Manuel
Sánchez Oms
Miembro del AACA y del Consejo de Redacción del AACADigital
Fecha de Entrega: 31/03/2009
Fecha de Admisión: 31/03/2009
Miembro del AACA y del Consejo de Redacción del AACADigital
Fecha de Entrega: 31/03/2009
Fecha de Admisión: 31/03/2009
Se nace, normalmente,
capacitado para dibujar
Ángel Ferrant, Gaceta del Arte nº 38, Tenerife, 1936
Con motivo de los cien
años de su nacimiento presenciamos, en la zaragozana sala de exposiciones de
IberCaja, a una breve pero jugosa muestra de un todavía desconocido, a pesar de
los múltiples esfuerzos en hacer pública toda su envergadura creativa. Nos
referimos al escultor Leandre Cristòfol (Os de Balaguer, 1908 - Lleida, 1998), representante de la vanguardia ilerdense de la década
de 1930 junto con Josep (Manuel) Viola, Antoni G. Lamolla y Enric Crous.
Cristòfol, Relieve, 1935, MNAC
Sin embargo y por otra
parte, Cristòfol fue uno de los representantes de la muy peculiar escultura
orgánica que se desarrolló en España durante aquellos años, con representantes
tan importantes como Ángel Ferrant o Alberto Sánchez, vertiente orgánica,
insisto, ocasionalmente eclipsada por la aplastante omnipresencia editorial y
expositiva de los grandes “genios” que acabaron por concentrar en sus nombres
todos los logros del arte del siglo XX (España ha sufrido aún más esta realidad
institucional por contar entre sus ciudadanos históricos a la Triada Picasso,
Miró y Dalí), tal y como hemos venido subrayando en alguna otra ocasión (Manuel
Sánchez Oms, Dalí y la Historia, El Aragonés 1-15
mayo 2005, Zaragoza). Desde que en este país se ha intentado rescatar la
plástica y la literatura inmediatamente anterior a la Guerra Civil y la
dictadura resultante, hemos asistido a la conformación de un surrealismo local
bajo premisas ocasionalmente algo generales y ligeras, trayendo consigo no sólo
el empobrecimiento de las aportaciones de André Breton y de otras entidades
declaradas firmemente surrealistas como el grupo surrealista belga, el de Praga,
o incluso otros alejados de las posturas oficiales bretonianas como el Surrealismo
Revolucionario de Christian Dotrémont y Noël Arnaud, o el anterior
grupo constituido en torno a las publicaciones de La Main à Plume durante
la Francia ocupada y del que formó parte Manuel Viola, sino también de la
aportación plástica autóctona, especialmente en materia escultórica por ser uno
de los casos que en Europa (junto con el artificialismo checoslovaco) sintetizaron
de manera más evidente dos vertientes que la crítica comúnmente ha tendido a
separar: una constructiva y racional, y otra poética y subconsciente, o los
modelos primitivos de la modernidad maquinista, distinciones éstas que se
extienden a lo que todavía es peor: la escisión de lo orgánico e inorgánico. Se
nos dice que la maquina es en esencia inorgánica, pero si la sometemos a la
perspectiva histórica, tal y como ha procedido entre otros el historiador
Francastel, comprenderemos que ésta tiende y evoluciona hacia la constitución
de formas vivas por derecho propio. ¿Acaso no fueron estas dos vertientes las
que animaron conjuntamente a grupos como L’Amic de les Arts y
A.D.L.A.N., o a publicaciones como La Gaceta del Arte de
Tenerife, A. C. o la misma Art (marzo 1933 -
abril 1934), revista ilerdense dirigida por la personalidad del dibujante y
tipógrafo Enric Crous, y a la que estaba inscrito como colaborador el propio
Cristòfol? En este último ejemplo encontramos el problema que subyace tras su
escultura, partiendo de un grupo vinculado a la gráfica, la poesía y el dibujo
(Enric Crous y el lorquiano Viola), pero incapaz de concebir la escultura como
“expresión real del pensamiento” (Viola, Art nº 7, Lérida, 1934),
la misma disciplina a la que se dedicó Crisòfol (formado previamente como
carpintero, ebanista y tallista) y que Lamolla no dudó en experimentar con
maderas y yesos. La escultura podría aportar una cualidad esencial a esta
voluntad por materializar ese “interior”, y ésta es precisamente su condición
de objeto.
Cristòfol, Harmonia estel·lar, 1957, Museu d'Art Jaume Morera
La transformación de
la escultura en realidad objetual ya fue experimentada por Ángel Ferrant,
escultor por el que Cristòfol no dudó en confesar su admiración, el mismo que
partió del dibujo -esencial en la docencia artística- hasta abordar la escultura
en tanto que creación real, dado que son varios los historiadores que han
coincidido en abordar tres terrenos de experimentación en la plástica de
Ferrant, aunque rara vez de manera compenetrada y unitaria: el dibujo o la
línea (intervención subjetiva), la materia o el objeto encontrado
(participación de la realidad objetiva y en un principio independiente), y la
alteración del espacio (la creación tridimensional propiamente dicha), ámbitos
de experimentación que desde finales de la década de 1920 llamaron la atención
de algunos de los grandes representantes del arte contemporáneo europeo, pues
no hay más que recordar las construcciones de hierros soldados en las que
trabajaron conjuntamente Julio González y Pablo Picasso en 1928, por ejemplo,
aunque antes tengamos que nombrar como precedentes las esculturas futuristas de
Giacomo Balla, el nuevo realismo ruso de los hermanos A. Pevsner y Naum Gabo, y
ciertas construcciones tempranas del dadaísta rumano Marcel Janco. El trabajo
desde la línea permite intervenir ampliamente mediante el elemento más
inmediato de la expresión. De esta forma la materia queda apartada de la
construcción, dando vía libre a la utilización de todo tipo de objetos y
materias de la vida cotidiana que, así como el mármol y el bronce ya existen
antes de la intervención del artista, ante todo acercan las posibilidades
espaciales y su poética a la vida real desde la monumentalidad de la escultura.
Éstas son las posibilidades que Ferrant pudo descubrir tempranamente en la
escultura, las mismas que, por esta última razón expuesta, no dudó en aplicar a
la docencia, como ya hicieran Joaquín Torres-García con sus juguetes
constructivos de finales de la década de 1910, y Ramón Acín a partir de sus
inquietudes pedagógicas y libertarias. La escultura permite al alumno crear el
espacio una vez que el objeto ha sido liberado de sus funciones (Ángel Ferrant, Els
Objectes, l‘escultura y l‘amistat, La Publicitat, 23-XI-1932),
es decir, una vez que éste ha sido redescubierto. Es desde esta conversión del
objeto y de la realidad ya dada que comenzamos a comprender el concepto de
“metamorfosis” de Cristòfol: deriva de la escultura, bien palpable por ejemplo
en los nuevos usos espaciales que reciben las estructuras metálicas de paraguas
en algunas de sus últimas construcciones.
Cristòfol, Morfologías , carboncillos sobre papel de 1933, conservados en el MNAC
Ahora no nos cuesta
reconocer la ausencia de erotismo en la escultura de Cristòfol, lo lejos que
queda de la avidez bulímica de Dalí y sus objetos comestibles, del automatismo
que le valió a Joan Miró el título del “más surrealista” otorgado por el
mismísimo Breton. No debemos defender forzosamente un Cristòfol surrealista,
aunque no por ello su producción carece de un origen automático, el mismo que
determina la forma de sus yesos, y de ello dan buena cuenta sus tempranos
dibujos orgánicos en carbón de 1931, 1932 y 1933, conservados en el Museo de
Arte Jaume Morera de Lérida y en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC).
Éste automatismo es ya apreciable en los dibujos de Ángel Ferrant y Benjamin Palencia,
así como en los de sus compañeros y amigos de Lérida Viola y Lamolla.
Concretamente, si a principios de los años treinta se difundían en Cataluña
noticias acerca de las actividades de Dalí y Miró en París por parte de
confidentes como Sebastià Gasch o J. V. Foix, Ferrant daba a conocer sus
primeras producciones con materiales cotidianos y ejercía una notable
influencia con sus clases en la Escuela de Bellas Artes de Llotja, tal y como
luego se apreciaría en la producción de Ramon Marinel·lo, Eudald Serra y Jaume
Sans. Sin embargo, si en verdad está contenido en los trazos de los dibujos de
Ferrant, aún cabría preguntarnos de dónde procede este automatismo. Más que al
surrealismo deberíamos señalar a uno de sus precedentes automáticos, Jean Arp,
pionero en la materia desde sus postulados dadaístas. Quizás por esta razón se
mantuvo a medio camino del grupo de Breton y el arte concreto promulgado y
abordado por sus amigos Theo van Doesburg, Kurt Schwitters y Michel Seuphor.
Cristofol, Actitud dulce y Tensión plástica, ensambajes de 1934, reconstruidos y conservados en el MNAC
El automatismo de Arp
y su interés por los materiales preexistentes ya hicieron eco en Miró a
mediados de la década de 1920 a través del surrealista suizo Kurt Seligmann. El
mismo Gasch, quien nunca consideró a Ferrant surrealista, lo trató con los
mismos términos que a Arp: “la obra de arte brota y crece en el artista como el
fruto en el árbol”. La obra de este artista alsaciano fue conocida en Barcelona
en la Exposición de Arte Moderno Nacional y Extranjero de 1929
en las galerías Dalmau. En sus primeros collages y relieves de madera recurrió
a técnicas automáticas procedentes tanto del interior (el automatismo de la
línea y de las tijeras, así como el rasgado y el arrugamiento de papel) como
del exterior real (la guillotina). También se conocieron los móviles de
Alexander Calder en la exposición consagrada a este artista en las galerías
Syra, escultor que adoptó la línea orgánica de Arp junto con los colores
primarios de la nueva plasticidad holandesa. En la producción de este artista
norteamericano, Cristòfol pudo apreciar el cinetismo natural de las figuras en
suspensión que abordaría a partir de 1957, posiblemente antes que en la Bola
suspendida de Giacometti (1932), cuyo boceto ilustra un artículo suyo
bajo el título “objetos móviles y mudos” en Le Surréalisme au service
de la revolución nº 3 de diciembre de 1931. Por entonces Giacometti
concebía sus esculturas como objetos no diferenciados de la vida real para
incidir en ella mediante el shock que caracteriza al surrealismo. Cuando Breton
aportó en su Introducción al discurso
sobre la poca realidad de 1924, su primera idea de objeto surrealista,
expresó su deseo de poner en circulación (en la vida real o en el mercado)
objetos gestados en los sueños. De esta manera la escultura surrealista sólo
existirá en tanto que objeto, implicando su condición reproducible casi en
calidad de imagen, siendo ésta verdaderamente la finalidad más extendida tanto
entre su plástica como entre su poética. Es en la reproducción mecánica donde
tiene cabida el shock, el mismo que muere en la unicidad artística. Sin
embargo, así como la escultura surrealista sólo alcanza a ser objeto, el objeto
surrealista no requiere necesariamente de la realidad exterior y puede ser
elaborado por el sujeto con tal de que su procedencia sea el subconsciente
liberalizador, es decir, ahí donde tradicionalmente se ha ubicado la
subjetividad. La materia desaparece engordando a la imagen y, de hecho, Dalí
concibió en 1936 para la exposición surrealista de objetos de la Galería
Charles Ratton de París, un no conservado “Monumento a Kant”, paradigma del relativismo
subjetivo del juicio estético. Sin embargo el surrealismo, inspirado en el
método psicoanalítico de Freud, concibe esta fuerza interior como un motor
automático y por lo tanto objetivo, una vez instaura la objetividad en lo
desconocido, el misterio de los simbolistas que en su seno se torna en lo
maravilloso, el azar objetivo del que surge el humor negro bretoniano. Esta
última inclinación desvela los precedentes dadaístas de la plástica surrealista
anunciados previamente por Arp y Max Ernst entre otros, al tiempo que André
Breton y Philippe Soupault inauguraban sus primeras incursiones en el
automatismo escrito. Se trataba de reconciliar un automatismo interior con el
exterior, una objetividad con otra para intentar una vez más salvar la separación
del individuo con su entorno, determinado ante todo por el cambio de la
realidad propiciado por la implantación de un nuevo mercado que valoriza
abstractamente los objetos que nos rodean. No obstante, la importancia
concedida por el dadaísmo al azar es mayor que la ostentada por el surrealismo,
quien lo valora siempre desde su comunicación con las fuerzas subconscientes.
Por esta razón la presencia de los objetos prefabricados se impone con más
contundencia con el dadaísmo, mientras que en el surrealismo se somete a una
mayor manipulación, automática si se quiere, pero en cualquier caso procedente
del individuo. El humanismo del surrealismo resulta extraño a la cautela
dadaísta ante la única certeza de un individuo instaurado en una realidad
dominada por el azar, convicción por la que Schwitters pudo servirse de una
infinitud de desechos industriales para desvelar sus facultades formales, tal y
como Ferrant y Cristòfol descubrieron sus posibilidades espaciales. La tabla
rasa Dada dio paso a los constructivismos occidentales, así como el futurismo y
el suprematismo rusos permitieron el desarrollo del constructivismo orgánico de
Matyushin y Miturich. Si para el surrealismo se trataba de manifestar
materialmente el inconsciente mediante asociaciones imprevistas, para el
dadaísmo de Zurich primero y luego para las tendencias constructivistas y
concretas occidentales, la actividad plástica consistía, una vez desmentida la
representación de lo preexistente, incluso el proceso de estilización y
abstracción de las formas naturales, en hacer confluir la materia ya dada con
el automatismo gestual o los procedimientos matemáticos objetivos, con el fin
de construir nuevos conjuntos espaciales, en lo que participaron Cristòfol y
Ferrant. Desde el expresionismo hasta Arp tan sólo acontece un proceso por el
que las fuerzas expresivas interiores se objetivan hasta colocarse a la altura
de la realidad exterior, y en esto consiste el reconocimiento de Jean Arp y Max
Ernst a Paul Klee, pintor que en cierta manera clausura el primer desarrollo
del expresionismo. Por esta misma razón Ferrant y Cristòfol no dudaron en
referirse sin problemas a los objetos como “motivos de sensación”, y a una
“expresividad interior anímica”.
Paul Klee, Die Zwitscher-Maschine (Máquina de Trinar), acuarela, lápiz y tinta sobre óleo, 1925, MoMA
Muchos de los objetos
geométricos, esculturas espaciales y situaciones que
Cristòfol creó en la década de 1960 tras un periodo de abandono de la
investigación y dedicación a la temática religiosa, podrían hacernos pensar en La
máquina de trinar de Paul Klee (1922). El artista es un agente más en
el constante proceso de transformación de la materia y del espacio. El shock
mecánico y reproducible del surrealismo, cinematográfico tal y como afirmaría
Walter Benjamin, viene ahora a ser el punto de partida de la materialización
orgánica (tanto Ferrant como Cristòfol se interesaron vivamente por la
naturaleza del cine, y la revista Art se fundó en Lérida mientras se planteaba
la apertura de un cineclub). Si el grafismo del dibujo se reproduce en
infinitas materializaciones tridimensionales, los objetos de producción seriada
se singularizan en su manipulación plástica. El grafismo se cosifica dando
lugar a la superposición de las formas que caracterizan el desarrollo de la
plástica posterior a la Segunda Guerra Mundial y el retorno a la obra de arte
en tanto que objeto único, en lo que Cristófol (influencia reconocida por el
propio Antoni Clavé, y precedente indiscutible de las construcciones de Moisés
Villelia, por ejemplo) cumple durante los años treinta un papel intermedio y
paralelo al de Ángel Ferrant, Joan Miro con sus ensamblajes de materiales con
los bordes levantados, Barbara Hepworth, Henry Moore y un largo etcétera. ¿O
más bien deberíamos hablar de una concepción de la pieza escultórica no como
objeto ni como máquina, sino como organismo vivo?
Ignoramos qué quiere
decir escultura. No está en nuestro diccionario
Enric Crous, primer
número de la revista Art, marzo de 1933
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