Manuel S. Oms
Conferencia ofrecida en el congreso "Arte en las ciudades, las ciudades en el arte", organizado por el Observatorio Aragonés de Arte Público (OAAP), 2012
Sao Paulo Brasil, vista aerea
La société où nous
vivons paraît tendue vers la plénitude ou du moins vers le plein (objets et
biens durables, quantité, satisfaction, rationalité). En fait, elle laisse se
creuser un vide colossal; dans ce vide s’agitent les idéologies, se répand la brume
des rhétoriques. Un des plus grandes desseins que puisse se proposer la pensé
active, sortie de la spéculation et de la contemplation, et aussi des
découpages fragmentaires et des connaissances parcellaires, c’est de peupler
cette lacune, et pas seulement avec du langage
[La sociedad
donde vivimos aparece tendida hacia la plenitud o al menos hacia lo lleno (objetos y bienes durables,
cantidad, satisfacción, racionalidad). De hecho, ella deja crecerse un vacío
colosal; en este vacío actúan las ideologías, se esparce la bruma de las
retóricas. Uno de los más grandes designios que pueda proponerse el pensamiento
activo, surgido de la especulación y de la contemplación, y también de los
recortes fragmentarios y de los conocimientos parcelarios, es el de poblar esta
laguna, y no solamente con el lenguaje]
Henri Lefebvre, Le
droit à la ville (1967) (Lefebvre, 1972: 117)
C’est qu’il parle comme
absence. Là où il ne parle pas, déjà il parle; quand il cesse, il persévère. Il
n’est pas silencieux, car précisément le silence en lui se parle. Le propre de
la parole habituelle, c’est que l’entendre fait partie desa nature. Mais, en ce
point de l’espace littéraire, le langage est sans entente. De là le risque de
la fonction poétique. Le poète est celui qui entend un langage sans entente.
Cela parle, mais
sans commencement. Cela dit, mais cela ne renvoie pas à quelque chose à dire…
[Porque habla como
ausencia. Allí donde no habla, ya habla; cuando cesa preserva. No es silencioso
porque, precisamente en él, el silencio se habla. Lo propio de la palabra
habitual es que la comprensión forma parte de su naturaleza. Pero en este punto
del espacio literario el lenguaje es sin sentido. De ahí el riesgo de su
función poética. El poeta es el que entiende un lenguaje sin sentido.
Eso habla, pero
sin comienzo. Eso dice, pero no remite a algo que decir…]
Maurice Blanchot, L’espace
littéraire (1955) (Blanchot, 1955: 55)
Introducción, metodología y objetivos
Nuestra aportación a este seminario
“Sobre arte y ciudades” ofrecido por la Universidad de Zaragoza, parte de la
convicción de que el enorme y rápido cambio suscitado por la Revolución
Industrial, ha debido arrastrar forzosamente una mutación decisiva en las
manifestaciones artísticas, literarias y culturales, y este cambio ha vivido
precisamente su punto álgido entre finales del siglo XIX y la primera mitad del
siglo XX, especialmente con el desarrollo de las “vanguardias históricas”,
denominadas actualmente así con el fin de referir a su función dentro de los
mecanismos de la Historia.
Esto
ha constituido, más que la metodología -materialista, histórica y dialéctica-,
el punto de partida de la mayoría de mis investigaciones, porque –aunque esta
afirmación primera nos resulte a la mayoría evidente-, los mecanismos
ideológicos la ocultan para legitimarse. Ellos constituyen el estado actual de
las cosas y de los hechos, y, como tal, desean presentarse como si fuesen naturales.
Por esta razón la historia es enemiga de la ideología, dado que desmiente que
nuestro presente haya sido siempre así, tal y como Kant advirtió en 1784 en su
filosofía idealista de la Historia, acerca de la convicción de las gentes de
cada época de vivir el mejor y más justo momento. En el proceso de elaboración
de mi tesis doctoral, -El collage. Cambio
esencial en el arte del siglo XX. El caso aragonés (2007)-, el cual
constituye un precedente inmediato de este trabajo, ya me percaté de esta gran
premisa que, pese a su necesidad en cualquier investigación sociológica o
cultural, en la mayoría de los casos pasa inadvertida por estar sumergida en la
densa atmósfera ideológica de nuestro presente: en su momento de mayor
esplendor -con las vanguardias históricas entre 1909 y 1930 aproximadamente-, el
collage y sus derivados materiales no
fueron más que una respuesta inteligente a la nueva situación de la realidad
derivada de la industrialización y de la generalización del mercado capitalista
resultante; esto es, la transformación en mercancía de la realidad y de la vida
en general. Según esto ya no consideramos al collagista un agente de descontextualización caprichoso, poético e
inspirado tan sólo en sus torres de marfil, sino un investigador que busca una
nueva ciencia que otorgue sentido a los fragmentos de una anterior unidad que
encuentra una vez estallada y sus escombros esparcidos en la extensión de un
nuevo espacio, ahora abstracto. El anterior conjunto de los significados se ha
perdido en esta gran explosión casi sincrónica, mientras que la nueva realidad
ha sido caracterizada desde entonces por ser administrada por el urbanismo, precisamente.
Por
ello remitimos a los argumentos de Henri Lefebvre, quien distinguió la ciudad
de lo urbano a partir de la industrialización de las ciudades en la Edad
Contemporánea. Con ella el urbanismo se desgajó como una abstracción
cuantificadora en función de su necesidad dialéctica de un centro definitorio
–el cual se niega sí mismo una vez saturado-, que absorbe tanto el ámbito rural
como el de la ciudad. Antes de la conquista burguesa del poder, ésta última constituía
una realidad espacial conformada a partir de un conjunto de otras sub-realidades
definidas y distinguidas por su función, mientras que lo urbano es la forma que
se desprende de esta realidad y de la sociedad que lo practica, siendo
trasladable a todo tipo de realidades una vez que ha perdido su referente –la
ciudad- en la extensión con la Revolución Industrial de las relaciones de cambio
propias de la sociedad burguesa. En este sentido, el valor de cambio no sólo ha
enmascarado los valores de uso de los objetos hasta hacerlos desaparecer, sino
también las funciones y utilidades de los espacios, productos de la actividad
humana que define la Historia misma (Argan, 1984: 66), hasta el punto de
confundir lo artificial con lo natural sin posibilidad de valorar el esfuerzo
humano real. Si definimos la Historia haciendo uso de una de las máximas del
situacionista Raoul Vaneigem (Vaneigem, 1997: 272), como la sustitución
paulatina de la alienación natural por la alienación social, tal y como se
desprende de la filosofía de la historia de Kant, de Hegel, de Marx y de Lukacs,
podemos afirmar que ante el actual peso inaudito de la ideología en su expansión
y en su concentración, la Historia ha desaparecido, aunque más saludable
resultaría pensar a la espera de un nuevo deshielo, que se ha detenido en un
periodo intermedio que desea desde la abstracción permanecer sobre la vida,
porque, en caso contrario y siendo la Historia la actividad del hombre, deberíamos
reconocer que la vida también se ha volatilizado.
Este
nuevo espacio alienante, extraño y administrado por un urbanismo que según
Lefebvre ha sido desgajado y por lo tanto abstraído para hacerse con la
capacidad de extender el imperio de lo cuántico del valor de cambio del mercado
sobre lo cualitativo de la actividad humana, donde ya no se distingue realmente
la ciudad del campo, donde lo urbano es una masa informe que avanza en su
conquista hasta enmascarar la totalidad de la superficie, coincide con el
“espacio” literario, poético y artístico, tal y como lo ha definido Maurice
Blanchot, ahí donde la dicción sólo remite a sí misma para trasladar lo referido
al referente, dado que éste es el único punto de partida posible en un
mundo donde el valor de uso –la actividad humana y maquinista junto con la
función del producto- se ha desvanecido, y donde prevalece una red abstracta de
relaciones cuánticas, tal y como son estructuradas nuestras calles. A esto se
referían los situacionistas cuando otorgaban tanta importancia a la
transformación de París impulsada por el Barón de Haussmann a partir de 1852
por encargo de Napoleón III: no se trataba sólo de evitar las barricadas de las
revoluciones pasadas, sino, mucho más allá, de acomodar la ciudad a la realidad
del comercio, lo que Guy Debord entendió como “una ciudad construida por un
idiota, llena de ruido y de furor, que no significa nada” (Debord, 1955: 11)
Contemplación o construcción
Marcel Duchamp: peine, 1916
Desde entonces la ciudad se ha convertido en
un libro abierto pero vacío, y no para su lectura, sino para abducirnos en su
monotonía. En este punto debemos retomar la división de las actitudes del siglo
XX en relación con el arte en tanto que Institución Cultural, sistematizadas por
Pierre Restany en L’autre face de l’art (1979):
la función “voluntarista” (volontariste)
y la “función “desviante” o “marginal” (déviante).
Presentadas como dos opciones opuestas, este crítico de arte se refería a la
función “voluntarista” con dos corrientes que más bien conciernen a la
vanguardia occidental (de la rusa y de los países del Este tan sólo comenta a
Malevich): el constructivismo “abstracto” (tal y como lo nombra) y el
surrealismo (Restany, 1979: 29 y 38). Esta consideración procede por
contraposición, de la definición de la “función desviante o marginal” a partir
de cierta mitificación de las diferentes experiencias dadaístas (a excepción de
la de Berlín, la cual considera “la rama voluntarista del dadaísmo”), dado que
las dos corrientes anteriores eran entendidas por Restany como dos
reificaciones y canalizaciones “artísticas” de Dadá. De este modo y en tanto
que historiador y crítico, pudo establecer una cronología de la vanguardia:
1909-1924 para la función “desviante” y 1924-1945 para la “voluntarista”. No
obstante, ¿en qué consistía esta mitificación? Sin duda en la misma que ha
incurrido la historiografía del siglo XX que ha tratado el dadaísmo como un
movimiento generalmente destructor. Es verdad que culminó en Occidente el
proceso de disolución de las anteriores formas representativas iniciado con el
neoimpresionismo de Paul Signac (o el “impresionismo científico” de Félix
Fénéon), el fauvismo y el cubismo principalmente, pero a su vez Dada significó
el punto de inflexión que condujo a la creación de nuevas formas ahora no
miméticas, incluso de nuevas materias. De ahí esa contradicción entre sus
proclamas destructivas y el enorme legado de nuevos géneros, registros
expresivos, técnicas, materias y formas que los dadaístas legaron al futuro (el
rayograma, el fotomontaje, el cine
abstracto, las diferentes vertientes de la poesía fonética, la optofonética, el
ready-made, el automatismo, el uso de
la guillotina en el collage y otros
instrumentos de precisión, etc.; Restany se refería a todo ello como una
“investigación pura”). Lo significativo de esta valoración es cómo Restany
constriñó esta “tabla rasa” a la hora de valorar su legado posterior en los
“realismos” de la década de 1960 que él representó, definió y defendió, a lo
que denominaba “bautismo del objeto” en referencia a los ready-mades de Duchamp (Restany, 1979: 121), lo que limitaba este
“grado cero” de la expresión a un acto nominalista por el que se adjudican
nuevos valores a la realidad preexistente.
Piet
Mondrian, tela Théo
van Doesburg y Cornelis van Eestevens, Contra-construcción,
proyecto, 1923
Théo
van Doesburg y Cornelis van Eestevens, Casa
de artista, proyecto, 1923 Paul
Citroen – Metrópolis, c. 1923
En
el momento en que encuentra el constructivismo como voluntarista por ofrecer una
afirmación artística remitente a sí misma según afirma Restany, al haber
prescindido de los referentes del anterior arte imitativo, tal y como afirma en
los casos de Malevich y de Mondrian (Restany, 1979: 39-41), así como su
compromiso con otro sistema, ya no artístico sino político, tal y como se
refiere al dadaísmo berlinés (Restany, 1979: 31-32), desarma a la vanguardia de
su capacidad de intervención en la vida auténtica mediante el compromiso
político, -que bien participa en la utopía propia de la vanguardia histórica- y
en la construcción de nuevas realidades. Lo grave de este asunto es que amputó
y empobreció la aportación de la vanguardia como proyectos globales más allá de
la mera producción de obras de arte acabadas, para tan sólo concederle la
posibilidad de dedicarse a una investigación eterna que nunca materialice sus
resultados, quizás para reservarlos a la gestión de poderes interesados e
institucionalistas: la Crítica del Arte y la Historia del Arte en su caso, la
Museología y el Mercado artístico. Las telas de Mondrian y Théo van Doesburg no
pueden entenderse sin sus textos teóricos, los cuales ubican el fin de su
“nueva imagen” en la construcción de un nuevo entorno humano diferenciado de la
naturaleza y afín a sus necesidades perceptivas, organizativas y constructivas
(Mondrian, 1993: 125-138), más preocupada en el urbanismo por encontrar en él la
materialización última de sus investigaciones, gracias sobre todo los trabajos
de Jacobus Oud, Jan Wils, Rob Van’t Hoff y Cornelis van Eesteren (“Probablemente
el arte plástico y especialmente el arte menos subjetivo, la arquitectura, dada
su apariencia a-lingüística, podrá llegar a generalizar la conciencia
plástica”. Van Doesburg, 1986: 122). Y lo mismo ocurre con las ideas
urbanísticas de Malevich como realización última de su proyecto suprematista,
expuestas en su artículo “La pintura en el problema de la arquitectura” (Nova Generacija nº 2, 1928, pp. 116-132; en Malévitch, 1994: 7-17) y materializadas en sus “arquitectones” concebidos en
colaboración con Nikolai Suetin, maquetas blancas en madera para edificaciones
futuras y liberadas de los condicionamientos materiales de la materia en
función de las posibilidades técnicas del hombre. Por otro lado, la exclusión
del arte “desviante” por parte de Restany de todo arte comprometido
políticamente, impide apreciar los compromisos de los fotomontajistas berlineses
(John Heartfeld, George Grosz, Hausmann, Johanes Baader, Hannah Höch) y su
aportación en la investigación de nuevas técnicas objetivas de expresión, no
sólo en la producción de ilustraciones aisladas, también, en el caso de los
soviéticos (Gustav Klucis, Alexandra Etxer, Luibov Popova, Varvara Stepanova,
Alexander Rodchenko, etc), en el diseño de decorados, quioscos, carteles o
textiles, concebidos todos ellos para participar activamente en la vida pública.
Incluso los fotomontajes de Paul Citroen o Erwin Blumenfeld nos proponen con
sus composiciones en cruz propios de la vanguardia holandesa, derivas a través
de los nuevos trazados generados desde la yuxtaposición de anteriores retazos
(ver Adkins, 2009: 135-139), como aquellos que por montaje nos ofrece el kino-pravda de Dziga Vertov con el fin
de reconciliar la nueva naturaleza con el espectador (Vertov, Dziga, “Kinopravda et radiopravda”, Pravda 16-julio-1925, en Vertov, 1972:
77-81)
Malevitch,
Arquitekton Gota / Malevich,
Arquitekton Alfa C4 / Malevich,
Arquitekton Gota, 1927 / Nikolai
Suetin, Arkitekton, 1926
Dziga
Vertov, un hombre con una máquina,
1929
Primera reacción negativa y su
representante positivo
Henry
Monnier, Flâneur, 1842 Honoré
Daumier, Un día en que no sé paga,
1852
La
propuesta de Restany limitaría al artista auténtico del siglo XX a una proposición
contemplativa, valorativa y sin posibilidades reales para incidir en la
sociedad. Es cierto que el nominalismo y la valoración de la realidad es el
primer paso en una actitud decididamente experimental, pero también que la
frontera entre la contemplación y la intervención es excesivamente delgada e
imposible de delimitar. Se diluye en la práctica. Aun así, esta reflexión
nuestra, sobre la sistematización entre un arte nominalista y otro constructivo
sufrido por el arte de vanguardia, nos permite iniciar nuestro recorrido, dado
que la primera toma de conciencia sobre la nueva realidad desencadenada por la
Revolución Industrial burguesa, fue nominalista y, como tal, procedió de la
literatura. Nos referimos a la poesía de Charles Baudelaire (1812-1867), pionera
en el recién creado mundo del capitalismo triunfante, y con la que
“romanticismo” ya se identificaba abiertamente con “modernidad”, sin bien esta
relación ya la encontramos en la estética de algunos de los románticos alemanes
como Novalis o Jean Paul Richter y, sobre todo, en la de Hegel. El mecanismo
romántico de Baudelaire era el mismo que definía en Les paradis artificiels su proceder poético como una “hechicería
evocadora”: extraer lo permanente de lo transitorio del mundo moderno (aquello
que queda desechado por la criba de la mercancía: la embriaguez, las prostitutas,
las gentes de las calles, vagabundos, traperos, dandis, etc., incluso los
transeúntes, así como la moda en tanto que encarnación misma de lo transitorio,
lo que permanece deseable en su fugacidad. Todo ello conforma lo que él
entendía como “el lado épico” de la modernidad por remitir al estadio más salvaje
del hombre), siendo este devenir un proceso en progresiva aceleración que, en
el fondo, convierte su presente en un libro vacío y sin valor, capaz de absorber
tanto la moda como la Historia. Y ese valor real de las cosas no es más que su
singularidad, su aura.
Sin
embargo, esta posición adoptada por Baudelaire, pionera en la formulación y
reconocimiento de una poética de la modernidad, resultó radicalmente negativa
al significar al mismo tiempo la primera reacción literaria de envergadura
teórica ante la ciudad contemporánea, es decir, ante el urbanismo industrial.
Realmente, fue Walter Benjamin quien definió un siglo después al poeta moderno
a partir de su experiencia como flâneur
(“paseante”), una condición social y dialéctica que lo califica por su punto de
vista externo y hasta objetivo al no compartir la especialización (el flâneur tan sólo pasea), pero que en
cambio se integra en la masa “como un abandonado” que comparte su condición con
la mercancía (Benjamin, Iluminaciones II,
1998: 70-71). En este sentido, el concepto de aura de Walter Benjamin resulta
más significativo para este ensayo, aun sin contradecir el aura como singularidad
aristócrata de diferencia de sangre de Baudelaire. Para el filósofo alemán esta
singularidad de las cosas y de las situaciones la ofrecía la capacidad de ser
recordadas. De este modo, el peso de la ontología en Baudelaire era condensado
en el recuerdo, lo que enlazaba con la importancia que concedía a los medios
mecánicos en la cultura contemporánea, dado que sus reproducciones exactas
sustituyen en nosotros el recuerdo y los constriñen en sus marcos físicos
(Benjamin, 2000, Tome III: 273-286). De ahí la necesidad de un verdadero
estudio analítico de la imagen. Su inmediatez reproducida mecánicamente produce
el shock, dado que ya no se trata de una imagen sustentada en el recuerdo sino
que ésta es remplazada por una óptica de precisión que nos supera, lo que encuentra
un correlato no sólo en los medios de reproducción técnica de la modernidad, -los
más paradigmáticos la fotografía y el cine-, sino también en las cesuras que
supone la yuxtaposiciones de escaparates y comercios en el trazado de las
calles de la nueva urbe, y que el flâneur
recorre hasta definir su deriva por la sucesión de una realidad ofrecida en una
cadena periódica tras la apariencia de la virtualidad destilada por las
vitrinas protectoras, como si se tratase de los fotogramas que un film pone en
movimiento, hasta que él mismo se integra junto con el resto de los transeúntes
en esa masa informe que engendra el fetichismo. Ahora la ciudad moderna e
industrial es el libro vacío, el “espacio literario” definido décadas más tarde
por Maurice Blanchot, hasta el punto de que el poeta debe replantear su rol en
este nuevo contexto: ¿para qué escribir lo que ya está escrito en la realidad
misma, y reproducido en la mercancía? Baudelaire concibió su poesía como una
“extracción de quintaesencias”, lo que encontró su correlato en la “alquimia
del verbo” de Rimbaud, tan diferente a él por la concreción de sus palabras, pero
igualmente interesado desde un punto de vista fenomenológico y bajo la máxima “yo es un otro” de su Lettre du voyant, por los desechos de la
realidad al ser tamizados por la mercancía:
“las
pinturas idiotas, rótulos, decoraciones, telones de saltimbanquis, enseñas,
cromos populares; la literatura pasada de moda, latín de iglesia, libros
eróticos con faltas de ortografía, novelas de nuestras abuelas, cuentos de
hadas, libritos de la infancia, viejas óperas, estribillos bobos, ritmos
ingenuos” (Rimbaud, 1999: 84 y 192)
Alfred
Jarry también extrajo lo que permanece de un París abnegado por estáticas marismas
en sus Gestes et opinions du Docteur
Faustroll. Pataphysicien. Roman néo-scientifique (publicada póstumamente en
1911), las cuales señalan la detención del tiempo y del espacio necesario para
la que la ficción y la novela como ensamblaje heráldico tenga lugar (Jarry,
1972: 674-675). Sin duda, esta concepción vacía del libro responde a la idea de
ciudad como espacio literario que en estas líneas hemos ido perfilando, el cual
también quiso ser sustituido por el “libro absoluto” de Mallarmé en
contraposición a la amplitud abarcada por la prensa –fenómeno de la
contemporaneidad- a costa de reducir su registro expresivo. Para ello Mallarmé
incorporó el vacío de la página en blanco, ahí donde todo podía ocurrir y que
la tirada de dados (Cosmopolis, 1897;
1914, Nouvelle Revue Française) en forma de lenguaje deseaba combatir para
minimizarlo. Desde entonces la ciudad ya no fue un vacío, sino un libro
infinito que inducía a todo aquel que lo descubría a abrirlo, aunque sólo fuese
por curiosidad.
Mallarmé,
Un coup de dés, 1897
Las primeras posibilidades
creativas de la ciudad contemporánea
No
obstante, esta nueva toma de posición negativa de Mallarmé frente a los
fenómenos contemporáneos desprendidos en última instancia de la Revolución
Industrial, junto con la extracción de lo que permanecía en la progresiva
aceleración de la Historia en la literatura de Baudelaire, así como la
detención de la vida parisina en la novela “néocientífica” de Jarry, se tornó
positiva tempranamente en la literatura de algunos de los representantes de la
generación simbolista y tardorromántica, sin ir más lejos en Le Surmâle. Roman moderne de Alfred
Jarry (1902), precedente inmediato de la literatura de F. T. Marinetti y de los
futuristas (ver por ejemplo Lista, 2008: 60 y 78), aunque antes tengamos que
remontarnos a Auguste Villiers de l’Isle d’Adam, a la poesía científica de
Charles Cross, o al humor de Alphonse Allais, de los fumistas, de los
incoherentes y de los hidrópatas en general, o a la primera ciencia de ficción social
de Hebert George Wells, hasta alcanzar los trenes o los postes eléctricos de
Henry Bataille.
Sin
duda encontramos un claro punto de inflexión en Isidore Ducasse, quien en sus Poésies (1870) y bajo la firme convicción
de que la “poesía debía ser hecha por todos”, reclamó la necesidad del plagio
para ser consecuente con el “progreso” (Ducasse, 1973: 306, 311-312). En este
caso valoramos una toma de conciencia de las nuevas técnicas mecánicas y
automáticas de la reproducción de precisión. Por ello Ducasse añadió: “alcanza
la frase de un autor, se sirve de sus expresiones, borra una idea falsa, la
remplaza por la idea justa”, lo que adelantaba la necesidad planteada por
Walter Benjamin en su manuscrito “El autor como productor”, de que el artista
eligiese el medio más apropiado según las necesidades de su momento histórico y según su realidad, lo que determinaba la dimensión ética de su
aportación en función de la técnica. ¿Acaso no ultima esta idea –a pesar de
haber quedado oculta y alienada en el capitalismo salvaje actual- la reivindicación
de una mitología moderna expuesta por Hegel, Hölderlin y Schelling en El proyecto más antiguo del sistema del
idealismo alemán hacia finales de 1796, aunque no fuese editado hasta 1917,
curiosamente? (Hegel, 1998, 219-220). La necesidad de acomodar los
procedimientos expresivos a la nueva realidad introdujo una nueva variante aunque
esencial: la Historia. Y precisamente fue ésta la diferencia fundamental entre
Baudelaire y su estudioso Walter Benjamin, dado que si para aquél consistía en
una recuperación de lo eterno del devenir vertiginoso de la historia moderna,
para éste era todo lo contrario: la conforma el pasado que permanece sujeto a
las relaciones dialécticas entre la memoria y los medios técnicos de
reproducción propios de la contemporaneidad (Benjamin, 2000, tome III:
430-431), por lo que su interpretación del legado baudelariano resultó
igualmente dialéctica.
Baudelaire
condenó la Historia. No la diferenció de la simple moda como sí lo hizo su
contemporáneo romántico Stendhal. Sólo así podía acusar su aceleración, que en
el fondo no era más que parálisis de la misma en tanto que actividad humana,
tal y como la hemos expuesto al inicio de este artículo, dado que tras la
Revolución Industrial esta actividad era enmascarada y eclipsada por la
mercancía hasta el punto de que el fetichismo, una vez más pero en una nueva
versión, se generalizó en todos los comportamientos. Según este fenómeno de
orden psicológico hemos retornado a una nueva prehistoria, dado que la historia
se ha paralizado en un paréntesis del Mercado por constituir éste un periodo de
transición hacia una sociedad superior, tal y como anuncia la profunda
transformación técnica. Y es aquí donde encontramos el punto de encuentro de
las dos tendencias más generales de nuestra cultura contemporánea: el
maquinismo de la Revolución Industrial y el estado primitivo al que retorna el
individuo ante la mercancía desprendida. Esta dialéctica define al completo las
propias contradicciones de la ciudad contemporánea, cuántica y conformada por
series no periódicas de unidades ensambladas por el shock. Ya no se trata sólo
de la simple atracción por lo exótico determinado por el positivismo científico
decimonónico y el descubrimiento de los últimos rincones del mundo por el
desarrollo de los medios de transporte, tal y como lo expuso Gombrich
(Gombrich, 2003: 196-199). Hace ya casi un siglo que Carl Einstein (Einstein, 2002:
36) reivindicó una interpretación más profunda de las funciones de las artes
primitivas (determinadas por una evolución histórica apenas existente y muy
cuestionable) según las nuevas necesidades del hombre occidental, camino que
desarrollaría luego el grupo Documents
de Georges Bataille y, en última instancia, la antropología moderna determinada
por el estructuralismo de Claude Lévi-Strauss, especialmente por su concepto de
ensamblaje primigenio (Lévi-Strauss, 1988: 62-63). Para quienes ven en la
volatilización de la conciencia histórica en forma de trabajo alienado y de
consumo abstraído, una de las pérdidas contemporáneas, quizás la más
significativa por su gravedad, el reconocimiento de la nueva naturaleza urbana
se convierte en una necesidad, porque el vacío abierto por esta pérdida se
añade al del espacio literario. “Fetiches” es precisamente el calificativo que Julia
Kristeva emplea para referirse al material que la literatura incorpora en sus
estructuras, por lo que el fetichismo sería “un collage de inversiones pregenitales del sujeto, que enmascara (es
decir, que actúa a la vez como un impedimento y como una protección) a la
mirada del objeto real” (Kristeva, 1974: 362).
La
primera toma de conciencia de Isidore Ducasse, precedente inmediato del
automatismo surrealista bajo el título de Comte de Lautréamont en Les Chants de Maldolor (1869) y su
definición de la belleza como el “encuentro fortuito” de dos realidades
opuestas en un contexto que en principio no les corresponde, ensalzó y se
aprovechó de ese vacío que desmiembra la realidad en un amasijo de vestigios de
un pasado que románticos como Baudelaire o Rimbaud valoraban con cierta
nostalgia. Recurrió a la reproducción exacta de los medios técnicos destinados
para ello, por ejemplo la fotografía; también a los medios de expresión que escapan
a la conciencia en tanto que fenómenos azarosos, los mismos que el urbanismo
sustituye por el shock de la mercancía para hacernos vivir una nueva naturaleza,
ahora artificial. Este vacío en la conciencia aún permitió a Raymond Roussel
trabajar por primera vez en Impressions
d’Afrique (1910), con palabras homónimas en lo que resultó un
desdoblamiento entre escritura y lectura, lo que ha animado a su estudio a
estructuralistas y postestructuralistas como Julia Kristeva o Michel Foucault.
En este sentido, al imperio de la mercancía desprendida de la Revolución
Industrial, hay que añadir el nacimiento de la filología como disciplina
positivista a finales del siglo XVIII a partir de los estudios de las
onomatopeyas y de las expresiones monosilábicas de Giambattista Vico, y en el
contexto del idealismo alemán, sobre todo por los de Johann Gottfried Herder, los
de Johann G. Hamann y, desde un punto de vista nacionalista, los de Johann
Gottlieb Fichte (Clair, 1998: 103-110), lo que evolucionó hasta la semiótica de
Charles Sanders Peirce y la lingüística de Saussure. Sin duda todo esto implicó
una objetivación de las palabras al perder sus referentes de significación
(Foucault, 1966: 49-50 y 309), si bien los expresivos quedaron atrás, al inicio
Edad Moderna con la aparición de la imprenta. La única manera de poner en
movimiento las fuerzas de producción enmascaradas por el valor de cambio de la
mercancía era la máquina, el mismo medio que había propiciado, subyugado por
sus intereses, el desarrollo del capitalismo generalizado. Es así que también
en las primeras décadas de nuestra Edad Contemporánea, antes de que el
positivismo de Auguste Comte se dejase seducir por el positivismo de las
ciencias exactas, Donatien Alphonse François de Sade (1740-1814), conocido como
el Marqués de Sade, reconocido vivamente por surrealistas y situacionistas, ya
adoptó este modelo para tan sólo dictar catálogos de perversiones posibles que acarician
la libido de la imaginación del lector, ahí donde se produce en verdad el acto
creativo. Por lo demás, su extensa producción constituye para nosotros
literatura gris, en su época enciclopedista, donde no encontramos ningún
indicio de erotismo ni desnudamiento. Su lenguaje, como en el caso de Mallarmé
aunque en un registro literario diferente, incide sobre la realidad que ahora
no refiere, sino que desea referir. Constituye por todo lo afirmado su
verdadero motivo de subversión, tal y como reconoció su discípulo Apollinaire
(Apollinaire, 2006: 84), el mismo que en 1907 quiso emular sus fábulas,
tremendamente objetivas, con sus Onze
mille Verges ou Les Amours d’un hospodar. Por lo tanto, el lenguaje de Sade,
como en el caso posterior de Jules Laforgue, o el de Raymond Roussel al
entender por él un conjunto de “impresiones” (de ahí las “Impressions
d’Afrique”. Kristeva, 1981, tomo 2: 17-18) actúa sobre la realidad exterior porque
la ha perdido de antemano. Por esa razón adopta el mecanismo mecánico según
Barthes (Barthes, 1997: 147-149, 162 y, acerca de las máquinas de tortura,
175), lo que para Annie Le Brun (refiriéndose concretamente a La Philosophie dan le boudoir publicado
en 1799) constituye una máquina teatral (la misma que atentaban contra la
verosimilitud en el teatro clásico según la Poética
de Aristóteles) que pone en escena a los personajes (Le Brun, 1993: 240)
De la iconografía a la materia
Estos
precedentes establecen una evolución que encuentra su máxima y nuevo punto de
inflexión en Guillaume Apollinaire (1880-1918), por ser el autor que más ha
inspirado a las vanguardias históricas en su globalidad, sobre todo desde su
apoyo a los futuristas en 1913 y por su conferencia L’Esprit nouveau et les Poètes de 1917. Podemos afirmar que, junto con
Roussel, Apollinaire culminó lo que los surrealistas Marcel Jean y Arpad Mezei
entendieron como “génesis del pensamiento moderno”, así como el “espíritu de la
yuxtaposición” definido por Roger Shattuck como “la colocación de una cosa
junto a otra sin conexión” (Shattuck, 1991: 274). Este autor, profesor en la
Universidad de Texas de literatura francesa, también sistematizó el principio
de la sorpresa en los precedentes de las vanguardias históricas, aludiendo
concretamente a la conferencia de Apollinaire de 1917 (Shattuck, 1991: 244-245),
donde reivindicó este valor en la poesía frente a la belleza, en función de la
verdad y de la necesidad de adentrarse en lo desconocido, todo ello justificado
en la época “del teléfono, de la telegrafía sin cable y de la aviación”
(Apollinaire, 1991: 945-951). Con ello propuso adentrarnos en las vísceras
mismas de las grandes urbes contemporáneas, tal y como procedieron unos años
después los surrealistas. Pero no sólo eso, sino también valerse de estos
mismos adelantos técnicos para producir poesía, con lo que alejaba el estigma
del “esteticismo” en favor de lo inmaculado respecto al conocimiento.
William
Turner, Lluvia, vapor, velocidad,
1844
Con
ello la máquina fue reivindicada una vez más como un modelo para el lenguaje,
capaz de crear el shock propio de las calles dominadas por los escaparates y
los objetos yuxtapuestos, de la misma manera que Roussel no nos narra
historias, ni declama versos, sino –como Sade y la heráldica de Jarry- escenas
que se activan con la imaginación del lector. De esta manera y a pesar de
esquivar la producción de una historia ficticia, nos ofrece los medios propios
de la poesía a partir del lenguaje (Ferry, 1953: 149-150), cuyas palabras se
prestan tal y como los objetos aparecen y desaparecen en un rastro. Ante este
vacío referencial, Michel Foucault ya advertía cómo la civilización sólo ha
sabido reaccionar con el formalismo y con la psicología, aludiendo
concretamente al “inconsciente” (Foucault, 1966: 312), hecho respaldado por
Kristeva al establecer una estructura interna y otra superficial del texto
poético (Kristeva, 1974: 266). Bastante antes, en la década de 1910, el
formalismo ruso ya compenetró estas dos vertientes, al establecer la desviación
del lenguaje como referente (lo que afirma el vacío) en su uso artístico y
poético con el fin de crear cesuras y fisuras en el compacto devenir de la
cotidianeidad (Eichenbaum, 2002: 27; Jakobson, 1977: 46-47; Chklovski, 2008: 20),
por lo que ya entonces devino un instrumento de apropiación de la realidad
que, bajo la forma de la mercancía, se presenta extraña. Este procedimiento se
ha desarrollado parejo con las arte plásticas.
Gustave
Courbet, Entierro de Ornans, 1850
Hay
que tener en cuenta que la nueva realidad en su doble acepción mecanicista y
mercantil, fue igualmente recogida en los programas iconográficos pictóricos,
por ejemplo por Joseph Wright of Derby (1734-1797) o por William Turner
(1775-1851), antes de que el realismo lo adoptase, aun sin saber en el caso de
Courbet si para derivar en una preocupación social según Proudhon, o, tal y
como opinaba por ejemplo Émile Zola, para indagar en los elementos plásticos
propios de la pintura gracias a la banalidad de los temas. En cualquier caso
así fueron las escenas burguesas y urbanas para Manet y para los pintores que
abarcan desde el impresionismo hasta el fauvismo, mientras que para los
neoimpresionistas o impresionistas científicos como Paul Signac, estos
elementos educaban con su armonía la sociedad. Es así que este proceso se
define como la traslación de los motivos de la nueva realidad artificial desde
el programa iconográfico hasta el material y la técnica, culminando en el
cubismo genuino de Picasso, Braque y Gris y sus papiers-collés, en los que aparece la prensa con sus alusiones a
acontecimientos contemporáneos tal y como señala Patricia Leighten, Christine
Poggi o Robert Rosenblum, objetos de la vida cotidiana, etiquetas y caracteres
de la publicidad y la propaganda, en abierta oposición a simbolistas anteriores
como Mallarmé (pensemos en el papier-collé Coup
de thé de Picasso, de finales de 1912), y todo iluminado por una luz
artificial eléctrica y su simultaneidad, propia de la Segunda Revolución
Industrial, la misma que somete la tridimensionalidad de los materiales a la
bidimensionalidad de la pintura mediante el facetado, y que también define en
un nivel más general, los fenómenos y las percepciones que acontecen en la urbe
contemporánea (Lefebvre, 1972: 96-97), por lo que lo encontramos en literatos
contemporáneos como Blaise Cendrars. Si en el amplio compendio de nuevas posibilidades
que nos propone Florence de Mèredieu, consta la naturaleza con sus paisajes,
así como la imagen y las nuevas técnicas del artificio, ¿cómo no iba a ser la
urbe contemporánea un material más dentro de la revolución que ha supuesto el
arte del siglo XX? Precisamente con esta atención a una ciudad que se desvanece
en la abstracción del urbanismo, nacieron en verdad las vanguardias históricas.
Con ella disolvieron la obra de arte en la experimentación, unieron el
contenido y la forma, y ampliaron sus aportaciones hasta ambiciones globales
que requerían incidir directamente en la sociedad a partir de sus propios
medios y ya no a través de la separación temática. En este sentido,
Apollinaire, en tanto que padre inspirador de buena parte de esta vanguardia,
pronto (en sus Méditations Esthétiques
de 1913. Apollinaire, 1991: 25) animó a hacer uso de todo tipo de materiales en
la producción artística, especialmente a algunos de sus colegas pintores como Guino Severini.
Édouard
Manet, El desayuno sobre la hierba,
1863
George Seurat, Una tarde de domingo en la Grand Jatte, 1884-1886
La superación de la obra de arte
Picasso,
Frutero y frutas, óleo sobre tela, 1912 Picasso,
Botella encima de la mesa,
papier-collé, 1912
La
primera de estas vanguardias, el futurismo, al entender el “yo” como lo único
que debía permanecer en la vorágine de la modernidad y su reino de lo efímero,
desarrolló un arte subjetivo que aún no se deshizo en un primer estadio de
su desarrollo, de su papel representativo de la nueva realidad, adoptando la
técnica “puntillista” del neoimpresionismo de donde procedían sus artistas
plásticos, de forma alargada, lo que ellos llamaron “compenetración congénita y
que poco después, a partir de 1912 una vez conocido el facetado cubista, derivo
en la “compenetración de planos”. Sin embargo, este egocentrismo por el que el
individuo era protagonista de sus producciones literarias, plásticas,
arquitectónicas, musicales y en todos los registros que cultivaron, pronto
desembocó en la “construcción de estados de ánimo” y en la “escultura
ambiental” de Umberto Boccioni, lo que comenzó a desplazar las preocupaciones
plásticas en favor de las situaciones, y a aumentar la dimensión social en
producciones como los “muebles parlantes” de Francesco Cangiullo, las mascotas
robóticas de Giacomo Balla y Fortunato Depero, o la música de ruidos de Luigi Russolo.
Todo ello determinó una segunda generación de futuristas que se enfrentaron directamente
con sus proyectos y sus producciones con lo fortuito, sobre todo por el círculo
romano representado por Ivo Panaggi y Virgilio Paladini, quienes en sus puestas
en escenas teatrales y sus fotomontajes, introdujeron toda una serie de
elementos de la vida cotidiana, lo que estableció una corriente constructiva
futurista a principios de la década de 1920 que vino a añadirse a las
propuestas arquitectónicas de Antonio Sant’Elia y Enrico Prampolini.
Giacomo
Balla, Estudio de luz de calle-lámpara,
1909
Umberto
Boccioni, La carga de los lanceros,
1916
Umberto
Boccioni, Desarrollo de una botella en el
espacio, 1912
Fortunato
Depero, Trajes máquina para el Ballet Plástico de 1918
Marionetas
futuristas de Fortunato Depero
Luigi Russolo
– Ruidores
La poesía excede el texto
Antonio
Sant’Elia, diseño de edificio, 1914
Esto
no evitó que el subjetivismo y la representación de la primera pintura
futurista, la cual siguieron ejerciendo los futuristas residentes en París, más
influenciados por el cubismo de Picasso, fuese criticado duramente por los
dadaístas, especialmente por Tristan Tzara y Francis Picabia, por crear una
escuela pictórica más. Precisamente, lo que convertía al futurismo en una mera tendencia
pictórica, a su entender, era su subjetivismo, su psicologismo y su ignorancia
de las fuerzas azarosas exteriores, tan reivindicadas por los dadaístas
zuriquenses y protagonistas en los ready-mades
de Marcel Ducamp (muy interesado por la capacidad retentiva de las vitrinas de
los escaparates), Man Ray y algunos de sus seguidores neoyorquinos, los cuales
eran frutos de paseos en tanto que actividad cotidiana que en poco se
distinguía del común de los mortales, lo que venía a unirse con los medios
automáticos empleados (elección azarosa de las letras y palabras en la poesía,
el corte por guillotina o arrugado de papeles y cartones, el aerógrafo de Man
Ray, la shadografía o el rayograma, etc.), así como la irrupción
en las propias calles de las capitales donde el movimiento se desarrolló, por
ejemplo los paseos de George Grosz por el Küfurstendamm disfrazado de
“dada-muerte” en 1918, la excursión del grupo de París a la iglesia de Saint Julien le Pauvre en 1921, elegida al azar, o las
intervenciones en las calles de París de Phillippe Soupault, quien entendió el
dadaísmo como la poetización de la calle: preguntaba a los transeúntes por su
propia dirección, atentaba a los usuarios de los autobuses públicos, intercambiaba
las consumiciones con los clientes de una cafetería, pedía una enredadera en
una floristería para ascender al balcón de su amada, etc. (Hugnet, 1973:
138-139). Y esta extensión trascendió incluso al propio sistema capitalista
cuando Paul Dermée y Tristan Tzara, cada uno por su parte, no dudaron en
calificar como poéticos los negocios y las finanzas, tal y como hizo más de un
siglo antes Novalis en su Enciclopedia.
George
Grosz – Dadá muerte, 1918 Raoul
Hausmann, Abcd, 1923
Quizás
la versión dadaísta berlinesa llevó más lejos el concepto de objeto o imagen
encontrada, con una dimensión extraordinaria en las irrupciones de Johannes
Baader en la vida pública (Hausmann, 1992: 73-75; Nakov, 1994: 33-36). El
fotomontaje no fue en sí la gran aportación del dadaísmo en esta ciudad, porque
éste ya era conocido en el ámbito publicitario, del que fue pionero el fotógrafo
sueco O. G. Rejlander en 1857, sino la incorporación de todo tipo de motivos de
la cultura popular e industrial, desde etiquetas y anuncios con sus caracteres
llamativos, hasta máquinas que conforman prótesis humanas. En este sentido se
producía una traducción que, en el caso de los diferentes caracteres,
alcanzaban la lectura sonora y no únicamente lo visual (ver al respecto Anders,
2012: 59), aunando todo ello en unas sinestesias que, ofrecidas por la
simultaneidad de la gran ciudad, ya no eran cerradas como las simbolistas, sino
abiertas a todo tipo de posibilidad, por lo que fotomontajistas y collagistas como Hausmann, Baader y Kurt
Schwitters, se presentaban como recuperadores de realidades antes extrañadas,
siendo que esta especie de poesía optofonética comenzó con el simple acto de
leer carteles encontrados al azar por las calles, interpretando además sus
caracteres tipográficos.
Devetsil,
Praga, 1922 Karel
Teige, Buen viaje, Galería de la
Ciudad de Praga
Esta
misma asunción de la realidad metropolitana entre la imagen y la tipografía, se
produjo en Praga de la mano de la asociación Devetsil, lo que en 1924 generó el poetismo con un manifiesto
redactado por Karel Teige y Vitezslav Nezval, aunque quizás de una manera
constructiva más optimista y decidida, la cual aglutinaba el artificialismo
pictórico de los futuros surrealistas Toyen (Marie Cerminova) y Jindrich
Styrský, basado en los procedimientos automáticos, desde el
aerógrafo hasta el dripping “avant la
lettre”. La poesía también presidió fotomontajes del grupo que Teige prefería llamar
“cuadros-poemas”. De esta forma, la vanguardia checoslovaca supuso un punto de
inflexión entre la anterior disolución de temas y formas institucionales y
académicas del arte, y la construcción de nuevas realidades, donde la ciudad se
convertía en el principal marco de actuación mediante la construcción y el
diseño de carteles, ahí donde ellos creían que se había desplazado la Belleza
una vez liberada de los ámbitos sagrados del Arte (Teige, 2009: 34-35 y 40-41).
Por ello constituyó en Centroeuropa junto con el maísmo húngaro de Lajos
Kassák, el vórtice que aunó a todas las vanguardias históricas en
una misma evolución entre la destrucción de la anterior abstracción y la
construcción de una nueva realidad.
Lajos Kassak, Galería Forthcomin, 1921-1922 Tibor
Déry, Az Amokfutó, 1921
En
este sentido y por su peculiaridad, cabe destacar Az ámokfutó que el húngaro Tibor Déry escribió en 1921, y que sólo
publicó muy parciamente al año siguiente en una compilación de sus poemas. Si
bien lo llamó “poema ilustrado”, las fotografías encontradas y que
interaccionan con el texto en sus disposiciones e incluso con mínimos cortes
sin llegar a constituir collages, no
refieren por sus contenidos al texto, por lo que el lector debe establecer
nuevas relaciones tal y como las calles presentan los productos del mercado de
manera yuxtapuesta. Con ello el lector adivina alternativas a la razón
cartesiana con la que enfrentarse a su actualidad. Para concentrar todo el
potencial de la obra en las disparidades que aclaman nuevas relaciones,
prescindió de los juegos tipográficos tan extendidos en la vanguardia
contemporánea, coincidiendo con ello con la revista parisina Littérature (1919-1924) dirigida por
André Breton, Louis Aragon y Philipe Soupault, la cual acabaría siendo uno de
los órganos de expresión del dadaísmo parisino y germen del posterior
surrealismo. La obra de Tibor Déry también precedió sin saberlo la primera
revista oficial de este grupo La
Révolution Surréaliste (1924-1939), la cual, además de renegar de los
juegos tipográficos con el fin de alejarse lo más posible de los movimientos de
vanguardia considerados por los surrealistas esnobistas, y aproximarse al
espíritu científico de las publicaciones enciclopédicas, la misma que inspiraba
la obra y los experimentos automáticos de Max Ernst, adaptaron la fotografía
como principal soporte de sus ilustraciones. Se trataba de imágenes encontradas
casi fortuitamente y donde la ciudad se presentaba como el nuevo ámbito de
descubrimientos, hasta el punto de que la historiadora Rosalind Krauss se pregunta,
acogiéndose a los argumentos de Walter Benjamin, si por el shock que producen
sus encuadres fortuitos no fue este medio de reproducción mecánica el primero y
verdadero legado artístico del surrealismo (Krauss, 2002: 114), y aún más en un
momento en el que el grupo, a pesar de las investigaciones de Max Ernst, André
Masson y Joan Miró principalmente, se debatía sobre la existencia de un
automatismo plástico (cuestión que no se zanjó hasta la publicación por partes
de Le surréalisme et la peinture de
André Breton entre 1925 y 1928 en la revista del grupo), y por tanto de un arte
surrealista (Morise, 1924: 26-27). Así, bajo su reproducción exacta, -tal y
como descubrieron las fotografías de Eugène Atget a través de Man Ray en 1925,
cuyas fotografías también ensalzó Benjamin por respaldar su teoría de la imagen
reproducible como sustituta del recuerdo-, la ciudad se convertía en el nuevo
tema, lo que exponía a algunos de los legendarios representantes del
surrealismo, ante el máximo peligro de una pintura separada, teniendo en cuenta
que Morise negó, por su procedimiento y no por las imágenes resultantes, el
carácter surrealista a la pintura metafísica y de temática urbana de Giorgio de
Chirico (ver además Morise, 1925: 31), la cual había inspirado en buena medida
la poética surrealista. Igual daban sus cuadros que las calles reales de las
grandes urbes a los ojos sorprendidos del transeúnte, lo que condujo a Pierre
Naville –el más radical en estos argumentos y por entonces el más inquieto
políticamente- a preguntarse por qué un arte surrealista si lo maravilloso
ya reside en la realidad exterior, especialmente en la urbana y artificial del
hombre:
“El
cine, no por ser la vida, pero sí lo maravilloso, la disposición de elementos
fortuitos/ La calle, los quioscos, los automóviles, las puertas chirriantes,
las lámparas brillando en el cielo/ Las fotografías (…) la más pequeña bombilla
del mundo, camino seguido por el homicida (…)” (Naville, 1925: 27)
Eugène
Atget, fotografía de París
La Révolution
Surréaliste nº 7
1926
Declarándose
herederos de personalidades como Gérard de Nerval, Baudelaire, Rimbaud,
Saint-Pol-Roux, Jarry y, ante todo, del Conde de Latréamont, reafirmaron la
realidad artificial y urbana tras la posición negativa de Baudelaire. Para ello
el misterio simbolista se tornaba en lo maravilloso surrealista con el desvelamiento
de las fuerzas del subconsciente (Breton, 1936: 25-31). Maxime Alexandre cuenta
cómo Breton proponía al grupo derivar en el metro para acentuar la sorpresa y
la yuxtaposición de lugares dispares (Alexandre, 1968: 159). Se divertían
paseando por las calles de París sin rumbo fijo, especialmente por sus largos y
abundantes pasajes. Entraban en los cines para visualizar películas de serie B
ya empezadas, y salían antes de que finalizasen para entrar a ver otra cualquiera.
Y de la misma manera actuaron en el medio rural eligiendo destinos al azar (Chénieux-Gendron,
1989: 159). Todas estas prácticas inspiraron sin duda la deriva situacionista,
y quedaron recogidas en sus producciones. Los paseos urbanos fueron esenciales
en las primeras novelas de Louis Aragon: Aniceto
ou le Panorama, roman (1920) y Les
aventure de Télémaque (1922), las cuales recogieron los caracteres de los
carteles que los personajes observaban en su andar, próximos a los que
decoraban el cuarto de baño del apartamento que ocuparon André Thirion y
Georges Sadoul en la Rue du Château y que despegaron de los muros públicos
(ilustrado fotográficamente por Man Ray en el número Variétés de junio de 1929 dedicado al surrealismo). Pero es sobre
todo en Le paysan de Paris (1926)
donde la urbe y el deambular son protagonistas absolutos, así como la
fenomenología es sustentada en el encuentro fortuito que en el Segundo Manifiesto Surrealista (1930)
definió el “azar objetivo” de André Breton. Paris también fue el marco donde
acontecieron las apariciones que al final de Nadja de Breton (1928) perfilan la “belleza convulsiva” (Breton 1964:
190), así como su L’amour fou (1937)
desarrolla su idea hegeliana de azar objetivo en la capital francesa, a través
de una serie de encuentros llamados a establecer las relaciones entre el
subconsciente y la realidad exterior desarrollados teóricamente en sus Vases communicants (1932). En el ámbito
de la imagen destacan las fotografías de Man Ray (New York, 1920, collage),
Jacques-André Boiffard, Raoul Ubac, el rumano Éli Lotar, André Kertész (cercano
al círculo dadaísta a su llegada a París desde Budapest en 1920), E. L. T.
Mesens, Paul Nougé, Marciel Mariën, los grafitis fotografiados por Brassaï
(1933), etc., además de la pintura de Magritte o de Paul Delvaux, deudora de De
Chirico, y los objetos surrealistas, muchos extraídos de un marché aux puces de Saint-Ouen de Paris
equivalente al rastro de Ramón Gómez de la Serna, como el encontrado por Yves
Tanguy que ilustra la portada del número de Variétés
de junio de 1929 dedicado al surrealismo. En ocasiones estos objetos
materializan por azar objetivo preconcepciones antes conformadas oníricamente
por el descubridor, tal y como señaló tempranamente Breton en Introduction au discours sur le peu de
réalité (1924), donde hizo público su deseo de poner en circulación estos
objetos diseñados por los sueños (Breton, 1970: 25-26). En este sentido, el
surrealismo actuaba de manera nominal, ejerciendo el “bautismo del objeto”
comentado al inicio de este artículo, según el “nominalismo absoluto”
reivindicado por Louis Aragon en Une
vague de rêves (1924, considerados por muchos el otro primer manifiesto surrealista
junto con el de Breton) con la sentencia “no hay más pensamiento que en las
palabras (Aragon, 2004: 55 y 58). Esto no significa, aunque su comprobación
implique un estudio monográfico completo acerca del paisaje surrealista, el
cual excedería los propósitos aquí planteados, que el surrealismo no conlleve
un programa constructivo al margen de la representación. Todo depende del papel
que le otorguemos al subconsciente y su identidad en relación con la
consciencia y con el mundo objetivo exterior.
Man
Ray, Cuarto de baño de Sadoul y Thirion, 1929
Jacques-André
Boiffard, ilustración para Nadja de André
Breton, 1929
Raoul
Ubac, La rue derrière la gare, años
1930
Éli
Lotar, Abattoir, 1929
André
Kértesz, Sur les boulevards, 1934
Paul
Nougé, Subversión de las imágenes,
1929-1930
Brassaï,
Grafiti,c. 1933
Portada
de Varietes, juin 1929, Le Surrealisme en 1929, objeto encontrado por Yves
Tanguy
Paul
Delvaux, La venus dormida, 1944
Este
problema lo arrastró la Internacional Situacionista, fundada en 1957
prácticamente a partir de una escisión en tanto que Internacional Letrista, del
letrismo de Isidore Isou, Alain Satie, Gabriel Pomerand y Maurice Lemaitre,
aunque aglutinó otras secciones diversas, entre ellas antiguos miembros de
CoBrA y del Movimiento Internacional por una Bauhaus Imaginista (MIBI) (realmente fue la atención al urbanismo con lo que el situacionismo superó las inquietudes metagráficas del letrismo). No resulta
extraño que el primer número de la revista oficial de la internacional, de
junio de 1958, se abriese con un artículo titulado “Amarga victoria del
surrealismo”. De hecho, uno de las dos actividades que ofrecieron como propias,
el détournement, fue expuesta
teóricamente con un texto de Guy Debord y Gil J. Wolman firmado irónicamente
con los pseudónimos “Aragon y André Breton” (en Les lèvres nues nº8 de mayo de 1956. Debord y Wolman, 1956: 2-9).
Esta técnica, definida ya en la época de la Internacional Letrista, fue
entendida por los situacionistas, más que como una desviación o tergiversación,
como una inversión dialéctica del valor de aquello que ellos tomaban prestado:
“Se emplea como abreviación de la
fórmula: tergiversación de elementos estéticos prefabricados. Integración de
producciones actuales o pasadas, del arte, en una construcción superior al
medio. En este sentido no puede haber pintura ni música situacionistas, sino un
uso situacionista de los medios. En un sentido más primitivo, la tergiversación
en el interior de las antiguas esferas culturales es un acto de propaganda que
testimonia la usura y la pérdida de importancia de estas esferas”.
Ésta
fue la mejor respuesta a la recuperación y a la reificación abstracta que
ejerce el mercado definido ya por Debord en 1957 como un gran espectáculo (una “no
creación”. Debord, 1957: 699; Jappe, 1998: 20; mientras que la tesis 34 de La sociedad del espectáculo lo define
como “el capital a un tal grado de acumulación que deviene imagen. Debord, 1992:
32), y alcanza una concepción de la vida cotidiana como “ultra-détournement”,
aunque antes afecte a lo que ellos llamaban “complejo arquitectónico”, no
entendido como una actividad constructiva o artística separada, sino como “la
construcción de un medioambiente dinámico en relación a los estilos de
comportamiento”. Esto último es la “construcción de situaciones”, el objeto de
estudio y de empeño situacionista, y en el que participaba activamente la dérive (deriva), la otra gran actividad
situacionista en la primera fase de desarrollo de la Internacional. Sin embargo,
no debemos considerar estos dos procedimientos –la deriva y el détournement- de forma paralela, dado
que la deriva es un acto de tergiversación del medio urbano ya aportado por el
Espectáculo, ahora con el fin de ofrecerle un sentido fenomenológico real, de
donde surge el concepto de psicogeografía en tanto que incidencia del urbanismo
en el desarrollo de la vida cotidiana. Se trata de una técnica de unificación
de los diversos espacios urbanos ofrecidos de manera dispersa, desmembrados,
desestructurados por el dominio de la mercancía. El caminar sin rumbo (por simple
actitud lúdica y en sentido poético, pero jamás para subordinarse a una función
externa) les otorga un nuevo sentido, y busca la disparidad para soldarla, lo
que se refleja en nuevos “mapas psicogeográficos” (Debord, 1955: 14), quizás
los más conocidos los realizados por Debord en colaboración con Asger Jorn: Mémoires (1958) y Fin de Copenhague (1959). De esta manera alcanzaron el “urbanismo
unitario” (según el situacionista Ivan Chtcheglov concebido para la “deriva
continua”. Chtcheglov, 2006. 15), basado en la construcción de situaciones a
través de la conjunción de todas las actividades constructivas
(arquitectónicas, sonoras, de imagen, etc.), aunque ninguna con una importancia
per se, lo que se materializó por ejemplo en los proyectos arquitectónicos de
Constant Nieuwenhuis destinados al homo-ludens
(1956-1974, concepto adoptado del historiador Johan Huizinga) y a su deriva en una
conjunción inusitada de arquitectura y función, por lo que la deriva se
presentaba como un ensayo primitivo de este estado revolucionario (Debord,
1957: 699).
Debord
et Asger Jorn, Mémoires, 1958 Debord
et Asger Jorn, Fin de Copenhague, 1959
Con
ello, el arte logró deshacerse de sus últimas ataduras institucionalistas, -la
forma-, y con ello creyeron liberar la poesía al haberla entregado a la
construcción de su propia psicología, amparados por la asunción de la realidad
exterior desde la objetividad material y no desde su apariencia abstracta
espectacular. La Internacional Letrista, ya conocedora y explotadora de las
técnicas situacionistas de subversión, afirmaron en su medio oficial de
expresión Potlatch (nº 5, 20 juillet
1954): “La poesía ha agotado sus últimos prestigios formales. Más allá de la
estética, ella está toda en el poder de los hombres y sus aventuras…” (Debord,
1996: 41). Vaniegem lo explicó años después de una manera mucho más concisa y
desde un punto de vista ético: “la poesía raramente se ha convertido en poema.
La mayor parte de las obras de arte traicionan a la poesía” (Vaneigem, 1998:
211). Pero el abandono del arte de los situacionistas no se produjo por el arte
mismo tal y como se entiende a partir de estas declaraciones, sino por el
peligro de reificación por parte del Espectáculo de cualquier práctica separada
por muy revolucionarios que sus contenidos y propósitos fuesen. Asger Jorn
hablaba de una “invitación a un derroche de energía” (Perniola, 2010: 42), y
Constant aplazó sus proyectos arquitectónicos hasta “después de la revolución”.
La primera fase creativa de la Internacional Situacionista, entregada a la
fusión de todas las artes en la construcción de situaciones y del urbanismo
unitario, finalizó entre 1960 y 1963 con una serie de expulsiones o simples
abandonos de sus artistas, con el fin de evitar la reificación y concentrar sus
esfuerzos en el impulso revolucionario, verdadero motivo de su negación del
arte tal y como lo expone Anselm Jappe (Jappe, 1998: 82-85) a diferencia de
Mario Perniola. Y bajo esta misma creencia analizó Vaneigem la imagen
surrealista bajo el pseudónimo Jules-François Dupuis: “Proponer la inocencia
del arte en una época donde el arte no puede ser inocente más que en su
superación, en su realización, es desconocer la significación de Dada e
infravalorar el fetichismo de la mercancía” (Dupuis, 1988: 121)
La ciudad entra en el arte
Primero las
galerías y hoy los museos, no han tardado en acoger fragmentos de las ciudades
en sus fondos y paredes, especialmente restos de los carteles que decoran con
una efimeridad significativa y debida a su anonimato, no sólo en su producción,
la cual no siempre puede ser constatada, sino por los rasgados que sufre por
los impulsos casi inconscientes de los transeúntes. Este fenómeno era el que
gustaba observar de un día para otro al surrealista Léo Malet, de lo que dejó
constancia en la entrada “décollage” del Dictionaire
abrégé du Surréalisme (1938):
“Léo Malet a
proposé de généraliser le procédé qui consiste à arracher par places une
affiche de maniere à faire apparaître fragmentairement celle (ou celles) qu’elle
recouvre et à speculer sur le vertu dépaysante ou égarante de l’ensemble
obtenu » (Breton et Éluard, 1995: 9)
Esta
definición pudo conducir a un equívoco, dado que Léo Malet nunca realizó ningún décollage. Tal y como relató su
descubrimiento en la Conquête du monde
par l’image publicada por La main à
plume en abril de 1942, éste se debió a un cartel que en 1934 le sugirió en
la calle las posibilidades de collages
murales a modo de desvelamiento (Malet, 1988: 129-130). Sin embargo, el arte de
los affichistes, de los que fue
precedente inmediato junto con la optofonética de Baader y Hausmann, tal y como
los reconoce Jacques Villeglé en su libro Urbi
et Orbis (1985), tampoco fue en principio una creación afirmativa de los
artistas, sino que comenzaron a fotografiarlos por las calles. El primero en
hacerlo fue Raymond Hains en 1949 (Lamarche-Vadel, 1990: 15-16) tras haberlos
valorado dos años antes. En 1950 ya lo convirtió en el tema de su película Loi du 29 juillet 1881. En 1957 él y
Villeglé presentaron la primera exposición de carteles arrancados en la Galería
Colette Allende de París bajo el título Loi
du 29 juillet ou le lyrisme à la sauvette. Mientras tanto, Mimmo Rotella
realizó en Roma en 1953 sus primeros décollages
con carteles arrancados, tras fotografiar los que, como en el caso de Hains,
encontraba por los trazados urbanos. Los presentó por primera vez en 1954 en
una manifestación colectiva organizada por el poeta Emilio Villa, y al año
siguiente en la Galería Naviglio de Milán (Joppolo, 1997: 31 y 69). Si el affichisme se instauró como una negación
del arte, Rotella continuó con él la vertiente creativa del collage, la cual le interesó desde la
década de 1940 por interactuar la plástica con la poesía (a partir de su poesía
fonética epistalista, creada en 1949)
en función de una evolución paulatina desarrollada a lo largo de la década de
1950. Entre 1954 y 1957 expuso lo que Restany llamó “doble décollage”: los
carteles arrancados del muro y ya alterados anónimamente, eran trasladados a la
tela en su estudio donde proseguía con su manipulación a base de desgarros
(Restany, 1978: 73). En 1957
Rotella relegó el término décollage en
favor del de "reportaje", con el fin de censurar su propia manipulación y
presentar los carteles con la mínima alteración por parte del artista
(probablemente una vez expuestos los de sus homólogos franceses, quienes se
centraron en la apropiación frente a la intervención creativa y artística),
sobre todo en su serie Cinecittà
(1958-1965 aproximadamente) realizada mediante carteles e iconos del cine.
Raymond
Hains, poster, 1950
Jacques
Villeglé, Rue de Turbigo, 1977
A esta
variante más plástica se añadió la introducida por el antiguo letrista François
Dufrêne, posiblemente motivado por la poética ultraletrista. Ante la indiferencia del público en las primeras
muestras de sus amigos Hains y Villeglé, organizó en su estudio una exhibición
a partir de carteles de Villeglé en 1959 y bajo el título Six affiches d’après les Lacérés, donde hubo una participación
colectiva para desvelar el origen público y anónimo de los carteles arrancados.
En esta ocasión surgió el “lacéré anonyme” explotado sobre todo por Dufrêne
(Restany, 1978: 67-68). Wolf Vostell enseguida (desde 1958 con El teatro está en la calle) lo
convertiría en un happening colectivo
propio de Allan Kaprow, por ejemplo en la declamación de las letras resultantes,
obteniendo así una poesía fonética azarosa (Villeglé, 1986: 151-163). Todas
estas variantes procedían sin embargo de lo que Villeglé denominó “personalidad
de la elección”, expresión acorde al “bautismo del objeto” de Restany, siendo
que, aun reconociendo a Léo Malet y a Baader como precedentes, aseguraba no ser
de la misma naturaleza, dado que ellos se habían limitado a coleccionar
carteles encontrados, por lo que también se refirió a ellos como “lacérés
anonymes”, sobre todo ante las protestas de Raoul Hausmann, quien publicó en
1958 su Courrier Dada donde
reivindicaba la personalidad de Baader. Incluso este encuentro entre dos
generaciones condujo a Hausmann a establecer correspondencia con Guy Debord
desde 1958, dado que los affichistes siempre
estuvieron muy cerca de los letristas (ver Mension, 1998: 68-70) liderados por
Isou, grupo de donde se escindió la Internacional Letrista, decididamente más
política y dirigida por Debord.
Mimmo
Rotella, décollage, 1955
Mimmo
Rotella, Pepsi Cola, décollage, 1960
Las dos
líneas de actuación artística y poética frente a la realidad urbana estaban
servidas de manera opuestas. Por un lado, Hausmann y Debord eran enemigos de
toda forma separada del arte. Y por otro los affichistes formaron parte del “nuevo realismo”, grupo fundado en
1960 por Pierre Restany, quien a esta dualidad frente al arte
institucionalizado respondió tardíamente en la L’autre face de l’art (en 1979) con la función “desviante” del arte,
lo que quizás respondiese de manera institucionalizada (por la crítica y por el
mercado) al détournement situacionista.
Los carteles introducidos en la salas de exposiciones contrastan incluso con el
“salir a la calle” de Fernand Léger para pintar murales sobre las arquitecturas
y trabajando para ello junto con arquitectos como Le Corbusier o Robert
Mallet-Stevens, aunque también en este caso la mejora arquitectónica peligraba convertirse en un sustituto diacrónico de la revolución sincrónica. En
cualquier caso, el movimiento de Léger consistió en un aventurarse al exterior,
mientras que el de los nuevos realistas se trataba de hacer entrar la nueva
realidad y todo su vacío en las instituciones, con lo que tarde o temprano acabarían
por dar la espalda a esa misma realidad, lo que ya fue duramente criticado por
los situacionistas, especialmente por su Sección Inglesa:
"La función del Neodadá es proporcionar una coartada estética
e ideológica para el periodo venidero al que está condenado el mercado moderno,
de productos cada vez más faltos de sentido y autodestructivos (…) El nihilismo
del arte moderno no es más que una introducción al arte del nihilismo moderno" (Sección Inglesa de la Internacional Situacionista, 2004: 39-40)
Conclusiones
Esta doble posibilidad parte de un
proceso de desmaterialización del arte aludido por historiadores como Lucy
Lippard o Giulio Carlo Argan, especialmente éste último al hacerse eco de la
“muerte del arte” de Hegel. No obstante, antes de una diferenciación entre una
actividad nominalista y otra constructiva, cuyas fronteras son muy difíciles de
delimitar, tal y como hemos podido comprobar a lo largo de este artículo,
posiblemente debamos referirnos a un arte institucionalizado de otro que no lo
está, basado en su vivencia y en su experimentación. Y la clave de esta
diferenciación reside en el papel representativo, el cual a su vez depende de
una escisión de su unidad interna entre su forma y su contenido (la cual es
condición sine qua non de la
vanguardia histórica según el historiador Philippe Sers), lo único que puede
justificar su rol ejemplificador en los muros de una galería, de una sala de
exposiciones, de un museo o de un centro de arte contemporáneo. Porque desde
las primeras reacciones negativas hasta la afirmación de la poesía como
alternativa a la percepción secuestrada por el Espectáculo, el arte ha ido, una
vez más, consolidando su función cognitiva frente a la realidad exterior, desde
la nueva prehistoria en la que nos hemos visto sumergidos desde principios del
siglo XIX, hasta que vuelva a mover los motores de la Historia, mediante la
creación de una mitología moderna de la técnica y la razón, tal y como reclamó
Hegel hacia 1796 en El proyecto más
antiguo del sistema del idealismo alemán.
En cualquier caso y a modo de
reconciliación con nuestra vanguardia histórica y legendaria, podemos valorar,
tanto en el kino-pravda de Dziga
Vertov como en la adaptación de 1960 de Louis Malle de la novela de Raymond
Queneau Zazie dans le métro, cuyas
calles aparecen “embellecidas” por los carteles ensalzados por sus colegas los affichistes, cómo el dinamismo de la
cámara es capaz de crear nuevos trazados en su deambular en una prefecta y
feliz simbiosis del hombre con la máquina. Con ello seremos capaces de dibujar,
si lo trasladamos a la vida real, nuevos mapas psicogeográficos dominados por
lo inquietante urbano de Giorgio de Chirico y Alberto Savinio.
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