CRT-FIRT Revista de investigación social y cultura proletaria

CRT-FIRT Revista de investigación social y cultura proletaria
Los CRT-FIRT o Cuadernos Revolucionarios del Trabajo (del Folletín Internacional y Revolucionario del Trabajo), han sido concebidos para publicar los resultados de las constantes investigadoras que acompañan toda una vida, en torno al problema que ellos mismos se plantean en los tiempos que nos han tocado vivir: nuestra capacidad productiva. Y cuando decimos “nuestra” nos referimos tanto a cada uno de nosotros como a la sociedad conformada por todos nosotros, convencidos siempre de que es ésta la capacidad más amenazada por la alienación de la población respecto a sus propios productos emanados de sus fábricas, de sus estudios o de sus talleres. Motivados por la estética, su objetivo es avanzar a través del mito, de la dialéctica y de la crítica materialista, hacia la construcción social a partir de lo socialmente dispersado tras dos siglos de civilización industrial frustrada por una gestión obsoleta ya desde que vio la luz. Los CRT es un proyecto colectivo y personal a un mismo tiempo, de análisis de una nueva realidad surgida de la civilización que todavía espera incluso ser asimilada como tal. Es en consecuencia un mito de la modernidad primitiva basado en la producción misma, en el ensamblaje mecánico de información y en la difusión orgánica. Toda civilización no es otra cosa más que una manera de materialización del pensamiento colectivo, -consciente e inconsciente, lo mismo da-, que impera en una época determinada en la humanidad o en una parte de ella.

domingo, 29 de noviembre de 2015

FOTOGRAFÍA Y ACTUALIDAD









Portada: Procudine-Gorsky, 1909



 No éramos burócratas de la conspiración, sino románticos de la revolución
Otto Braun, citado por Gilles Perralt, “L’Orchestre Rouge”, 1967




        Si consideramos como punto de partida la historia de la imagen, la fotografía siempre vendrá relacionada con la modernidad, a pesar de que arribamos a los 200 años de su nacimiento nada más y nada menos. No obstante, la fotografía junto con el cine sigue hoy unida a la modernidad en nuestras cabezas, –ya sean conscientes o inconscientes-, y es quizás el peso que aún ejerce la pintura y las artes plásticas en general, -opuestas en su definición a lo mecánico radicalmente -, lo que ofrece un marco de anacronismo, un terreno baldío sobre el que la fotografía no termina de lograr la madurez de la que nos hablaba Man Ray, necesaria para ganar el pase al recito sagrado de las Bellas Artes. Sin embargo y quizás paradójicamente, desde las vanguardias históricas en las que el dadaísta norteamericano participó de manera muy activa, se ha insistido, tanto en la teoría como en la práctica, en su condición artística en tanto que registro sobre el que nos podemos expresar y ofrecer nuestra posición frente a la realidad, desde una concepción tradicional de lo qué es el Arte (nótese que nunca nos planteamos qué no lo es)
Se trata de esas nuevas “tierras de nadie”, –en este caso entre el Arte y la realidad, de la que forma parte la reproducción mecánica de las cosas en calidad de imagen o presencia sólida dispuesta por nuestras maravillosas cadenas de montaje-, que han venido a instaurarse nuevamente sobre la superficie de nuestra vida bidimensional desde que la Alemania Nacionalsocialista decidiera invadir la inmensa Rusia soviética desafiando la rotación misma de la tierra tras los pasos de Phileas Fogg: todo por ganar un solo día. La tierra baldía comenzó a poblar las grandes estepas y los inmensos bosques calcinados en gran medida, hasta que se detuvieron. Y llegó el invierno y la fotografía congeló la insípida sonrisa de una muerte dulce. A partir de ahí reinó la Europa de la Reconstrucción, la Guerra Fría, el empate permanente de dos grandes bloques en el constante y enfermizo temor por el instante nuclear, el sueño americano, el consumo fugaz y eterno, la nueva dialéctica plastificada en la sociedad del bienestar, etc. Mucho antes que esa gran y espeluznante aventura del sadismo racista, Europa ya había contribuido a la abstracción del instante con una de sus grandes invenciones: el Arte, concebido como el retrato que disfraza al burgués de noble como si le transfiriera por inyección la sangre azul anhelada desde la Baja Edad Media. Como vemos, las implicaciones de la fotografía con la modernidad son mucho más profundas, por eso ahonda en nuestra subconsciencia, porque actúa en el ámbito de la ideología que nadie localiza por haber sustituido la realidad misma.

La instantánea
            En este sentido, la modernidad de la fotografía reside en su propio modo operandi, aquello por lo que fue realmente descubierta: por su capacidad de eternizar el instante. ¿Acaso no ha sido esto lo que siempre han ansiado todos los regímenes de explotación, eternizarse sobre la superficie terrestre como una gran sanguijuela sobre la piel de su huésped? Los grandes investigadores de la vanguardia histórica, alertados de los peligros que ejerce la abstracción de la representación, comenzaron a trabajar la fotografía como un “otro”, como una imagen reconstruida y concebida para añadirse a la realidad con el mismo derecho que un pato o un zapato. Con ello entregaron la fotografía al Arte sagrado. Todo se presentaba perfecto salvo como siempre las voces más reaccionarias. Quizás ellas tenían razón en aquella ocasión, y por eso Man Ray negó la cualidad artística de la fotografía que hoy inunda museos, salones y salas de exposiciones, a pesar de haberse erigido este pintor americano como el gran maestro de la fotografía experimental. Para conseguir su sello de garantía el Arte debía aún dar un gran salto, el cual todavía hoy no ha logrado, enfrascado en maniobras jurídicas para proteger su monopolio sobre la singularidad frente a las posibilidades creativas abiertas por los nuevos medios numéricos o digitales de manipulación de la imagen y sus modelos, todo con el fin de mantener su capacidad de producción de ganancias abstractas, -el dinero-, porque Arte y tecnología no son buenas compañeras, a pesar de que haya quienes piensen lo contrario. Siendo esta última la que pone los pies de los conocimientos sobre la tierra (según la definición por ejemplo de la RAE), el Arte, abstracto en sí mismo como el capitalismo actual, se resiste y se niega, no quiere ser arrastrada por la fotografía y demás medios de reproducción mecánica, hacia la liberación de la creación y de la construcción, aunque seamos cada vez más los que estamos convencidos de que al final el triunfo de las técnica y de la realidad será inminente en este pequeño pulso infantil. Por el momento, en este sistema económico en el que la fuerza de trabajo (tanto humana como mecánica) sirve a los intereses particulares y no a sus propios objetivos, el arte continúa imponiendo sus propios valores y la fotografía escupe instantes destinados a enmascarar el devenir y la transformación de la realidad con el fin de ocultar y contribuir a la ideología reinante.
        
Instantánea y memoria
            Debemos a Walter Benjamin el haber puesto a la memoria en relación directa no sólo con la fotografía sino con todos los medios de reproducción mecánica. En el momento en que esta última es visualmente perfecta, sustituye al recuerdo. Sin haber ofrecido predicción alguna por su parte, Benjamin anuncia así una nueva inteligencia que se desplaza a través de la información almacenada en soportes minerales: hoy ya no retenemos nombres de películas cultas y de músicos extravagantes para seducir a las mentes inquietas. Nos desplazamos con nuestros portátiles y los enseñamos ahí donde hayamos fijado nuestra cita o allá donde nos lleve la inercia de nuestros pies. El almacenaje de la energía lo permite el redescubrimiento de ciertos metales como el titanio. ¡Pero ojo! Este final definitivo de la evocación de las palabras ante la omnipresencia del recuerdo, sólo podrá hacerse efectivo si lo que manejamos no evoca sino que se materializa definitivamente en los registros sonoros y visuales legibles a través de la lectura digital. ¡Dejemos a los nostálgicos luchando por la liberación de Grecia contra la dominación turca para admitir un mundo donde ya no existen fronteras ni culturas y donde tan sólo fluye la inercia de nuestra carne que se expande armónicamente y se contrae esporádicamente según incentivos que un cefalópodo jamás logrará entender. No obstante, aún todo esto queda por acontecer hasta que no asumamos abiertamente todas nuestras capacidades. Hoy vivimos una época prerrevolucionaria en la que los medios tecnológicos van sembrando las necesidades de un nuevo futuro que la fuerza realmente trabajadora, próxima a los medios de producción, deberá instaurar de manera certera y desarrollar en una nueva sociedad. Por el momento reina una bonita esquizofrenia establecida entre estos medios de producción y sus posibilidades técnicas, y el sistema que lo rige ansiado de nobleza y singularidad individual. Los hijos de este desafortunado aunque poético matrimonio son el derroche (fruto del sometimiento de la materia a este idealismo) y la moda, la única manera que encuentra la producción cultural de evocar la Historia perdida y congelada. Alfred Jarry sabía muy bien que el teatro se localizaba en la producción menor, en las elucubraciones infantiles, fuera de las unidades aristotélicas de acción, tiempo y espacio. Pero antes, Aristóteles supo aún mejor que el anacronismo es un esperpento, el ensamblaje mecánico de una multitud dispar de partes procedentes de diferentes lugares y épocas, exactamente como los museos. En todos ellos se dan la mano la historia y la moda a espaldas del tiempo. 

Papier glacé: moda e historia, olvido y recuerdo
            Han sido mentes despiertas del romanticismo como Stendhal (Henri Beyle), las que han distinguido las modas de la historia en tanto que continuación de la extracción alquímica de las esencias: “la ciencia de la moda es cambiar sin cesar porque la clase rica quiere en todo momento distinguirse de la clase burguesa, que se obstina en imitarla, mientras que el bello ideal no varía sino cada diez siglos con los grandes intereses de los pueblos”(Stendhal, Salón de 1924). Es en este terreno –el romanticismo del siglo XIX- que encontramos el origen de las dos fuerzas actuales enfrentadas dialécticamente: una revolucionaria que reafirma la Historia a la espera de los cambios que la sociedad decide, y otra que la niega para aclamar entre lamentos un instante permanente que sólo cambia en sus formas pero no en su esencia. Éste es el acelerado cambio al que se refiere Baudelaire, quien bastante más joven que Stendhal, se negaba a distinguir la historia de las modas. Aunque lanzaba duros ataques contra la fotografía, sitúo al poeta en una función muy próxima a ella: la de extraer lo que queda de permanente en esta realidad sometida al cambio progresivo hasta lo vertiginoso. La fotografía, a su entender, ridiculizaba esta función de la poesía y de la pintura con su superficialidad mecánica y nominativa, por ello la despreciaba rotundamente. La fotografía aceleraba la vida como la moda, la cual acabó engullendo a la Historia en autores posteriores como Georg Simmel a través del kantianismo, y otros practicantes de los métodos semióticos (con ciertos precedentes también en el formalismo kantiano) como Roland Barthes o Jean Baudrillard. La Historia fue lanzada al reino de las entelequias o, peor, fue remplazada por la moda misma, y todo ello a pesar de la insistencia de Benjamin en ubicarla en su lugar frente a la poesía de la moda y de la modernidad en general.
            Desde Baudelaire, estas voces ilustres pero reaccionarias (en cuanto a la materia y a la abstracción ideal) se han erigido paradójicamente como las más modernas a través de los argumentos de Benjamin, frente a otras mucho más progresistas y democráticas como la de Stendhal, enemigo siempre de la rama más tradicional y nacionalista del romanticismo. Y eso se lo debemos al sistema reaccionario que hoy rige el mundo. No se trata del aquel viejo y casposo argumento de historiadores como D. D. Egbert por el que los extremos políticos se encuentran detrás de la democracia presente, sino de la confusión nutrida desde arriba (el mercado) entre lo singular y lo plural, entre lo vulgar y lo auténtico. Gracias a esta confusión que mantiene el consumo y con él el mercado, lo más conservador se presenta como la alterativa a lo revolucionario, lo que se sirve de la alternancia formalista de las modas (Simmel, Die Mode, 1923) que alimenta el recuerdo y el olvido a instancias del consumo. Cuando hablamos de “memoria histórica”, ¿no nos estamos refiriendo acaso a un término de gran actualidad porque está de moda?
            Es a partir de este punto de nuestra argumentación que podemos comentar la exposición itinerante (Berlín, Milán, Edimburgo, París, Zurich, West Palm Beach, Fort Worth y Tokio) recién inaugurada en el Museo de la Moda de París Palais Galliera bajo el título “Papier glacé” (25 de febrero – 25 de marzo de 2014), ora de hielo ora de azúcar, dedicada a la fotografía de moda conservada en los archivos (New York, Paris, Milán y Londres) del director Condé Nast (1873-1942, aunque su colección acoge muestras desde el nacimiento de la fotografía de moda en 1911 hasta la actualidad) de las revistasVogueGlamour y W. Versada en la fotografía y la costura, podemos interpretar este encuentro a partir de la capacidad productiva de la fotografía: ella produce moda. Pero este servicio cultural –siempre que lo podamos denominar así- invierte los argumentos baudelarianos, si bien en cierta manera esto ya fue advertido por el vértigo del propio Baudelaire aún anclado en la aristocracia del viejo mundo. Ahora es el fotógrafo quien extrae lo sustancial de la realidad para crear moda, porque ella es lo que permanece hoy por un lapsus de tiempo que en nuestra memoria va a ilustrar fragmentos de nuestra vida. Se trata de la diferenciación establecida por Georges Ritzer entre el estilo y la moda, siendo esta última el estilo predominante de una época en respuesta a la necesidad progresiva de cambios formales de los bienes materiales y de servicios impuesta por el consumo. A partir de ahí este autor neoyorkino establece un ciclo de las modas más o menos orgánico a pesar de la participación de la voluntad de los profesionales involucrados, consistente en un origen, una expansión y una decadencia que, basadas en lo efímero de la vida misma, viene a coincidir con aquella que ya hace más de dos siglos estableció Winckelmann para el Clasicismo y con ello para todos los estilos y épocas de la Historia del Arte (formación, esplendor, expansión y decadencia): la moda suplanta de nuevo a la Historia. Sin embargo, la particularidad añadida por parte de Ritzer consiste en su mecanismo evolutivo: surge una idea original que luego será imitada por otras firmas en el régimen que sea (patentes, derecho de autor, plagio, etc.) hasta alcanzar la sobreabundancia que exige nuevos modelos para mantener la base del consumo. ¿Acaso no se trata de la misma relación que establece la fotografía y los medios de reproducción mecánica con el modelo original natural, con la pintura erigida ante ella como la singularidad de la mano artesanal y más profundamente con el recuerdo mismo? ¿Acaso la moda no ataca directamente al recuerdo? Retomemos la muestra que aquí nos concierne.   
            Quizás Papier glacé sea la exposición más trascendente históricamente hablando, de las versadas sobre la fotografía de moda, gracias sobre todo al recorrido de la revista Vogue - posiblemente la más famosa de este género de revistas. En ella han trabajado grandes fotógrafos del siglo XX, desde representantes de las vanguardias históricas (antes el clásico Barón Adolf de Meyer) como Edward Steichen, colaborador de la revista neoyorkina de fotografía Camera Work y fundador junto con Alfred Stieglitz de la galería de arte 291, -germen del dadaísmo neoyorkino-, por lo que no nos debe sorprender que tras él Vogue haya contado entre sus colaboradores con los antiguos dadaístas Man Ray (quien como Charles Sheeler, también presente en esta exposición e igualmente norteamericano, ha oscilado a lo largo de su carrera entre la pintura y la fotografía) y Erwin Blumenfeld, este último recién consagrado como uno de los representantes más importantes de la fotografía del siglo XX tras la exposición monográfica que le ha dedicado hace unos meses el museo Le Jeu de Paume de París (15 de octubre – 16 de noviembre). Con ellos las vanguardias encontraban una aplicación real en la sociedad para sus investigaciones materiales en torno a la imagen (solarizaciones, fósiles fotográficos, fotomontajes, fotogramas, rayogramas, monotipos, coloraciones manuales, etc.), apoyados en ese puente que establece tanto la fotografía como registro expresivo, como la moda en tanto que fenómeno social de constante actualidad, lo que alcanzó décadas más tarde la iconografía pop de David Sims y Peter Lindbergh, o la fotografía documental y amateur de Corinne Day o Terry Richardson y que hoy en día inundan las galerías, salones, ferias y demás salas de exposiciones, además de las iconografías de la Historia del Arte aplicadas a los nuevos registros mecánicos a modo de Bill Viola (por ejemplo Deborah Turbeville) como encuentro alternativo y más “clásico” entre el arte y el no arte, entre lo orgánico representado y lo mecánico producido. Sin embargo, hay que advertir de la evolución por la que tras el gran lapsus de la II Guerra Mundial se invierte la comunicación entre estos dos ámbitos contrarios, entre el arte y el no arte como confusión que alimenta el instante eterno del consumo (el objeto permanente tras los escaparates que enmarcan las calles por las que deambula el flâneur de Baudelaire): Man Ray vuelca su lenguaje plástico por ubicar a su modelo observando atentamente un álbum fotográfico con formas geométricas puras, sus propias sombras si nos atenemos a su famosa pintura La funámbula acompañada de sus propias sombras (1916), así como los homenajes a Seurat y Malevich por parte de Blumenfeld, en cierta manera prologado por autores como Cecil Beaton. Paulatinamente y de la mano de fotógrafos con una mayor conciencia profesional quizás, paradójicamente, los aspectos y las citaciones artísticas sirvieron para otorgar una categoría más elevada a sus ilustraciones, como es el caso de Deborah Turbeville, en el que, en realidad, esta trasferencia de lo artístico a lo fotográfico acontece a un nivel temático materializado en escenificaciones que disponen de lo artificial como natural y viceversa.       
            Si somos avispados y sabemos prescindir de lo artístico, esfuerzo que en el fondo la realidad exige siempre a todo buen historiador y crítico del arte, podremos apreciar estas manifestaciones fotográficas dedicadas a la moda con todo su artificio, como una gran aportación inocente y simultánea, manifestación de su época, a lo que el joven Hegel reclamaba a finales del siglo XVIII como “la mitología de la razón, la mitología de un mundo nuevo”. Para ello encontramos un buen ejemplo en la sistematización temática que ha realizado la comisaria de la exposición en París Nathalie Herschdorfer de una manera sagaz y oportuna, por basarse en una lectura subjetiva. ¿Cómo agrupar por género temáticos un tipo de fotografía que ya de por sí es reconocido como un género dentro de este medio junto con el retrato, la fotografía de reportaje, la fotografía artística, etc.?  Posiblemente porque sin saberlo la comisaria se haya basado en la pintura: retratos, paisajes, escenarios, bodegones, siluetas, ficción, el cuerpo humano… Sí, es cierto. Como la moda y el Arte, Herschdorfer recurre al capricho individual con el que hemos adjudicado una singularidad a nuestra capacidad de juzgar y con ello la distinción misma de lo artístico como un recinto constantemente aparte, el mismo “caprice” de  Jacques Callot o el “capriccio” de Tiepolo, los cuales se antojan particulares, únicos, como los signos sociales distintivos y que para Simmel originaban la moda, para luego ser emulados por las clases sociales ansiadas de ascender tanto de clase como de originalidad. ¡Demasiado tarde!: la instantánea ya ha sido disparada y ahora sólo queda reproducirla.   

Por una mitología moderna
            ¿En qué términos se acondiciona la entrada de la fotografía en el recinto sagrado del Arte y con ello de ciertos medios de reproducción mecánica privilegiados? Acerca de este último aspecto esencial de la fotografía –su reproductibilidad que acompaña a la construcción de su imagen y a su factura-, ya conocemos las torpes maniobras de las patentes estéticas de limitar arbitrariamente la tirada de imágenes, obviando posibilidades que nos ofrece la técnica como la traducción de los nuevos iconos a múltiples soportes y materiales. Ahora bien, en lo que respecta a la construcción de las imágenes, ¿cómo podemos entender este ingreso académico de la evolución de la fotografía desde el artificialismo de las vanguardias históricas y del nacimiento del “género” de la fotografía de moda con el Barón de Meyer, hasta la influencia de la fotografía de reportaje en los últimos realismos de Terry Richardson? Precisamente gracias a este artificalismo, que es intrínseco aunque compartido desde el inicio de esta “Era Contemporánea” (que poco lo es ya, más bien a modo de retardo) marcada por el nacimiento de la Industria mayúscula, con la construcción de un mundo artificial opuesto a la tradición imitativa representativa abierta por Aristóteles quien, en su poética, contrapuso la “lógica” de las unidades de espacio, tiempo y acción a la intervención de la máquina en la puesta en escena (en la Grecia Antigua jugaban como intérpretes de dioses ayudadas de cimbras y poleas). Claro está que en la fotografía, producto del injerto de un objetivo en el ojo consciente y subconsciente humano, la parte mecánica, aunque progresivamente minimizada desde las emulsiones químicas hasta el sistema numérico, siempre está presente.
La ficción verdadera consiste precisamente en disimular esta presencia constante, y lo podremos percibir siempre y cuando nos olvidemos de la iniciativa que nos corresponde, consistente en desplazar el ojo analítico sobre la superficie como complemento de la visión sintética que percibe la imagen de un solo golpe de vista. Por muy fieles que parezcan ser las imágenes de Terry Richardson y de Corinne Day, y a pesar de su deuda a géneros considerados menos artísticos como el reportaje y la fotografía documental, ellas suplantan esta participación del espectador lector imponiendo un encuadre, un punto de vista, un instante, el cual reduce su rol a simple víctima de la sorpresa, verdadero sentido del shock actual y académico de Rosalind Krauss que nace del mero encuadre gratuito, frente al shock de Walter Benjamin deudor de la sobreabundancia del nuevo orden establecido por el montaje y que convierte a toda la fotografía en un formato surrealista. El arte en este sentido traza una evolución que el propio crítico Michael Fried ha seguido en cierta manera desde la pura presencia artística de Greendberg hasta la literalidad. El ocultamiento de la máquina en el arte ficticio (no basado en la ficción sino en la simulación de un hecho real) nace del disimulo de sus propias maniobras. La escenificación se propone anecdótica y con ello se escinde la realidad y la presentación, con lo que nace verdaderamente el arte en tanto que Institución, es decir, recinto separado de la realidad pero representativa de la misma. En verdad, el Arte nunca fue reconocido como artificio sino como un culto religioso al idealismo. Por eso oculta su materia. Tanto en la fotografía realista contemporánea como en el realismo actual de tipo Ron Mueck, la factura desaparece y la imitación recupera de golpe su anterior poder en forma de simulación, realizado precisamente por creadores que no proceden del ámbito propiamente artístico como la fotografía de reportaje y los efectos especiales cinematográficos, ayudados por comisarios, creadores y críticos que cada día actúan más como si ellos fuesen los artistas en sus elecciones arbitrarias y disposiciones escénicas, todo a la inversa de aquellos pintores y escultores que a principios de siglo intentaron buscar una salida social y efectiva a sus investigaciones materiales, formales y estéticas en general.     
Según esta argumentación, la exposición itinerante “Papier glacé” participa de la “estetización” propia de su época, la misma que Walter Benjamin opuso a la producción y que incrementa el dominio de lo separado en la vida, en el caos de la fotografía y la manipulación de las imágenes en calidad de recuerdos, ya que, gracias a la mímesis y la simulación, sustituye a la memoria en lugar de agregarse. Ahora encontramos sentido a los temas de Nathalie Herschdorfer: el retrato es un cuerpo que se despedaza en los decorados de la vía pública y del que tan sólo restan siluetas en calidad de naturalezas muertas o un recuerdo olvidado.

El recuerdo a través de la tricromía: la Inversión
            El recuerdo fotográfico quiso vivir más intensamente que la memoria, dado que su soporte asegura una pervivencia más allá del olvido y de la defunción de la conciencia entre los ochenta años y la centena más o menos, siempre que una sorpresa accidental no cruce este devenir. Dicho en otras palabras: concebida como un impulso más del hombre hacia la eternidad, la fotografía ansió de la intensidad. No nos vale con vivir para siempre si esta vida no es intensa.
En el lenguaje de la imagen esta intensidad resulta del color, y algunos autores nos han legado trazos desde tiempos remotos de la fotografía que ahora bloquean lo que parecía constituir una evolución consecuente desde lo más primitivo hasta lo más moderno, desde lo más torpe hasta lo más fiel a la realidad, sin que, a pesar de Worringer o Carl Einstein, podamos liberarnos de este viejo complejo europeo. Uno de ellos ha sido el ruso físico y matemático Mikail Ivanovitch Procudine-Gorsky (1863-1944), de quien se ha presentado una muestra en el Museo Zadkine de Paris entre el 6 de octubre y el 13 de abril, consistente en fotografías realizadas en los primeros años del siglo XX. Gracias a la aplicación del procedimiento de la tricromía del británico James Clerk Maxwell (1861), actualizada por el astrónomo alemán Adolph Miethe –con quien contacto Procudine-Gorsky en 1902-, podemos visitar una colección de vistas a color de la vieja Rusia Zarista, sus paisajes rurales y su pluralidad étnica. Sin embargo, lo radical de esta aportación consiste en su método mecánico basado en la división de los colores constituyentes de la luz blanca, por lo que nada tiene que ver con las fotografías coloreadas ni con el cine pintado a mano de Segundo de Chomón y de la firma Pathé. Tampoco con la fotografía estereoscópica que, por ejemplo, experimentó muy tempranamente nuestro aragonés Ricardo Compaire, la cual necesita siempre de una visualización filtrada. Si bien cierto subconsciente colectivo, -y por tanto objetivo-, identifica el pasado inerte con el blanco y negro y el presente con el color de la organicidad de la vida, la fotografía cromática de Procudine-Gorsky, a pesar de sus fines documentales más que artísticos (aunque hoy la veamos en un museo), se muestra radical, como la mecánica hecha vida, el desafío definitivo a María Shelley y a nuestros mismos recuerdos. Nos presenta la Blanca Rusia a color y con ello cien años de envejecimiento bajo la rabiosa actualidad, ante la cual el pasado cobra el color de la inmensidad de la vida mientras nuestro presente se tiñe en el blanco y negro de la concreción.  Pero seamos cautos, el color nació y nace aún hoy de la descomposición de la luz blanca, es decir, de la Blanca Rusia. Siempre será un acto productivo antes que reproductivo, tal y como ocurre con todas las ideologías posibles.  


                                
Manuel S. Oms
Aaca Digital nº 26 marzo 2014

jueves, 26 de noviembre de 2015

Juan Gris: la decantación de la imagen y la extracción de la realidad









Se ha observado a menudo que el “sentimiento de la naturaleza” propiamente dicho no se ha desarrollado más que en la época moderna
Georg Simmel, Filosofía del paisaje, 1913




Entre la ilustración y su caricatura: el original del arte
            A pesar de su relevancia histórica, los datos biográficos que disponemos de Juan Gris (Madrid, 1887- Boulogne-sur-Seine, 1927) no son, si no escasos, sí insuficientes como para desvelar sus verdaderas inquietudes, especialmente en relación a sus primeros años de formación en Madrid antes de trasladarse a París a finales de 1906 a la edad de 19 años.
            La cuestión es que no sabemos si Juan Gris se planteó desde un principio formarse como pintor o, por el contrario, dedicarse a la caricatura y la ilustración. Los reducidos ingresos que aportaba este último oficio junto con la influencia de sus amistades –Daniel Vázquez Díaz todavía en Madrid y ya en París en 1907 con Picasso, Matisse, Raynal, Kahnweiler, etc.-, pudieron inducirle a iniciar una carrera como pintor y en definitiva como artista. Por otra parte, ilustraciones con claras alusiones autobiográficas nos indican que él se sentía artista y que su decisión de partir a París respondía al deseo de cumplir su vocación, tal y como mostró al decidir abandonar en 1904 el recién instaurado programa de la Escuela de Artes e Industrias (1902-1904) con el fin de formarse en la academia de José Moreno Carbonero, sin que nos quede claro todavía que acudiese a sus clases de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Sin embargo, las fuentes nos informan también que con su decisión de emigrar a Francia quiso evitar el servicio militar obligatorio. El caso es que en el número 39 de la revista barcelonesa Papitu del 25 de agosto de 1909, publicó un dibujo donde un pintor junto con una mujer con un niño en brazos, se quejaba de la incomprensión sufrida tanto en su país como en París. Esta ilustración coincidió con el nacimiento de su único hijo Georges González Gris el 9 de abril de ese mismo año.
            No obstante, no presentó su obra en exposiciones para crearse un hueco en el panorama parisino cuando llegó a finales de 1906. En cambio, envió sus dibujos a diferentes revistas del momento para que fuesen publicados, no encontrando respuesta más que en Le Rire en 1907 y en L’Assiette au Beurreal año siguiente, a pesar de que además los presentó a Charivari y a Le Cri de Paris. En cualquier caso, no intentó más que proseguir el camino iniciado en las páginas de la revista modernista madrileñaBlanco y negro dirigida por Eulogio Valera tras la ilustración de la obra Alma América de José Santos Chocano, la primera de una serie de colaboraciones que se extendieron al final de su carrera ya en clave cubista (su segunda colaboración consistió en un cuento del republicano Francisco Flores García, “La conquista del pan”, publicado en la propia revista Blanco y negro)
            Esto no fue óbice para que, desde prácticamente su llegada, contactase con el círculo de artistas de Paco Durrio y Picasso a través de Daniel Vázquez Díaz, posiblemente ya desde finales de 1906, dado que desde el principio estableció tanto su estudio como su vivienda en Bateau-Lavoir, lo que le permitió conocer todo el ambiente cultural de Montmarte a través de escritores como Max Jacob o Maurice Raynal. Podría haber titubeado entonces entre la ilustración y la pintura, pero por el contrario no cesó de insistir en la primera de estas dos opciones hasta que en otoño de 1908 Feliu Elías (alias “Apa”), -ferviente ilustrador, historiador y crítico del arte (bajo el pseudónimo “Joan Sacs”), activo entre París y la ciudad condal-, decidió contratarlo para la revista que acababa de fundar en Barcelona,Papitu, de clara inclinación modernista y social aunque con una calidad artística, estética e intelectual que la diferenciaba de las ya existentes, siempre en función de las inquietudes del ambiente intelectual barcelonés de Els Quatre Cats.
            Juan Gris fue el principal colaborador gráfico de la revista. Sus dibujos llegaron a ocupar tres cuartas partes de las páginas consagradas, y de esta manera y bajo la influencia y el rol protagonista de Feliu Elías en el ambiente modernista más progresista de Barcelona y Cataluña, se convirtió en una figura clave en el desarrollo de la misma, aun si nunca visitó la ciudad a no ser que fuese de paso para ir a París. Se trata de un curioso encuentro entre dos ambientes bien diferentes, entre la ciudad condal y la capital de España, siendo que en esta última las nuevas ideas estéticas representada por los diversos modernismos europeos, fueron acogidas y desarrolladas de manera pausada, abriéndose paso entre un academicismo mucho más arraigado dada la omnipresencia en todas las artes clásicas de la real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
            Fue Juan Gris uno de aquellos primeros inquietos en interesarse por un nuevo estilo que, a través de una nueva concepción de la creación y de las relaciones entre el Arte y la decoración de inspiración en la naturaleza, proponía su expansión democrática y social a diversos ámbitos antes no contemplados por las Bellas Artes, como las llamadas entonces “artes aplicadas” o “artes industriales” (Aloïs Riegl, 1903), y todo ello tomando la línea, decorativa y conceptual a un mismo tiempo, como hilo conductor aplicable a la variedad material que el desarrollo industrial había propiciado. Tanto en esta variedad material como en aquella otra concerniente a los registros expresivos, participaba la ilustración y la caricatura, nacida como la reducción a una serie de convencionalismos lineales desde que la descubrió el gran escultor barroco italiano Gian Lorenzo Bernini al estudiar y tomar bocetos de sus modelos moviéndose y paseándose por su taller, tal y como procedía Miguel Ángel un siglo antes y tal y como reivindicó Rodin precisamente a finales del XIX. La dimensión conceptual provino a través del simbolismo, tanto de los elementos pictóricos (Gauguin y los nabis) como de las imágenes y los temas (Puvis de Chavannes, Gustave Moreau, Odilon Redon, Arnold Böcklin, Alfred Kubin, etc.)
            Cuando Juan Gris decidió dedicarse y probar suerte con la ilustración, ya estaba fuertemente influenciado por la revista alemana Jugend que su amigo el ilustrador alemán Willy Geiger le había mostrado. Por ello debemos afirmar que fue la presencia extranjera en Madrid la que permitió abrir la capital al nuevo estilo, si bien no acabaría de fraguar nunca, ni siquiera con la exposición “Artistas íntegros” organizada en 1915 por Ramón Gómez de la Serna bajo un predominante estilo cubista. El propio Picasso sufrió una gran decepción cuando en 1897 acudió a Madrid con el fin de inscribirse en la Real Academia de San Fernando, al tiempo que difundía las ideas estéticas e intelectuales del nuevo simbolismo catalán que había conocido siendo un adolescente desde 1895. No obstante, lo que nos interesa de todo esto es que, en el contexto de un modernismo que por entonces fraguaba en el país y que en realidad no lo haría hasta no ser propuesto como una alternativa a las vanguardias artísticas de los años diez e incluso veinte bajo etiquetas como el noucentisme de Eugenio d’Ors (es decir, hasta que su público burgués no se dio cuenta de la defensa de las tradiciones del folklore y de los “valores raciales” frente a la actualización cultural que suponía el cubismo francés y el futurismo italiano respecto a la industria, con lo que podía así representar al pueblo enajenado en relación al sistema productivo que ellos mismos habían impuesto), carece totalmente de lógica distinguir la ilustración de la pintura como una de las tres Bellas Artes, mismo si nos referimos a la carrera profesional de Juan Gris, quien, a pesar de haber iniciado su actividad pictórica en 1910 y su periplo expositivo en 1912, no abandonó la ilustración hasta el inicio de la Gran Guerra en 1914.
            En 1908 Juan Gris compartió páginas de la publicación de tendencias socialistas y ácratasL’Assiette au Beurre, no sólo con sus compatriotas Feliu Elías, el malagueño Francisco Sancha y Xavier Gosé, sino también con el bohemio Francis Kupka, el nabis Felix Vallotton, el fauvista holandés Kees van Dongen, el moscovita Caran d’Ache, el futuro miembro de la Section d’Or Jacques Villon y el suizo Théophile-Alexandre Steinlen, quienes, si bien no todos ellos se entregaron a la pintura abiertamente, sí ocupan hoy un lugar en la historia de la misma por la influencia que han ejercido, tal y como por ejemplo las composiciones diagonales y los dibujos abocetados de los carteles diseñados por Toulouse-Lautrec en los óleos del periodo azul de Picasso, sin contar con los retratos fotográficos de Félix Nadar, quien además también ejerció la caricatura en esta publicación desde este mismo interés por la fisiognómica aristotélica del claroscuro fotográfico.      
            Por todo ello podemos deducir que cuando Juan Gris decidió dedicarse a la pintura, quizás lo hiciera animado por las investigaciones plásticas de sus amigos pintores, especialmente de Picasso, aunque probablemente mantuvo latente esta opción durante su carrera como ilustrador. Al fin y al cabo, los trabajos en este terreno gráfico nutrieron su experiencia profesional y le confirieron un renombre en el ámbito internacional del sector, pero no unos ingresos que le permitiesen vivir de manera continuada, constituyendo éste otro aliciente para lanzarse él mismo a la investigación pictórica. De hecho, los artistas, al menos desde el Renacimiento que diferenció las Artes Nobles de las restantes, han compaginado su profesión como pintores y escultores con otras artesanías y aplicaciones dada la realidad económica del oficio y el taller.
            Esta dualidad entre pintura e ilustración mantenida entre 1910 y 1914 resulta esencial para comprender su situación en el panorama artístico parisino de principios de la segunda década del siglo XX, ya que obedece a su doble formación entre el Arte y su aplicación. Esto se debió a su matriculación en la recién estrenada Escuela de Artes e Industrias, fruto de la fusión de las escuelas provinciales de Bellas Artes y de la Escuela de Artes y Oficios, con el fin de responder a las necesidad inminente de una industrialización del país en la que participase la formación de los operarios especializados, lo que enfrentaba a España con las ya viejas diatribas británicas sufridas en el contexto del prerrafaelismo victoriano, entre una participación de la máquina en la producción estética (Henry Cole y luego Charles Robert Ashbee) y una distinción de la producción humana de la mecánica (el Arts & Crafts de John Ruskin y William Morris). Lo importante de esta formación incipiente en España es que en ella participaba una vertiente artística junto con otra técnica e industrial que comprendía conocimientos fundamentales de matemáticas, geometría, física e ingeniería. El problema es que el primer y principal biógrafo de Juan Gris, su galerista Daniel-Henry Kahnweiler, ocultó su carrera anterior como caricaturista en beneficio exclusivo de su aportación como pintor. Y no lo hizo por creer inferior este primer género, sino porque, en tanto que progresista alemán, no sentía atracción alguna por el conocido como “jugendstil”. Esto no quita que la extensión de la vulgar creencia de que las artes bajo una función son inferiores, pudiera perjudicar gravemente el conocimiento de esta primera etapa suya, hasta el punto de propagarse noticias falsas como el inicio de sus estudios para devenir ingeniero o matemático.  
            No obstante, comprobamos cómo esta formación susceptible de alcanzar la transdisciplinariedad entre las Artes Elevadas y la Industria en el terreno de la ilustración gráfica y de la caricatura, no ha sido lo suficientemente atendida como para comprobar no sólo las inclinaciones de Juan Gris hacia un estilo como el cubismo, fruto de una sociedad ya fuertemente industrializada y hondamente convulsionada por la aparición de la simultaneidad eléctrica (desde la luz artificial y el cine hasta sus profundas consecuencias en la producción, en el trabajo, en el ritmo diario y en la propia cultura), así como de la necesidad de actualizar las manifestaciones culturales de la sociedad y de sus temas de expresión respecto a la nueva naturaleza generada, también en su difícil situación entre el Bateau-Lavoir -más inclinado por la experiencia, el ensayo y la poesía (Max Jacob, Maurice Raynal, Picasso, Braque y Kahnweiler fundamentalmente) y el conocido como el Grupo de Puteaux dirigido por Albert Gleizes y Jean Mezinger además de los hermanos Duchamp, más preocupados por encontrar una nueva fórmula representativa a través de una revisión de los tratados renacentistas de perspectiva y atraídos por las novedades científicas de Einstein y matemáticas de Poincairé, así como las novelas de ciencia ficción, por ejemplo Le voyage au pays de la quatrième dimension de Gaston de Pawlovski (1912)
            Si bien el Retrato de Picasso presentado en febrero de 1912 en el Salón de los Independientes probó –valga la redundancia- la independencia de Gris respecto a Braque y el malagueño tras una primera iniciación en sus sistemas de facetado para la traslación de una realidad de tres dimensiones a un soporte de dos, lo que ellos entendían como la traducción de un “hecho anecdótico” a “un hecho pictórico”, este concepto de traslación ya estaba implícito en el arte de la ilustración y la caricatura en un proceso no voluntario sino necesario e impuesto por la democratización de la imagen: la reproducción de un original mediante los procedimientos de grabado más exactos en la extracción de la imagen de la realidad.


Juan Gris, creador de la “imagen cubista”
            Este último fin de las publicaciones temáticas implanta un primer precedente en el cubismo en sus investigaciones sobre la homogenización de la realidad en su imagen, y fue precisamente en esta tarea donde destacó Juan Gris como el “tercer grande del cubismo”, tal y como lo calificó Douglas Cooper.
              Braque y Picasso se basaron desde los primeros clavos en trompe-l’oeil incluidos en sus composiciones de líneas y formas independientes de 1910, en las relaciones dialécticas entre los elementos pictóricos propiamente dichos y la realidad, lo que a partir de los primeros papiers-collés de septiembre de 1912 se amplió a la ruptura de los marcos para dejar entrar en el interior del cuadro materiales, imágenes y motivos que antes no eran considerados artísticos. Se trataba de un enfrentamiento directo de la pintura como ámbito de lo artificial contra sus modelos naturales, los cuales se habían perdido en lo más profundo de la industria y la mercancía. De esta manera la pintura cubista se erigía como fruto de la fragmentación de la luz unitaria del impresionismo por intervención de la luz eléctrica y su simultaneidad (el café protagonista en muchas composiciones cubistas nos habla del trabajo nocturno del pintor cubista, contrario al plein-air decimonónico y bucólico de una naturaleza perdida y mistificada), verdadero motor de lo que Roger Shattuck denominó “espíritu de la yuxtaposición”: “la colocación de una cosa junto a la otra sin conexión”, lo cual se rastrea a través del transcurrir de la mirada mientras un solo golpe de vista simultáneo descubre la poesía de la modernidad.
            Para este último cometido la dialéctica permanente de contrarios, -la de los dos polos eléctricos-, necesitaba alcanzar la síntesis. Y fue precisamente Juan Gris quien inició este recorrido a través de la imagen, el cual iba a caracterizar al arte del siglo XX anterior a la Segunda Guerra Mundial. Produjo sus primeros collages de octubre de 1912 –El lavabo y El reloj, los primeros a su vez en ser presentados ante el público en la exposición Section d’Or en la Galerie la Boétie entre el 10 y el 30 de ese mismo mes-, tras haber visualizado los primeros papiers-collés de Braque y Picasso del mes anterior, los cuales tomaron la iniciativa de introducir la policromía tras la convicción materialista de que todo color implica una sustancia material real de manera indisoluble. Frente a los dos pioneros cubistas que mantenían la distinción dialéctica entre un fragmento encolado y tan sólo recortado, y los elementos pictóricos, en principios desarrollados mediante el dibujo del carboncillo, Juan Gris, sobre todo en El Lavabo, los había fragmentado mediante el corte geométrico para someterlos al facetado cubista como una parte más de la composición, alcanzando así la síntesis que Braque y Picasso no lograron o no quisieron lograr en su sistema de contradicciones ahora invertido por Juan Gris. De hecho, Braque y Picasso, tal y como apuntó Jean Paulhan en relación a su teoría del cuadro cubista como “máquina para ver”, sacrificaron la obra acabada no para lanzarse a la producción de bocetos tal y como denunció Louis Aragon en La peinture au défi en 1930 respecto a sus “falsos imitadores”, sino para establecer una serie de investigaciones que pronto iba a encontrar modelo en las primeras cadenas de montajes aplicadas en Chicago en 1913 con el despegue de la industria automovilística a partir del motor basado en una perfecta coordinación de explosiones sucesivas. Por esta razón mantuvieron la fijación con alfileres de los recortes agregados, así como el padre de Picasso, -especialista en palomas-, le enseñó a componer los grupos de figurantes en las grandes composiciones con la ayuda de bocetos recortados según la vigente usanza académica. Los alfileres permiten variar, corregir, retraerse. Con el papier-collé el medio deviene el fin y la imposibilidad de detener la investigación en un acabado definitivo asegura el deseo que induce al pintor hacia su modelo. Ésta fue la resolución en forma de respuesta cubista al debate entre el acabado neoclásico de Ingres y el toque romántico de Delacroix, el cual recorrió todo el arte francés del siglo XIX pasando antes por las elucubraciones pictórico-lingüísticas de Paul Signac.
              Por el contrario, los collages de Juan Gris se detuvieron, se solidificaron y se aplanaron con el fin de sustraer la imagen de la realidad. Participaban de la concepción del cuadro como la materialización del retardo visual de Kupka y Marcel Duchamp, asistentes igualmente a las tertulias de Puteaux y fieles creyentes en una naturaleza virgen y nouménica ante el conocimiento humano, la cual se nos presenta a través de la apariencia del azar. Con ello se alejó del espíritu que animaba a Braque y Picasso y se aproximó a las tertulias de los de Puteaux en torno a la posibilidad de una nueva fórmula renovada de representación, aunque de todos ellos, al menos de los más interesados por el cubismo, Juan Gris fue el único en 1912 en dar una respuesta a las cuestiones planteadas por los de Bateau-Lavoir como por ejemplo la dualidad figura y fondo, ofrecida precisamente por Juan Gris en su Retrato de Picasso, mientras que los pintores de Puteaux se habían limitado en su lectura del legado de Cézanne, prácticamente a una sustitución de las formas anteriores por la geometría, tal y como demuestra Le gouter de Jean Metzinger de 1911, a pesar de haber sido tildada como “la Gioconda del cubismo” por André Salmon. Con ello se erigían seguidores, más que de Cézanne, de Louis Vauxcelles, el crítico que había acuñado con desprecio el término “cubisme” en 1907 a partir de las pinturas presentadas por Braque para el Salón de Otoño de 1908, del que fue rechazado junto con tantos otros.  
No obstante y como es de esperar, esta integración en el lenguaje cubista de los materiales encolados, no sólo atañe a la forma del recorte sino también a los propios materiales elegidos para esta primera ocasión de enfrentamiento de lo no artístico con lo artístico a los ojos del público. El lavabo acoge en su facetado un espejo que permite reflejar sobre él la realidad cambiante. Mediante esta solución que podríamos calificar de mecánica (sin que por ello la menospreciemos, al contrario de las intenciones de Louis Vauxcelles desde las páginas del Gil Blas en relación al problema de la representación pictórica), lograba integrar en la superficie bidimensional el tiempo y dar así una respuesta certera al problema que había ocupado a los de Puteaux durante tantos meses y que Blaise Cendrars evocó poco después en sus poemas eléctricos. Pero no por ello dejaba de constituir una parte del cuadro. Desde el momento en que pasaba esta realidad objetual a formar parte de él, se convertía en su ficción. La solución, dentro de la confrontación planteada por Georg Simmel en 1914, parecía inclinarse hacia la integración de la vida en el arte y no al revés, tal y como habían iniciado pacientemente Braque y Picasso años atrás. Además, el cristal, al contrario de la impresión fotográfica, no ofrece una imagen real sino simétrica. Es intrínsecamente ficticia, reduce la realidad a su reflejo así como la pintura sustrae la imagen de la realidad, mientras que El reloj que presentó junto con este collage, remitía mediante letras impresas encoladas, -a pesar de ser objetuales-, a una expresión de naturaleza conceptual y que exige ser leída, ofreciendo de esta manera su propia solución al viejo tema de las sinestesias, eso sí, próxima a la salida conceptual que su admirado Mallarmé confirió a su proyecto de un “libro absoluto”. Con las letras impresas ofrece un nuevo homenaje al establecer ahora un puente con la literatura de Apollinaire, al pertenecer estos versos a sus poemas L’Enfer y Le Pont Mirabeau. No obstante, existe paralelo al espejo de El lavabo otro homenaje a este pintor mucho más recóndito: el reloj pintado marca las 12 de la noche – la hora de la creación. Remite así al segundo caligrama realizado en 1895 por Apollinaire a la edad de 15 años, Minuit (el primer fue de 1894, Noël), de un modo parecido a cómo fue homenajeado por Marc Chagall (Hommage à Apollinaire, 1911-1912) y a cómo Giorgio de Chirico –también muy próximo a este poeta- incluía relojes en sus paisajes metafísicos.


La constante inversión de los niveles de la realidad hasta la síntesis
            Aun con todo esto, si partimos de la distinción establecida por el historiador soviético Nikolai Tarabukin en 1923 entre composición y construcción, Juan Gris no había logrado todavía construir la superficie (la creación de partes yuxtapuestas conforme a un ritmo inculcado, más o menos definido y extensible hasta el infinito), y se mantenía en la composición como el recubrimiento de una superficie bidimensional ya existente, si bien estos primeros ensayos sobre la participación de lo anterior al arte en el cuadro, le iban a permitir superar la condición preexistente del soporte bidimensional como si de una propiedad de la multiplicación se tratase (la “regla de los signos” por la que de dos cantidades negativas multiplicadas deriva una síntesis positiva, como si en este caso lo real por lo real nos ofreciese la ficción). Braque y Picasso estaban decididos a alcanzar esta liberación mediante un reconocimiento de la materialidad de la pintura y de la realidad como principal punto de encuentro entre ambos. La apertura a todo tipo de recursos (periódicos, papel decorativo, arenas, pelos, etc.) liberaba a la pintura de sus convenciones materiales precisamente: el soporte virgen y la pintura. Por el contrario, Juan Gris optaría por la extracción de la imagen, lo que constituyó el origen de la condición virtual de la producción plástica de las vanguardias desarrolladas en París en la década de 1920, desde el purismo hasta el surrealismo por mucho que le pesase luego a André Breton.
            La luz fragmentaria (Picasso recordaría a Brassaï en los años cuarenta que Cézanne tan sólo pintaba con una lámpara de gas) permitió a Braque y Picasso retomar el tema del “cuadro dentro del cuadro” “clavando” la composición cubista que es real con un clavo representado en escorzo y al óleo. Esta primera dualidad junto con las letras pintadas primero a mano y luego con plantillas, nos remite a una realidad extrapictórica, aunque en este caso conceptual. De hecho, hay suficientes indicios como para pensar que la realidad encolada responde, si bien no siempre a una realidad conceptual como las letras insertas, sí a cierta ficción artificial. El primer papier-collé de Braque, el cual le abrió la idea de trabajar los colores a partir de materias reales, partía de un papel decorativo que como la pintura ficticia imitaba las betas de la madera, sólo que no manualmente sino con el automatismo de la reproducción industrial. Tal y como ocurría con la ilustración aunque en el ámbito de lo único artístico, se trataba de sustituir la producción manual por la mecánica, aunque en Braque y Picasso esto se mantuvo en una dialéctica permanente, esto es, sin síntesis alguna.
            En dos collages precedentes de Picasso recuperados recientemente, su carácter conceptual anuncian, años antes, la naturaleza de los signos alfa-numéricos cubistas. El primero de ellos, hecho por Picasso en 1899 cuando no era más que un adolescente, y conservado en el Museo Picasso de Barcelona, consiste en el dibujo de un hombre apoyado sobre la pared mientras que en la parte derecha inferior encoló una ilustración con la imagen de la actriz Angeline Carvelle. Sin duda esto nos revela la naturaleza proyectiva de los objetos de Picasso como frutos de deseos y experiencias anteriores que han quedado solidificados en su materialidad. De esta manera evocadora se comporta a nuestros ojos la realidad material, mientras que la subjetividad de la pintura hace imposibles sus anhelos representativos, por lo que deviene una nueva realidad. Esta dualidad persistió e insistió a lo largo de toda su carrera, ya que se conformó en sus años de formación bajo el peso paterno identificado con la pintura misma. Incluso la disposición de los recortes pertenece al dominio del arte, mientras que es la presencia puramente objetual y así poética la que se mantiene intacta en sus composiciones. De hecho, en 1908 realizó su segundo collage, un dibujo a partir de una etiqueta de correos con la dirección de los Grands Magasins du Louvre, invertida (como la imagen simétrica del espejo de Gris) para subrayar la naturaleza mental de esta realidad bajo el sugerente título Le rêve (el sueño), siendo que es lo que sostiene uno de los personajes recostados y resuelto con el dibujo primitivista de Las Señoritas de Avignon. En el fondo, en los primeros balbuceos en el mundo del collage de Braque y Picasso, se produce la misma inversión que en el espejo de Juan Gris, sólo que no del todo mecánico, sobre todo en relación a su compatriota.
         Para esta última diferencia aquí desvelada, resultan relevantes los orígenes de Juan Gris como ilustrador y caricaturista, así como el oficio de decorador familiar que Braque aprendió con su padre y el peso académico que el de Picasso ejerció sobre él durante su infancia. En estos dos ejemplos, tal y como ocurrió en los papiers-collés de 1912, el blanco y negro pertenece a la intervención manual, mientras que el color lo aportan los recortes. En esto Cézanne fue franco: la forma era para la razón lo que la emoción para el color, el mismo que el cubismo había dejado atrás en sus elucubraciones en 1909 para dejarlo en suspenso. Este último sentimiento, –la emoción-, que Picasso -víctima de la sacralización del arte- tan sólo podía encontrar en el poder evocador de los objetos, en su mayoría de producción mecánica e industrial, contemplaba las ilustraciones y los textos. El empeño y el peso proyectivo del padre de Picasso sobre él sustituyó la realidad por la pintura: su entorno era la pintura, mientras que su realidad se alejaba hasta quedar a merced del deseo.
            Juan Gris iba a recuperar la unidad –ahora para la nueva pintura- gracias a una novedosa concepción de la luz que unificaba y confundía la artificial o interior con la natural y exterior a través del tema de la ventana, el cual encuentra su origen en las cortinas que desvelan El lavabo y El reloj y que, sin duda, introducen una referencia figurativa mucho más reconocible (la realidad objetiva en un collage, aunque se trate de una pintura) como si se tratase de una “poética de la posesión” que traslada los objetos de un mundo exterior a otro interior según nos advierte Mark Rosenthal. La luz tenebrista que chocan con los alimentos muertos para resucitarlos en lo cristológico de los bodegones del Siglo de Oro español, pudieron servir de modelo en esta nueva unidad a un pintor siempre atento a la tradición pictórica como Juan Gris (también sus compañeros de Puteaux), dado que no debemos olvidar cómo fue su amigo Daniel Vázquez Díaz quien rescató los valores geométricos de las composiciones de los retratos de santos fundadores realizados por Zurbarán también en el siglo XVII, ya que, al fin y al cabo, este pintor extremeño barroco compartía la austera geometría de las composiciones de los bodegones de Sánchez Cotán y Felipe Ramírez. De esta forma alcanzó Juan Gris la construcción del cuadro y abandonó la composición. De esta forma contribuyó el collage, a través de Juan Gris impulsado por las novedades de Braque y Picasso, a dar el salto definitivo: el abandono de la mímesis a favor de la construcción de una nueva realidad, en principio como reafirmación de la presencia de la humanidad sobre la superficie de la tierra y, poco más tarde, de su constante empeño de ordenación de la materia con el fin de mejorar las condiciones de su vida orgánica. Al fin y al cabo, la distinción entre cubismo analítico (1909 y 1912) y cubismo sintético (1912-1914) la debemos a Kahnwieler, quien la adaptó y la extendió a todos los pintores cubistas, especialmente a sus tres mentores, a partir de las propias declaraciones de Juan Gris acerca de su propia carrera como pintor y de las diferencias de sus aportaciones cubistas de lo que él entendía como “estilo analítico” de Braque y Picasso paradójicamente. La continuidad de las investigaciones de estos dos últimos y su manera orgánica de trabajar frente al acabado tradicional de las pinturas, hace imposible la aplicación de esta división que en pluma de la historiografía se torna insoportablemente positivista. Lo que sí es cierto es que la iniciativa de Juan Gris de incluir collages en dos de sus pinturas de 1912 (ya no la recuperó hasta el año siguiente y en forma de papiers-collés evolucionados una vez que Picasso integró la policromía a partir del propio color de los recortes) y exponerlos por primera vez ante el público, propuso un estilo propio que invertía los valores estéticos de la obra, comenzando por los propios niveles y conceptos de realidad, lo que daría lugar al desarrollo de un nuevo estilo cubista basado en la síntesis.
            El cristal sirvió además de modelo que en su reflejo lumínico, incluso en su imitación pictórica, producía la sensación de relieve. Este hecho abre un capítulo nuevo en nuestra disertación acerca de la importancia del líquido en esta evolución, especialmente del alcohol: tras la experimentación de una nueva recuperación del color a través del material objetual en mayo de 1912 con Naturaleza muerta con silla de rejilla, -de formato oval-, Picasso probó durante su estancia en Céret entre ese mismo mes y septiembre una nueva integración del color combinado con letras realizadas con plantillas, quizás bajo la sobre-seguridad que aporta el alcohol (recordemos la influencia de Alfred Jarry en el pintor malagueño y el homenaje que este último realizó a la absenta en sus seis vasos de bronce de 1914), dado que se trata de dos naturalezas muertas compuestas en una taberna: Botella de Pernod y vasos yFrutero y fruta. Estas pinturas pudieron animar a Juan Gris en la galería de Kahnweiler, según Pierre Daix, a integrar el color con los recortes en sus dos primeros collages de septiembre de 1912. La fuerza que unifica todo ello en la obra de Juan Gris es la luz, la misma que proyecta la sucesión de fotogramas en el cine. Gracias a ella no sólo se fusionan los objetos con su entorno en una nueva unidad, sino que, al incidir precisamente sobre los cristales, tanto en su obra como en la de Picasso la pintura recupera la sensación de relieve, como en el cuadro de Juan Gris Jarra de cerveza y naipes de 1913. La obra de arte ya no constituye una composición sino una construcción una vez que la luz baña la totalidad de las partes yuxtapuestas, lo que trabajó cuando en 1913 retomó el collage pero bajo la modalidad delpapier-collé (de principio constructivo y ya no compositivo). Y no solo eso: el cristal de las ventanas que amplifica la luz exterior, no sólo encuentra un paralelo en el espejo de El lavabo, sino también en cuadros colgados en la pared y que en sus composiciones de naturalezas muertas se fusionan con su entorno, tal y como ocurre en su Guitarra de 1913. Y lo mismo respecto a  los periódicos, los cuales añaden nuevos contenidos sociales a las obras pictóricas.


Los temas sociales del cubismo  
            Y decimos añaden porque la propia adopción como modelo de las técnicas de reproducción de los primeros medios de masas, ya constituye por sí misma una toma de postura social, como bien afirmaría Walter Benjamin. El biógrafo Donald Crafton del incoherente y posteriormente precursor de los dibujos animados Émile Cohl, ya señaló la influencia reconocida por el propio Picasso de su cine en sus dibujos de 1911 y 1912. Esta atención a los medios de masas como el cine, las novelas policiacas publicadas por series, los primeros cómics y sobre todo la caricatura que contó con un amplio desarrollo a lo largo del siglo XIX con el despegue de las publicaciones periódicas, sobre todo a partir de 1881 en Francia por la libertad de prensa promulgada por la III República, responde a la necesidad de una actualización del arte y la cultura a la realidad productiva de la época. Los más progresistas atribuían a Goya los primeros esfuerzos en este camino gracias a sus series de grabados, mientras que la rancia burguesía española prefería rescatar un goya folclórico y taurino que sólo existió desde sus posicionamientos sociales más críticos. 
            De la misma manera que los contenidos de los periódicos, –olvidados por el formalismo primero de Kahnweiler y luego por el de Greenberg-, han permitido a la historiadora Patricia Leighten recuperar y reconstruir las inquietudes sociales de Picasso, -especialmente su postura antibélica-, en 1985 Lewis Kachur llamó la atención sobre los temas generalizados en los recortes empleados por Juan Gris, relativos a la política -especialmente a la izquierda socialista-, al sufragio femenino, al incremento armamentístico de las potencias metropolitanas europeas, y los intereses coloniales franceses que, a pesar de no haber adoptado el arte primitivo como modelo tal y como hicieron André Derain y Picasso, obedecen en el ámbito estético al respeto que siempre sintió Juan Gris por estas manifestaciones artísticas.
            Si bien no lo encontramos de manera explícita, -es decir, formal-, este primitivismo inunda la naturaleza de los objetos contemporáneos en sus frías presencias. La dimensión social de estas obras se mantiene yuxtapuesta y jamás en una relación vertical con aquella otra de los medios de reproducción de masas. Los propios temas se entrecruzan con estos modelos comunicativos: las etiquetas comerciales (el collage de Juan Gris La botella de anís, 1914 con la etiqueta diseñada por Ramón Casas fragmentada en un nuevo homenaje), los seriales detectivescos como el de Fantômas, la luz cinematográfica y la yuxtaposición de fotogramas, las fotografías que cuelgan de los muros despoblados, etc. De esta manera y aunque el cubismo frente a su competidor el futurismo, -tal y como defiende entre otros el historiador Giovanni Lista-, no constituyó una vanguardia tal y como hoy la entendemos bajo el adjetivo de “histórica”, si planteó desde un principio la unión de forma y contenido, la de los medios de producción y los resultados, la construcción de una nueva realidad, todos ellos aspectos tratados por Philippe Sers acerca de lo que él denomina “l’avant-garde radicale”.
            Esta apreciación es clara en la temática cubista de Picasso, la cual ha sustituido los personajes humildes de su pintura anterior (saltimbanquis y otros personajes de espectáculos feriales, ciegos, borrachas, trabajadores, etc.) por sus objetos humildes (vasos, botellas, guitarras, periódicos, etc.), y en este reemplazo se abre toda la amplitud proyectiva del cubismo en manos del malagueño. Él siempre se había identificado con los saltimbanquis tal y como indica su escultura en bronce El loco de 1905, y las guitarras las concibió como un encuentro entre lo masculino (las barbas de su padre) y lo femenino (Eva Gouel según sus propias declaraciones a Brassaï). Los periódicos protegían la mesa de la pintura, los vasos, las botellas, los paquetes de cigarrillos, etc. Aquí encontramos una nueva diferencia entre Picasso –preocupado siempre por la experiencia vital- y Juan Gris, constante investigador de un nuevo lenguaje pictórico: mientras que Picasso se apropiaba de los objetos mediante la pintura, Juan Gris los devolvía al anonimato para disponer de ellos como nuevos elementos pictóricos. En Picasso es la fluidez lo que en Gris es el secado. El enrejado cubista, la trama y el dibujo son ajenos a Picasso, mientras que en la pintura de Gris son ellos lo que lo representa verdaderamente. De ahí la necesidad de fragmentar el espejo de El lavabo, de reconocerse fragmentado, y la propia elección del espejo manifiesta de manera radical esta extrañeza de los objetos, dado que sólo su manipulación y su fractura mostrará su propia realidad, pero jamás en su estado virgen ajeno al conocimiento humano. El espejo era el material extremo para manifestar esta inquietud ya que es el retrato más fiel y más inmediato de uno mismo, tal y como manifestó en 1913 Apollinaire en su caligrama Coeur, Couronne et Miroir enLes Soirées de Paris en 1913, al escribir su nombre en el interior del espejo definido formalmente por los versos que componen el poema, aunque antes tengamos como precedentes históricos el retrato del propio Jan van Eyck en el espejo convexo del Matrimonio Arnolfini de 1434, y Las Meninas de Velázquez (1656), quien dio la vuelta a la idea de Jan van Eyck para retratar a los monarcas en el espejo con el fin de reservarse para él el espacio real de la pintura. 
            Esta inquietud social que nace de la reflexión del yo y de su creación artística inmersa en una nueva naturaleza que ellos creían sin duda alguna inminente, posiblemente indujese tanto a Juan Gris como a Picasso (en su caso también por competencia con los futuristas que empleaban este medio para hacer propaganda patriótica) a abandonar el collage en 1914 ante el estallido de la Gran Guerra por temor a mostrar en sus cuadros referencias políticas explícitas. En tanto que emigrantes españoles sin una actividad laboral definida, temían la expulsión. Quizás también por ello Juan Gris abandonó ese mismo año la caricatura, y concentró sus fuerzas en una profundización de los elementos pictóricos y la investigación formal en busca de nuevas fórmulas representativas como sus compañeros de la Section d’Or, en parte trasladando al óleo los logros formales alcanzados a través del collage y del papier-collé.   


Las predisposiciones profesionales de Juan Gris frente al cubismo
            La irrupción y extraordinaria resolución de los conflictos formales cubistas por parte de un pintor que acababa de iniciar su carrera, desvelan aspectos de la naturaleza de la propia profesión artística y más específicamente de las relaciones en Juan Gris entre la ilustración y el Arte. Nos encontramos ante ¿un estilo? (reducción por convección de las formas naturales a figuras geométricas según la acepción de Cézanne), –el cubista,- donde las ideas comienzan en  verdad a suplantar las destrezas manuales como nunca antes había ocurrido, ni siquiera en el Quattrocento florentino. Al fin y al cabo tras la geometría de Cézanne late implícita la dimensión intelectual de la pintura, así como en el simbolismo de Gauguin y los nabis que igualmente influenció a Picasso a través de Paco Durrio. El propio Picasso pensó cuando era joven en 1899 enviar algún dibujo para que fuese publicado enBarcelona cómica, en cuya entrega número 29 de 22 de julio de ese mismo año, pudo encontrar un anuncio realizado mediante la técnica del collage.
            Por ello, su objetividad de “principiante” confería a Juan Gris una ventaja frente a sus compañeros de Puteaux, cuya tertulia comenzó a frecuentar en la primavera de 1912 al tiempo que se liberaba de la influencia del malagueño. Sin embargo, su experiencia en el ámbito de la ilustración le nutrió de una serie de convenciones que le permitieron aplicarlas a la independencia de los elementos pictóricos (formas, líneas, colores) en la búsqueda de nuevas fórmulas representativas al óleo, así como Francis Kupka –uno de los principales ilustradores de l’Assiette au Beurre y participante del mismo modo en la tertulia de Puetaux- encontró en los movimientos levemente estereoscópicos de la cronofotografía de Marey, el fundamento de su abstracción cromática a partir de la descomposición de los colores por la detención del movimiento, lo que a su vez sirvió de base al concepto de cuadro como retardo visual de su amigo Marcel Duchamp, -también asiduo de Puteaux-, y de la multiplicación de las figuras en las composiciones de Fernand Léger. Antes de todo ello y por las primeras influencias del cine incipiente, en constante retroalimentación con los primeros cómics, Juan Gris ya aplicó en sus ilustraciones el movimiento estereoscópico, es decir, la multiplicación de una misma figura que nos permite seguir y reconstruir el movimiento, el mismo que nos hace dudar si las espigadoras de Millet son verdaderamente tres o si se trata en cambio de una misma en tres posiciones diferentes.        


Las convenciones: precedentes populares del cubismo
            Si bien las convenciones en el arte fueron formuladas por el formalismo de Rudolf Arnheim en su famoso libro Arte y percepción visual de 1954, su dimensión psicológica lo remite a la percepción y por tanto a su asimilación intelectual. La pintura siempre ha recurrido a una serie de convenciones asentadas culturalmente y de manera diacrónica, como el lenguaje. Ello nos permite comprender la figuración representada. El cubismo de Braque, Picasso y Gris era consciente de esta necesidad, y no duraron en recurrir a estas convenciones, como por ejemplo la inclusión de letras que aspiran a ser leídas por el espectador en un nuevo juego sinestésico, ahora y a diferencia de los simbolistas, abierto a la realidad exterior. Junto con los clavos pintados en escorzo establecen referencias reales en la desfragmentación bidimensional de lo representado, lo cual constituye ya una realidad en sí porque la representación nunca es la realidad representada. Ésta es la base del “cuadro-objeto” tal y como denominaron los críticos de la época a estas producciones, así como hacían entender el tema del “cuadro dentro del cuadro” gracias a los formatos ovales de algunos de ellos (al tiempo que enfatizaban la construcción del cloisonné) y los clavos en escorzo en la parte superior del cuadro, precedentes inmediatos de las cortinas y ventanas de Juan Gris. Pero para alcanzar el “cuadro-máquina de ver” acuñado por Jean Paulhan décadas más tarde, el cuadro-objeto necesitaba ser activado mediante la percepción de una serie de señales, las cuales no dejan de ser prestadas de los incipientes medios de comunicación de masas como el movimiento estereoscópico del cine adoptado por la caricatura, o la reducción lineal de los rasgos de esta misma para extraer el carácter de los personajes. En todas estas cuestiones rige el problema del tiempo sobre la superficie bidimensional, ya sea sobre el papel de las páginas de una revista o sobre la tela del lienzo.
       Y éstas son convenciones entrenadas todas por Juan Gris durante sus primeros años como ilustrador, las cuales continuó trabajando hasta 1914 mientras se alzaba sobre las primeras filas de los nuevos lenguajes pictóricos. No sólo atañen a lo formal, a lo espacial (reducción del espacio a referentes lineales y compenetración de planos) o a la temática social, desde las referencias políticas de los periódicos hasta las mesas con vasos, tazas de café y botellas en los bistrots, en ocasiones bodegones surgidos de la critica a los excesos alimenticios de la burguesía en comparación con las carencias de la clase trabajadora. Juan Gris tenía que hacer entender los colores y las calidades de las superficies a los responsables de la reproducción, -principalmente al amigo de Feliu Elías, el tipógrafo Joaquim Horta-, mediante multitud de artimañas que llegaron a conformar un protolenguaje, sobre todo cuando enviaba a Barcelona acompañados de una carta con las instrucciones, sus dibujos para Papitu y otras revistas como La Campana de Gracia y L’Esquerra de la Torratxa. Esta necesidad comprometía la naturaleza material de estas producciones, cuyos originales hemos podido apreciar ahora en la sala de exposiciones del Insto. Cervantes de París. Presentaba originales sobre papeles de grandes dimensiones, dibujados con tinta negra y carbón sobre una superficie preparada con guache blanco. Sobre esta base recurrió a convenciones materiales, incluso al collage para superponer ciertos ropajes decorados geométricamente a base de cuadros por lo general. Cuando deseaba efectos tonales los marcaba con lápiz azul y los tipógrafos lo realizaban mediante las tintas mecánicas estándar. Con fines parecidos empleaba fuertes trazos blancos y negros, punteados (la ilustración gráfica “reinventó” de este modo, en función de la reproducción de la imagen, la fragmentación divisionista de los neoimpresionistas, lo que luego explotaría ampliamente Roy Lichtenstein en los años pop) y sombreados con distintas intensidades, en ocasiones aplicando guache y otras sustancias que ayudaban a indicar los resultados esperados, sobre todo porque su estilo se caracterizaba por prescindir de los detalles y por aumentar la expresividad de las escenas mediante formas angulosas. Se trataba del paso de la variedad material a la homogenización de la imagen destinada a ser reproducida en los diferentes ejemplares de las revistas, de la misma manera que recortó y “aplastó” el espejo para someterlo -a él y a todos sus reflejos posibles- a la imagen de la pintura. Se trataba de la misma dialéctica que animó a su amigo Marcel Duchamp a teorizar sobre los “inframinces” como, entre otras cosas, “la diferencia de dimensiones de dos objetos iguales fabricados en serie”. Repitamos y completemos al mismo tiempo: nos referimos con todo ello al paso de un hecho anecdótico y ahora material, a otro pictórico y virtual.
      De este modo debemos valorar la caricatura del siglo XIX, así como los panfletos y las publicaciones efímeras de los movimientos sociales para el futurismo, como un rico e inmediato precedente de la vanguardia histórica y de sus intentos de actualización de la cultura en relación con los sistemas productivos. Además de Feliu Elías, Isidre Nonell, Sunyer o Ramón Casas en el ambiente modernista barcelonés de El Quatre Gats, debemos contar con una figura clave en el desarrollo de las ideas en torno a la caricatura en España a principios del siglo XX: Luis Bagaría, quien hasta 1912 publicó en Barcelona y a partir de entonces en Madrid, principalmente en El SolHermes y España, además de haber debutado junto con el mexicano Diego Ribera y la cántabra María Blanchard en la capital española, y con una serie de retratos de escritores que unían las artes plásticas con la literatura, en la exposición organizada por Ramón Gómez de la Serna “Artistas íntegros”, la cual daba a conocer en cierta manera las novedades plásticas parisinas, especialmente el cubismo. Bagaría renovó la caricatura con un estilo sintético que buscaba la expresividad en la simplicidad de medios, en la anulación de los claroscuros y del realismo, con lo que tenía que hacer uso de un sinfín de convenciones formales. Para el desarrollo de estas ideas posiblemente fuese crucial su viaje entre 1908 y 1911 a México, Cuba y Nueva York, porque ahí pudo conocer las ideas de otro gran caricaturista mucho más radical en el uso de convenciones que rozaban la abstracción, además de haber sido el primero en haber expresado tales ideas: El mexicano Marius de Zayas, el mismo que iba a tener luego un lugar destacado en el nacimiento del dadaísmo neoyorquino, del cual una de sus más importantes revistas, la 391 de Francis Picabia, se publicó entre 1916 y 1917 en Barcelona, siendo que tomó el nombre de la 291 de Alfred Stieglitz, el cual a su vez lo adoptó de su galería denominaba así por el número que ocupaba en la avenida neoyorkina donde se asentaba. 
        Precisamente Marius de Zayas había realizado una pionera entrevista a Picasso en 1911 con el fin de publicarla en la revista Camera Work especializada en fotografía y dirigida también por el fotógrafo Alfred Stieglitz. Volvió a repetir la experiencia en 1923 para la revista The Arts bajo el título “Picasso Speaks”, ocasión en la que Picasso lanzó su famosa sentencia “no busco, yo encuentro”. El caso es que cuando Marius de Zayas desembarcó en Nueva York en 1907 a los 27 años de edad, pronto entró en contacto con Stieglitz, con quien compartía el interés por el simbolismo y las relaciones entre la música y la pintura a partir de las sinestesias, siempre remitentes al ámbito del intelecto, ahí donde se coordinan en última instancia los diferentes sentidos. Esto marcó el interés de Marius por la caricatura desde que junto con su hermano George de Zayas comenzó a enviar dibujos en 1907 a El diario, periódico que se editaba en la capital mexicana. También el de Stieglitz por la fotografía, dado que desde la revista 291 en 1913 -coincidiendo con la celebración del Armory Show donde Marcel Duchamp mostró su Desnudo bajando unas escaleras ante el público estadounidense-, él y Marius defendieron la objetividad de la fotografía por su mecanicismo, la cual relegaba a la pintura la expresión de las ideas. Lo curioso es que Marius no dudó en aproximar a esta objetividad de la fotografía la caricatura, lo que le impedía presentarla como un género artístico (décadas más tarde Man Ray afirmaría lo mismo de la fotografía, aunque siempre a causa de su juventud como medio técnico y expresivo). Antes que la expresión de una idea, se trataba de la síntesis de los rasgos más característicos de los caricaturizados, tal y como hemos sostenido más arriba en referencia al pionero Gian Lorenzo Bernini. Sin embargo, cuando ese mismo año Picabia conoció estas teorías acerca de la objetividad, no dudó en aplicarlas a sus retratos femeninos construidos a base de piezas mecánicas y de alusiones alfanuméricas agregadas, de la misma manera que Marius de Zayas, una vez convencido de la necesidad de superar el arte mediante la objetividad de la fotografía y de la caricatura, comenzó en 1913 a recurrir a formas geométricas en movimiento y a fórmulas matemáticas (lo que él llamaba “equivalencias geométricas”) para sus dibujos hasta producir un esquematismo casi abstracto, lo que no sólo pudo influir en el estilo sintético de Luis Bagaría, sino también en el vibracionismo del uruguayo Rafael Barradas, quien junto con su compatriota Joaquín Torres García -ambos ilustradores además de pintores-, también conocieron el ambiente modernista barcelonés de Els Quatre Gats. 
              El historiador Antonio Saborit sostiene la posibilidad de que Marius de Zayas se familiarizase con los caricaturistas más importantes, poniendo como ejemplo precisamente a Juan Gris, dado que trabajaba para un periódico de gran tirada como El Diario. Lo importante es que todas estas ideas acerca de la objetividad ya no iban a producir un arte intelectual como el que habían desarrollado Cézanne y Gauguin, -cada uno a través de su estilo-, sino de imágenes y referencias inconexas para que sea el intelecto del espectador el que las ponga en relación. Se trata del mismo arte de la sorpresa que Juan Gris alcanzó tras 1913 junto con la conquista de la construcción y gracias a sus collages, desarrollado precisamente cuando volvió a retomar la ilustración, aunque en aquella nueva ocasión bajo la estética cubista que había trabajado previamente sobre las telas y para ilustrar los libros de sus amigos Pierre Reverdy (teórico en 1918 de la nueva imagen poética basada en el shock de dos realidades dispares; Juan Gris ilustró en 1915 su Au Soleil du Plafond), Vicente Huidobro, Max Jacob, Raymond Radiguet, y de los dadaístas Paul Dermée (Beautés de 1919 y L’As de Pique de 1927) y Tristan Tzara, el primero de ellos futuro editor de la revista que lleva por nombre la famosa conferencia de Apollinaire de 1918, L’Esprit Nouveau, y que en pintura vino representada por el purismo de Amadée Ozenfant y Ch.-É. Jeanneret (Le Corbusier), deudor absolutamente de la bidimensionalidad del cubista madrileño, quien en sus ilustraciones no dudó de recurrir al collage para experimentar con la reproducción en los diferentes ejemplares de las publicaciones en esa traslación de la realidad a su imagen que ofrece el título de este artículo nuestro. 


Conclusiones
            Con él y gracias a la exposición de ilustraciones de Juan Gris ofrecida por el Instituto Cervantes entre abril y junio de 2014, no sólo se desvelan aspectos fundamentales en las técnicas y en la vida de Juan Gris, sino que se hace cada vez más evidente las verdaderas ambiciones de una pintura –la cubista- que en un principio sufrió la reducción del formalismo y de las interpretaciones semióticas, mientras que las involucraciones materiales y técnicas a través de lo que entendemos por “convenciones” en el sentido que les otorga Rudolf Arnheim, ensalza este “movimiento” tan amplio y diseminado como precedente inmediato de las vanguardias históricas en su empeño por actualizar las manifestaciones culturales a las posibilidades técnicas y a las nuevas condiciones tanto de la vida como de la nueva naturaleza en la que desenvuelve. En todo ello Juan Gris, con un pie en la tradición y otro hacia el futuro tal y como lo mantuvieron sus compañeros de la Section d’Or con el fin de revisar las fórmulas representativas tradicionales, tuvo un protagonismo relevante, desagraciadamente eclipsado por la constante comparación con Picasso que ha debido sufrir, en su país sobre todo, cada vez que su nombre ha surgido ante la urgencia de su reconsideración. Hoy, tal y como demostró en sus cuadros Retrato dePicasso y El lavabo, sabemos que sus caminos son independientes, y que sus investigaciones se sintetizaron convenientemente en las generaciones venideras. Ya no se trata del raciocinio de la matemática frente a la vida desenfrenada del sur. Sus construcciones yuxtapuestas desembocan siempre en la poética de la sorpresa, la misma que según Walter Benjamin rige el shock de los medios de masas basados en la reproducción mecánica de la imagen, ora visual ora sonora. Mucho debe recorrer todavía la historiografía del siglo XX para superar esa vacua distinción entre orden y caos, entre matemática y poética que constantemente desmienten multitud de sus representantes vanguardistas cuando los revisamos, como el propio Juan Gris seguido por Paul Reverdy, Paul Dermée, Tristan Tzara, Hans Richter, Arp, Schwitters, etc., etc., etc. Sin duda, tal y como ocurrió con Marius de Zayas, los orígenes de Juan Gris como ilustrador de prensa periódica lo predispuso para que nada más entrar en el recinto sagrado del Arte lo revolucionara con su punto de vista objetivo y la capacidad de síntesis que exige toda buena caricatura. Al fin y al cabo, tal y como afirmaba por aquellos años el gran Bergson, la risa surge de la repetición mecánica de los gestos humanos y del imprevisible cese de la misma.
Manuel S. OMS
Publicado en Aaca Digital nº 27, junio 2014