la memoria, dado que su soporte asegura una pervivencia más allá del olvido y de la defunción de la conciencia entre los ochenta años y la centena más o menos, siempre que una sorpresa accidental no cruce este devenir. Dicho en otras palabras: concebida como un impulso más del hombre hacia la eternidad, la fotografía ansió de la intensidad. No nos vale con vivir para siempre si esta vida no es intensa.
En el lenguaje de la imagen esta intensidad resulta del color, y algunos autores nos han legado trazos desde tiempos remotos de la fotografía que ahora bloquean lo que parecía constituir una evolución consecuente desde lo más primitivo hasta lo más moderno, desde lo más torpe hasta lo más fiel a la realidad, sin que, a pesar de Worringer o Carl Einstein, podamos liberarnos de este viejo complejo europeo. Uno de ellos ha sido el ruso físico y matemático Mikail Ivanovitch Procudine-Gorsky (1863-1944), de quien se ha presentado una muestra en el Museo Zadkine de Paris entre el 6 de octubre y el 13 de abril, consistente en fotografías realizadas en los primeros años del siglo XX. Gracias a la aplicación del procedimiento de la tricromía del británico James Clerk Maxwell (1861), actualizada por el astrónomo alemán Adolph Miethe –con quien contacto Procudine-Gorsky en 1902-, podemos visitar una colección de vistas a color de la vieja Rusia Zarista, sus paisajes rurales y su pluralidad étnica. Sin embargo, lo radical de esta aportación consiste en su método mecánico basado en la división de los colores constituyentes de la luz blanca, por lo que nada tiene que ver con las fotografías coloreadas ni con el cine pintado a mano de Segundo de Chomón y de la firma Pathé. Tampoco con la fotografía estereoscópica que, por ejemplo, experimentó muy tempranamente nuestro aragonés Ricardo Compaire, la cual necesita siempre de una visualización filtrada. Si bien cierto subconsciente colectivo, -y por tanto objetivo-, identifica el pasado inerte con el blanco y negro y el presente con el color de la organicidad de la vida, la fotografía cromática de Procudine-Gorsky, a pesar de sus fines documentales más que artísticos (aunque hoy la veamos en un museo), se muestra radical, como la mecánica hecha vida, el desafío definitivo a María Shelley y a nuestros mismos recuerdos. Nos presenta la Blanca Rusia a color y con ello cien años de envejecimiento bajo la rabiosa actualidad, ante la cual el pasado cobra el color de la inmensidad de la vida mientras nuestro presente se tiñe en el blanco y negro de la concreción.  Pero seamos cautos, el color nació y nace aún hoy de la descomposición de la luz blanca, es decir, de la Blanca Rusia. Siempre será un acto productivo antes que reproductivo, tal y como ocurre con todas las ideologías posibles.  


                                
Manuel S. Oms
Publicado en Aaca Digital nº 26 marzo 2014

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