CRT-FIRT Revista de investigación social y cultura proletaria

CRT-FIRT Revista de investigación social y cultura proletaria
Los CRT-FIRT o Cuadernos Revolucionarios del Trabajo (del Folletín Internacional y Revolucionario del Trabajo), han sido concebidos para publicar los resultados de las constantes investigadoras que acompañan toda una vida, en torno al problema que ellos mismos se plantean en los tiempos que nos han tocado vivir: nuestra capacidad productiva. Y cuando decimos “nuestra” nos referimos tanto a cada uno de nosotros como a la sociedad conformada por todos nosotros, convencidos siempre de que es ésta la capacidad más amenazada por la alienación de la población respecto a sus propios productos emanados de sus fábricas, de sus estudios o de sus talleres. Motivados por la estética, su objetivo es avanzar a través del mito, de la dialéctica y de la crítica materialista, hacia la construcción social a partir de lo socialmente dispersado tras dos siglos de civilización industrial frustrada por una gestión obsoleta ya desde que vio la luz. Los CRT es un proyecto colectivo y personal a un mismo tiempo, de análisis de una nueva realidad surgida de la civilización que todavía espera incluso ser asimilada como tal. Es en consecuencia un mito de la modernidad primitiva basado en la producción misma, en el ensamblaje mecánico de información y en la difusión orgánica. Toda civilización no es otra cosa más que una manera de materialización del pensamiento colectivo, -consciente e inconsciente, lo mismo da-, que impera en una época determinada en la humanidad o en una parte de ella.

lunes, 4 de enero de 2016

El ARTE COMO INSTRUMENTO DE RECUPERACIÓN HISTÓRICA. SEGUNDA PARTE: EUROPUNK 1976-1980

El ARTE COMO INSTRUMENTO DE RECUPERACIÓN HISTÓRICA

SEGUNDA PARTE: EUROPUNK 1976-1980 

Je suis un papillon de nuitQui pour ne pas mourir d’ennuiVient se bruler les ailes aux flammesDes lumières de la ville infâme

Bulldozer, 1978

           



          

            Entre el 15 de octubre y el 19 de enero hemos asistido en la Cité de la Musique de París a la primera exposición internacional del punk, si exceptuamos las consagradas a la moda y a la influencia de este movimiento en el diseño gráfico. Como no se trata de artes plásticas directamente ni de diseño gráfico en particular, el comisariado y el centro han debido inclinarse por las nuevas modalidades museísticas para su reconsideración, y adoptar de este modo el modelo de los « centros de interpretación » cada vez más presentes, sobre todo en las pequeñas localidades. Éstos intentan acercar al visitante a la vivencia del fenómeno, ya se trate de una experiencia artística, cultural, étnica, histórica, científica o incluso enológica, con el fin de estimular el conocimiento de la cultura popular y estimular así el turismo interior. Por ello adoptan un doble filo, dado que si por un lado abren el concepto de museo a la sociedad sustituyendo de forma paulatina las colecciones artísticas, históricas y únicas por medios interactivos y didácticos, por otro concentran la infinitud de la vivencia en un nuevo concepto de museo en el contexto de una sociedad escindida por la producción seriada y el consumo.
            Tal y como vimos en nuestro artículo “Anarquísmo y heroína” al comentar la recuperación histórica y cultural del anarquismo a los cien años de la fundación de la Confederación Nacional del Trabajo en el Palacio de Sástago de Zaragoza, y compararla con la minuciosidad documental de la exposición itinerante “Quinquis de los 80” acontecida también en 2010, esta última vertiente vence con el fin no de mostrar una realidad de la sociedad, sino la reificación de ciertos fenómenos una vez transcurrido el tiempo prudente como para revestir la muestra de la seca “objetividad” oficial de las instituciones más asentadas. Sin embargo, la exposición “Europunk. Une révolution artistique 1976-1980” no oculta las ambiciones ni servilismos de la historiografía como ocurrió con los temas aún tan escabrosos como son el anarquismo y la Revolución Española del Treinta y Seis. Aun así, sí da un cierre sin vuelta atrás –no sabemos si volitivamente o no- a ciertas actitudes espontáneas y libres que según historiadores como Johan Huizinga o Greil Marcus -cada uno en su particular terreno-, siempre han residido en todas las sociedades a lo largo de los siglos de una forma más o menos latente. En ciertas ocasiones eclosionan afectando a diversos campos sociales como revoluciones y revueltas intensas (el anabaptismo bajomedieval), la cultura y el arte (desde la revolución de Amarna en el Antiguo Egipto), la religión, la filosofía e incluso la ciencia, si bien es cierto que cuando esto ha ocurrido resulta bien difícil escindir los distintos campos afectados para toda comprensión que ambicione ser lo suficientemente amplia y profunda, más también resulta evidente que los museos y centros culturales institucionales recurran a la descontextualización antes del definitivo cierre de las vitrinas, dado que éste ha constituido su “modo operandi” desde los inicios de la museística.
            En este sentido, el comisariado no ha sido ingenuo y no se ha limitado a exponer un movimiento musical basado en la espontaneidad y en el minimalismo de sus estructuras. No ha dudado en ampliar estos caracteres evidentes al diseño gráfico de las carátulas de discos, carteles de conciertos, flayers, y nuevos medios de expresión que con el punk se han extendido y se han generalizado hasta la actualidad digital, como por ejemplo el “fanzine”, hasta el punto de que este nombre ha resultado ser inapropiado por su rabiosa independencia juvenil (al menos desde el “punkzine” “Sniffing Glue” de Mark Perry, líder de Alternative TV) y por adoptar los mismos modelos propagandísticos de la izquierda revolucionaria que ya antes sirvieron a las publicaciones de vanguardia desde el futurismo italiano: el panfleto y el “track”. En ellos no sólo contamos con nuevas firmas de diseñadores que ya forman parte de la Historia del Arte como Jamie Reid (creador de las carátulas de los Sex Pistols), Barney Bubbles (portadas para los Damned o Ian Dury), Malcolm Garrett y Linda Sterling (para los Buzzcocks), la estética de guerrilla y comando del grupo francés gráfico Bazooka (1974-1979) conformado por Loulou Picasso, Electric Clito, Lulu Larsen, Bananar, Kiki Picasso y Jean Rouzaud, o la estética Crass de Gee Vaucher, a los que hay que añadir –aunque no presentes en la exposición por superar sus marcos geográficos-, los carteles del americano Frank Edie, los diseños de Raymond Pettibon para los grupos de la SST Records, y los collages que Winston Smith realizó para los Dead Kennedys y la discográfica Alternative Tentacles.




En otras ocasiones eran los propios miembros del grupo los que realizaban sus diseños y configuraban su estética, como es el caso del bajista de los Weidors, Cliff Roman, así como algunas de las camisas y camisetas (si exceptuamos las diseñadas por Vivienne Westwood) que llevaban en los conciertos, decoradas con recortes, patchworks y aerosoles, con el fin de hacer apología de la provocación de consignas ideológicas desestructuradas por la constante opción consumista, y cansada de las historias mil veces contadas: nacidos en una época que no transcurre, absolutamente paralizada tras la Batalla de Berlín, todas las barbaries del sueño americano y de la sociedad del bienestar quedaban ocultas tras la condena unánime de las masacres nazis. Nadie parecía cuestionarse que hay de aquello en cada uno de nosotros y en las entrañas mismas del actual modelo económico y social. Se trataba de sacar a la luz las contrariedades de una civilización sustentada en la doble moral, y los medios para lograrlo eran precisamente la espontaneidad y la reducción de los medios, perfectos para una serie de jóvenes deseosos por comenzar a hacer ellos mismos su historia y su cultura, y no los gurús que los medias ofrecían y ofrecen aún hoy sin descanso en detrimento de las capacidades del individuo común capaz de organizarse y asociarse para conformar bandas fugaces. No era la música lo que estaba en juego, sino mucho más, lo cual quizás comenzó a manifestarse antes en el mundo del espectáculo que en los conciertos musicales, como fue el caso de la COUM Transmissions de Cosey Fani y Genesis P. Orridge (Prostitution, Institute of Contemporary Arts, 1976), origen de Throbbing Gristle, así como el de Diego Cortez en Nueva York. El mismo John Lydon (Johnny Rottern) siempre ha preferido calificar a los Sex Pistols como una compañía de variedades antes que como una simple banda musical. 
            En contra de la visión que el sectarismo y el guetismo de los ochenta ofreció, el movimiento punk estaba destinado a desatar las fuerzas de todos los jóvenes, no para destacar entre los demás y llamar la atención meramente como individuos reafirmados en sus rarezas, sino todo lo contrario. La cuestión era demostrar que cualquiera podía hacerlo, que todos podían crear su propia cultura aunque fuese a fuerza de escupitajos, y no sólo por la banalidad de los contenidos de la música comercial que inundó las radios reificando las aportaciones del rock urbano hippie de los sesenta, sino también por todo aquello en lo que aquellas bandas, empeñadas en hablar de amor y otras insulsas apetencias adolescentes concebidas en realidad por viejos verdes, habían degenerado: en grandes orquestas con repertorios insufriblemente largos y llenos de arabescos y demás piruletas de salón, en los que, a no ser que sintiéramos una gran pasión por la técnica musical –para lo cual preferiríamos sin duda el jazz directamente-, no podíamos sentirnos reconocidos.
            No fue el punk directamente el que se reveló contra este nuevo auge de músicos-estrellas geniales, virtuosos y peludos llenos de impulsos románticos y marginales. Al fin y al cabo, “punk” fue un término vago acuñado por la prensa en los Estados Unidos sobre una serie de bandas a mediados de la década de 1970 (MC5, New York Dolls, Ramones, Tubes, Blondie, Suicide, etc.), y asumido en 1976 a partir del neoyorkino zine “Punk” del escritor Legs McNeils, del diseñador John Holmstrom y de Ged Dun. Iggy Pop junto con los Stooges ya habían reducido el rock a formas simples y a un espectáculo directo de letras breves y contundentes, aunque todavía atacadas por la banalidad pop norteamericana que lo hace tremendamente artístico, y por largos repertorios de improvisaciones caóticas. En Europa Kraftwerk también optó por un estilo frío de estructuras mínimas y la sustitución de los aparatos eléctricos y folklóricos por la incipiente extensión de la electrónica (lo mismo que Devo y Von Lmo en U.S.A.), con una clara apología de la tecnocracia y la uniformación social en alas de un nuevo romanticismo técnico, para el que no dudaron en sacrificar el espíritu experimental de sus proyectos kraut-rockers anteriores como Neu!, así como ocurrió con The Future en su escisión entre Human League y Rezillos (Jo Callis) pocos años después. Se trataba en estos casos de salir del agujero de la intromisión para alcanzar un público mayor y, con ello, un nuevo entendimiento entre la simplificación de las máquinas y la sociedad como único medio de presentarse frente a la alienación cara a cara y superarla en el reconocimiento destructivo necesario antes de cualquier acción constructiva (en ocasiones creaban sus propios instrumentos electrónicos con piezas recicladas)



En California y con un espíritu más cínico, los transdisciplinares Residents, antes incluso que la L.A.F.M.S. (Los Angeles Free Music Society), ya habían ridiculizado el fetichismo de los gurús del rock and roll con álbumes como Meet the Residents (1972, parodia de los Beatles), The Third Reich’n’roll (1974) y, más tarde, con The King and Eye (1989). Su respuesta y alternativa fue el anonimato: todos sus componentes optaron por ocultar su rostro con un homogeneizador ojo, por lo que a excepción del desaparecido Snakefinger y del críptico alemán N. Senada, no se conoce a ningún miembro de este grupo aún hoy en activo, con lo que han logrado crear una auténtica “sociedad anónima” de la creación que unifica la imagen y el sonido en una sórdida y profunda estética que nunca acaba de martirizar y torturar al sueño americano. Rechazados por Warner Bros y por Frank Zappa (quien pensó en colaborar con ellos en 1972 aunque pronto desistió al descubrir lo que hacían), debieron crear su propio sello discográfico si de verdad querían sacar a la luz sus producciones: la Ralph. Este espíritu entre el anonimato y la autoproducción fue el precedente más puro y extendido del “do-it-yourself”, el mismo que animó luego todo el movimiento punk posterior y que en verdad recoge y unifica todas sus manifestaciones: espectáculos, punkzines, conciertos, diseños, pegatinas, películas, collages, comics, etc., además de surgir nuevos sellos independientes decididos a producir lo que a ellos les interesaba frente a los gustos que la radio y la televisión deseaban extender. Para ello se valieron de los medios de reproducción más baratos como la casette (empleada por los Residents en sus inicios entre 1966-1971) y la fotocopiadora, recién extendidos en el mercado y de los que, en tanto que registros comerciales, podemos afirmar en la actualidad que han ofrecido la base técnica y el soporte físico a esta eclosión cultural que ha sido capaz de disparar la nómina de grupos, lo que ha traído como consecuencia, además de la apertura de la creación musical a los ámbitos obreros, los primeros grupos absolutamente femeninos con aportes realmente novedosos: Slits, Delta 5, Kleneex & Liliput, etc.. Walter Benjamin una vez más estaba en lo cierto en sus predicciones (más que reflexiones filosóficas), y el propio comisario de la exposición “Europunk 1976-1980”, Éric de Chassey, afirma preferir en este sentido exponer fotocopias a originales con el fin de rescatar las manifestaciones culturales que verdaderamente han marcado las últimas décadas del siglo. Incluso no duda en considerar el movimiento punk como una vanguardia histórica que, a diferencia de las anteriores en su opinión, se ha despreocupado por una redefinición del arte. No distan mucho los imperdibles, pelos de colores y remaches de tapicerías, de las caras pintadas, las cucharas en las solapas de los abrigos y los cuadrados negros de las mangas de las camisas de los futuristas rusos, las figuras recortadas en el cabello de Duchamp, o la cicatriz en el cráneo rapado del joven surrealista Michel Leiris, por ejemplo.       
Quizás constituya este “hazlo-tu-mismo” - “anti-copy rights” el mejor legado del punk frente a su sectarismo y normalización como una tribu urbana durante la década de los ochenta, en lo que los medias tuvieron bastante que ver, al tiempo que anunciaban su muerte de manera contradictoria ya hacia 1979 y 1980. Esta herencia reducida desgraciadamente en la exposición a un taller donde los visitantes pueden tocar y cantar con “expertos punkrockers”, ha sido muy profunda y significativa para toda una generación de bandas que también la prensa ha denominado malamente “postpunk”, concepto que, por su incapacidad para clasificar todos estos fenómenos tan variados pero tan coincidentes en sus actitudes, incluye a bandas tan antiguas como Devo, originada en Ohio antes que los Ramones o los Sex Pistols. Este legado inclinado por la autoproducción como garantía de la democratización real de los medios productivos (la fotocopia y la casete) y la experimentación, la encontramos en el espíritu Vortex holandés, en la Crass records, en la Zick Zack Records de Hamburgo, en las italianas ADN Tapes, la francesa Cryogénisation Report, etc., muchos de ellos entregados a la aplicación de la electrónica sobre las bases minimalistas del punk rock y los bajos melódicos procedentes del dub afro como Poliphonic Size o No More, por proponer tan sólo algunos ejemplos europeos.
Fotocopias, guitarras eléctricas y samplers abren la creación musical a todo el mundo, incluso a la juventud cuyas voces no encuentran más salida que la deformación, la descontextualización y la recuperación, y eso tan sólo ocasionalmente. Estos impulsos parecen más convincentes que los simples argumentos psicológicos y sociológicos con los que los “entendidos de facultad” ya anunciaban en los setenta, una pronta absorción del movimiento punk por parte del sistema. Quizás haya sido así, aunque los medios siguen vigentes y se han ampliado. Esperemos que la eclosión digital y la popularización de Internet sean capaces de generar una revolución cultural en manos de las mentes más inquietas. Éstas deberán pertenecer a nuevas generaciones, dado que la senectud (tenga la edad que tenga) siempre se aferra al original y repudia la copia porque necesita del recuerdo para escapar de su existencia. Al fin y al cabo, y retomando la amplia dimensión con la que comenzábamos este artículo, siempre ha residido en los posos más profundos de la sociedad estratos de rebelión capaz de ridiculizarse a sí mismos con tal de transformar y construir la realidad en la que se desenvuelven. Tan sólo esperan a ser removidos por alguna circunstancia, ya sea la fotocopia, el sonido analógico, la crisis petrolífera de 1973 o todos estos factores y demás juntos y sincronizados. Cuando esto ocurre de vez en cuando quedan registrados como rastros de carmín, tal y como los ha definido el libro del crítico musical Greil Marcus.

A propósito de esta obra cumbre de la década de 1990, no creo que hayan sido bien entendidos los objetivos de este libro por las inmensas críticas recibidas desde diversos ángulos. Su autor en verdad ha intentado establecer una fina cadena desde algunas herejías cristianas medievales como la Hermandad del Espíritu Libre, hasta el movimiento punk, pasando antes por el anabaptismo, el dadaísmo y el situacionismo. No se trata de establecer simples y justas equivalencias, sino de manifestar ese impulso al que nos referimos y que de vez en cuanto rebrota con ciertas similitudes aunque nunca con el mismo rostro ni en las mismas circunstancias. Este libro ha sido capaz de devolvernos el orgullo suficiente para nuestras provocaciones, -mismo si resultan pretenciosas-, y ayuda a prepararnos para el siguiente asalto, algo muy diferente a lo logrado, pese a sus buenas intenciones historiográficas, por la exposición actual de la Cité de la Musique con sus talleres, sus clasificaciones y los límites que su ciencia impone al transcurso, y que encierran la posibilidad en los anales para transformarla en modelo inalcanzable, en un nuevo Camus por el que los estudiantes franceses de letras ya no obtienen nunca un sobresaliente en sus calificaciones. La sociedad del éxito y la frustración prosigue. Por ello leamos sus alternativas como es debido y dejemos de llorar.     

Manuel S. Oms, AacaDigital nº25, diciembre 2013       

Anarquismo y heroína. Dos modelos artísticos para criminalizar la historia

Anarquismo y heroína. Dos modelos artísticos para criminalizar la historia

"Quinquis de los 80. Cine, prensa y calle" en el Centro de Historia y "Tierra y libertad. 100 años de anarquismo en España" en el Palacio de Sástago y Palacio de Montemuzo, Zaragoza




¿Por qué no remitir la historicidad a la inconciencia? ¿No existe el Aquí para coger todos los problemas? ¿No es el lugar privilegiado de las dificultades, el que las recibe y las embalsama o las sepulta? ¿Acaso después de la muerte de Dios y del desengaño de la religión, no es el nuevo opio de los pueblos?
Henri Lefebvre, La violencia y el fin de la historia, Ed. Siglo XX, Buenos Aires, 1973, p. 140
 
 
            El enorme despliegue de los medios de comunicación al que venimos asistiendo en la contemporaneidad, azancadillado con las prematuras vejeces de muchos de ellos, existencias efímeras al servicio de una economía idealista contraria a su propia realidad técnica, a las órdenes de un código ético que sumerge la actividad, la dedicación y el esfuerzo en la obediencia, ha desembocado en un fenómeno más o menos reciente –y hasta cierto punto inconsciente-, consistente en la construcción de la historia a partir de la mitificación y las leyendas institucionalizadas. En esta endogamia espectacular participan muchos factores y disciplinas, no tan distendidas como el cine narrativo (El rey Arturo pacificador de la Britania romana, un Ala Triste amigo de Quevedo, trescientos espartanos enfrentados a los horrores ficticios de la barbarie persa, las máquinas dictatoriales que anulan la capacidad de elección del consumidor medio, persistentes conspiraciones rusas ahora en la oscuridad de la mafia, etc.) o el periodismo, los debates televisados o las exposiciones, ora esnobistas ora instructivas de las masas denostadas. Me refiero por ejemplo a la historia o historiografía, y su compañera de viaje la sociología.
 
El resultado de todo ello es el ofrecimiento al “pueblo”, cada día más popular y sencillo (y me temo que folclórico) a los ojos de buena parte de las instituciones públicas, sobre todo aquellas representadas por administradores auto-contemplados hacia la izquierda, sobre los espejos de las sotanas de una compasividad burguesa decimonónica y bucólica que hunde sus raíces en una mediocridad de catequesis de tintes rurales y de alma terrateniente, de su propia historia desplegada en algunas de las instalaciones inspiradas en un hacer artístico institucional que, hace ya unas cuatro décadas, se presentó como la esperanza progresista y elitista de ciertos emuladores y reificadores de la vanguardia histórica: la abstracción analítica en Europa y sus padres del BMPT, Art & Language, las instalaciones de los poetas pro-situs de los setenta, las ocurrencias de los events, antes vacíos y ahora rellenos como rollos de primavera en centros de interpretaciones y exposiciones que abordan otros terrenos tan trascendentales como la historia, la sociología, las ciencias e, incluso, la medicina: ¿el arte se ha diluido en la vida o la vida ha caído presa entre sus marcos?
 
Hoy quiero incidir en el hecho de cómo estas nuevas proposiciones artísticas actúan de manera directa en la memoria colectiva acerca de nuestro pasado (¿inconsciencia colectiva jungiana?), hechos que apenas han recibido daños colaterales por parte de la estética y del arte y que, sin embargo, han sido dispuestos recientemente de una manera escenográfica, una vez que el arte y con ello la museología (los centros de interpretación) han sido absorbidos por la escenificación y la teatralidad, tal y como ya apuntó en su momento Michael Fried. La escenografía vuelve a ser confundida con la perspectiva y, como si de una batalla de Paolo Uccello se tratase, nuestros antepasados bailan al son de los mecanismos conceptuales y abstractos de los profesionales de la historia: ¿qué clase social es capaz de abordar una revolución? ¿dónde se encuentra? ¿en mi biblioteca? ¿sobre mi tablero particular de ajedrez?. El arte no es inocente, y aquí nos encontramos hoy en día frente a sus consecuencias, si bien este fenómeno ya fue anunciado por Walter Benjamín respecto al fascismo: ¿el arte se politiza o la política se transfigura en arte? Dado el origen mercantil del concepto contemporáneo de arte, la vanguardia se localiza en la propaganda y en la publicidad, y no necesitamos ya citar los últimos nombres memorizados de las páginas de las revistas artísticas más prestigiosas. 
 
Walter Benjamín propuso el concepto de aura única de toda obra de arte para poder estudiar sus relaciones con los medios de reproducción mecánica derivados del despliegue industrial contemporáneo. La aportación de este gran filósofo del siglo XX ha sido mil veces aludida, pero no el origen exacto de este aura: la memoria, la singularidad de un acontecimiento que permite ser recordado. En el momento en que una pintura alude a este recuerdo, también lo sustituye como a ésta una fotografía, aun si el grado de su eficacia es menor, dado que este aspecto depende tan sólo de una habilidad, una insignificancia en la complejidad propagandística del medio que habitamos. 
Este punto de vista benjaminiano, revolucionario en su momento (y en muchos aspectos lo es todavía, sobre todo respecto a los problemas planteados en torno a la propiedad intelectual frente a las posibilidades técnicas de la civilización, hoy en día criminalizadas por entidades lucrativas), no debe eludir otros aspectos fundamentales y trascendentales acerca de la naturaleza histórica de nuestro concepto de obra de arte. Aludiendo a fuentes que abarcan desde Giulio Carlo Argan y Erwin Panofsky hasta el mismísimo Vitrubio, entroncamos el arte con una puesta en escena que, desde la conformación de los modernos estados, ha obedecido a los marcos institucionales artísticos, desde las academias decimonónicas hasta su mercado. De esta manera y con la ayuda de la progresiva desmaterialización del arte en los últimos sesenta años, los medios artísticos sirven hoy a buena parte de la presentación de la propaganda. Los constructivistas y productivistas de la primera Rusia Soviética lo sabían muy bien con sus quioscos, exposiciones, teatros populares y pabellones que mostraban los progresos de los esfuerzos comunitarios, aunque pronto caricaturizadas por la histeria del fascismo italiano y del nacional socialismo alemán.
 
En este sentido y como otros buenos registros operísticos, por ejemplo el cine, las exposiciones pueden servir para expresar la historia que toda civilización construye, ya sea de procedencia popular o institucional. Precisamente, en la ciudad de Zaragoza hemos disfrutado este último otoño de dos ofertas expositivas de esta naturaleza, y aseguro que no serán las últimas sino que, dado el éxito obtenido cada una de ellas en el terreno de sus propias intenciones, avecinan un despliegue cada día más condicionado por los intereses de las políticas erigidas a sí mismas como mayoritarias.
 
La primera de ellas muestra un perfecto ejemplo de actividad cultural progresista por muchas razones, aunque la más importante por ser crítica consigo misma, con su propia naturaleza en tanto que exposición, al abordar un fenómeno popular alimentado por los medios de masas a lo largo de la década de los años ochenta. Me refiero a la exposición itinerante titulada “Quinquis de los 80. Cine, prensa y calle” celebrada recientemente en el Centro de Historia, la cual realiza una importante labor, casi quirúrgica, de los factores enfrentados en una cadena de sucesos, declaraciones, impresiones, miedos, mistificaciones, la mayoría manifiestos aunque los más significativos ocultos, y en donde se han dado cita los intereses de los poderes más relevantes del país: la política, el gobierno, la prensa y el cine, instaurando los conflictos necesarios que justifican sus propios roles intermediarios, siempre en el marco y a expensas de lo que la exposición entiende en su terreno por “calle”, es decir, la realidad. Esa musa maquillada, olvidada, travestida, vendida una vez descuartizada, mutilada, pero siempre inmaculada a nuestras espaldas. En cambio, la exposición ha sabido crear treinta años después, una dimensión histórica a través de esta imposibilidad para enfrentarla con otra realidad que, por entonces, quienes hemos vivido aquellos años -sobre todo siendo muy jóvenes-, nos envolvía con su lógica aplastante conformada por un perverso conglomerado de injertos de ficción y narración que aspiraba a presentarse como la versión populista de la “natura” de los humanistas del Renacimiento.
Las noticias de la prensa y de la televisión se entrecruzaban con las escenas de un nuevo género de cine español, donde los propios delincuentes, quinquis, yonquis y demás maleantes, venían a interpretarse, no sabemos si a sí mismos o a lo fantasmas que en forma de alter-egos coronaban suspsiques y la de los guionistas y realizadores. ¿Acaso no es este el drama de todos nosotros? Se trata de una forma de cine que alcanza el reverso de su propia naturaleza. Sólo he conocido algo parecido en el maridaje poético entre realidad y objetividad mecánica del primer cine soviético encabezado por Dziga Vertov, o en aquellos geniales humoristas del cine cómico clásico que película tras película se interpretaban a sí mismos, o a unos personajes que en su vida real eran incapaces de extirparse, desde Chaplin y Buster Keaton hasta Harold Lloyd y los Marx Brothers aunque, en este caso y sin querer aspirar a traspasar ni tan siquiera las recias fronteras entre la serie B y el cine de autor, con la capacidad de desvelar los rígidos esquemas del cine narrativo.
Este aparato ficticio-real, -monstruoso-, es enfrentado por la exposición (por ejemplo en las carteleras tras las vitrinas expuestas en la vía pública, a la usanza de aquellos años previos a la expansión del vídeo doméstico) con la heroízación llevada a cabo por la prensa de ciertos delincuentes famosos por sus hazañas, documentado al final con otra realidad, esta vez olvidada en una sucesión de datos urbanísticos acerca de la creación de nuevos guetos a partir del chabolismo, realidades económicas y sociales como el paro, un mercado de narcotráfico archivado y hoy todavía de origen desconocido, una aglomeración tardía de la población en las grandes urbes como motor de la apatía, etc., etc., etc.
            Y no dudo en reconocer que me duele incluir con esta introducción tan crítica esta espléndida exposición, la cual ha sabido cuestionar de una manera muy sincera, -como pocas lo hacen tanto en el ámbito artístico como histórico-, las responsabilidades de los medios de comunicación y de la población en tanto que consumidora de su propia producción, de un fenómeno que, en algunas de sus vertientes como la heroína, ha marcado a toda una generación y ha causado estragos de manera muy próxima a todos nosotros. Con ello, la historiografia con sus instituciones, medios y canales de información, es la que en parte queda responsabilizada, aunque abriendo una ventana a la esperanza en tanto que, como muestra esta exposición en sí, es capaz de desvelar una realidad construida por una serie de poderes alejados de la verdadera realidad de nuestras vidas, de la que tan sólo podemos obtener, en el mejor de los casos, esporádicos espasmos de conciencia. 
 
            La segunda exposición que aquí desearía comentar al hilo de esta estetización de la historia (sobre todo la más reciente), también ha empleado medios expositivos propios del arte actual (aquél desarrollado en los últimos 60 años), aunque ya no para desvelar los mecanismos que conforman, escriben y publican las “historias institucionalizadas” (y con ellas de los nuevos mitos), sino precisamente y de manera inversa, para representar una de estas historias y para ocultar sus mecanismos de producción propagandística e ideológica. Me refiero a “Tierra y libertad. 100 años de anarquismo en España”, y para ello quisiera centrarme en la exposición en sí, al margen de las actividades paralelas, sobre todo en el grueso concentrado en el Palacio de Sástago de la Diputación de Zaragoza; es decir, aquella materialización en una colección de objetos y montajes dirigidos más bien a los espectadores, y no tanto a las elites profesionales de la historiografía.
            En su celebración confluyen dos hechos. El implicado más directamente es la celebración de los 100 años de la fundación de la CNT en España, aunque nada tenga que ver su organización con este sindicato, hoy presente en la realidad política del país con una fuerza considerable. El otro, más alejado temáticamente, responde a la oleada de reivindicación de la “memoria histórica” casi treinta y cinco años después de la “Transición” española, motivada precisamente por los medios de masas y por los debates espectaculares y politizados que protagonizan los protagonistas habituales. Sin embargo, una vez más debemos establecer las diferencias existentes entre memoria e historia, sobre todo entre memoria e historiografía, dado que los sinónimos no crecen en campos abiertos. A diferencia de lo que opinan buena parte de los poderes públicos, confío en el criterio de los espectadores y en sus capacidades críticas a la hora de juzgar si lo que están viendo representa y habla de una realidad política y social que ha caracterizado a buena parte de la historia contemporánea de este país, así como que todavía forma parte de nuestra realidad gracias a fundaciones como la de Anselmo Lorenzo en Madrid y la pervivencia de la Confederación Nacional de los Trabajadores, aunque ésta haya seguido su curso y su propia evolución como cualquier otra entidad, según la voluntad de sus integrantes. Evidentemente, ella ha organizado en las ciudades más importantes de España sus actos, representaciones y exposiciones legítimas.
            No voy a comentar el recorrido de esta exposición, tampoco lo he hecho con la anterior. Tan sólo decir que de los temas fundamentales abordados por el pensamiento libertario y anarquista en España -la educación (La Escuela Moderna y todas sus consecuencias nacionales e internacionales), la colectivización, la auto-gestión, la liberación de la mujer como cambio social esencial frente a la familia productiva, así como otros temas derivados, por ejemplo la conformación de una nueva cultura acorde a los nuevos medios de producción, el vegetarianismo, su oposición a los espectáculos taurinos y sus vinculaciones con otros pensamientos del momento como el regeneracionismo (en personalidades como Ramón Acín), no he visto nada.
Nada entre armas, imprentas y máquinas de escribir, alusiones bélicas, asesinatos, terrorismo, espionaje, propaganda, un disparo a cada minuto, fotografías de ilustres libertarios con una breve descripción de sus vidas y sus trágicos finales a modo de fichas policiales, etc. La criminalización podría haber sido más grave, relacionando comunismo libertario con los nuevos espectros del terrorismo internacional. Menos mal que el aspecto global de la muestra recordaba tan sólo a los novelescos ajustes de cuentas de la mafia americana, sobre un escenario cercano a los platós de series de televisión como Amar en tiempos revueltos o el culebrón ruso 1941. Tampoco encontramos un análisis del comunismo libertario, rama del anarquismo contemporáneo más extendido en España, y sí en cambio de nuevos oscurantismos como el “anarco-individualismo”, representado por personajes como Henry David Thoreau o Max Stirner, uno de los alumnos renegados de Hegel que, que yo sepa y a pesar de haberse interesado especialmente por la educación, jamás se consideró anarquista (su contemporáneo Proudhon sí lo hizo) ni tuvo una repercusión inmediata en los círculos anarquistas, constituyendo tan sólo una referencia filosófica como podría serlo por ejemplo Platón o su contrario Pirrón. Ni siquiera la Mano Negra, organización supuestamente anarquista de principios de la década de 1880, queda de una manera clara desmentida y vinculada a la Guardia Civil en esta exposición, en los vinilos referentes al origen del anarquismo en España. Y además, presenta este movimiento como un fenómeno tardío en la historia de Occidente debido al retraso del país, lo que lo denosta significativamente, cuando en realidad la fundación de las primeras entidades anarquistas en España en 1870 respondió a la todavía no creada oficialmente Asociación Internacional de Trabajadores anarquista (1872). En todo caso, en España hubo una amplia consecución del anarquismo porque aquí pudo superar las represiones sufridas en el resto de Europa, sobre todo en la Unión Soviética y en Alemania tras la I Guerra Mundial. 
            Independientemente de tratarse de un amplio movimiento que implica una filosofía de la que deriva cierta ideología (¡claro que sí, porque no reconocerlo!, y más en el mundo en que vivimos), una posición política, social, una serie de hábitos, una forma de vida... representa una buena parte de la historia contemporánea de España. Imaginemos una criminalización semejante por parte de ciertos sectores más obsoletos, del regeneracionismo, del krausismo o del socialismo de Iglesias. No creo que esto supusiese mayores esfuerzos. Y en estos años en los que se enardece con tanta facilidad y con tanta gravedad falsa, la bandera de la memoria histórica (capítulo que en las políticas de los países que en verdad han superado sus dictaduras, no ha conllevado conflicto alguno), debemos advertir en voz alta lo peligroso que resulta esta especie de condenas históricas, realizadas con medios excesivamente parciales, fragmentarios e interesados, valiéndose de viejos fantasmas, siendo que el anarquismo forma parte, queramos o no, del patrimonio cultural e intelectual de la humanidad entera y en concreto de este país: recordemos que Ramón Acín financió una película tan importante como Las Hurdes, Tierras sin Pan de Luis Buñuel en 1933, que investigó muy activamente nuevos medios pedagógicos para incrementar la autonomía creativa de los alumnos, como su dedicación a la difusión de las imprentas Freinet en diversos colegios de España, siendo él un ejemplo más de cómo las ideas anarquistas en muchos de sus representantes han animado la investigación en las artes plásticas (los artículos sobre arte y estética de Gil Bel es un claro ejemplo aragonés), mismo si no incluimos en ello la amplia aportación libertaria al arte de la caricatura y del cartelismo, medios modernos de expresión de los que Goya se erige como el máximo precedente. Recordemos que el anarco-sindicalismo impulsó la creación de una industria del cine en España con publicaciones como Popular Film, que las investigaciones de ciertos anarquistas y sus amigos acerca de la realidad de los pueblos, ha conducido a dar los primeros pasos hacia la creación de “museos etnológicos” y, por ejemplo, a que Rafael Sánchez Ventura, junto con el arquitecto que restauró La Aljafería tras la Guerra Civil Francisco Iñiguez Almech, descubriese en 1933 las iglesias del primer románico del alto valle del Gállego, aquéllas representativas de lo que luego el profesor Fernando Galtier denominó estilo románico “larredense”. Recordemos además que la industria catalana alcanzó con su sindicalización y auto-gestión en la década de 1930 el grado de vanguardia en toda Europa, siendo modelo para otros países. Y podríamos citar muchísimos ejemplos más que los terroríficos disparos de la exposición, secuenciados para cada minuto, no nos han dejado recordar. Si esto es memoria histórica, yo, particularmente, prefiero olvidarla.
Con esta actividad sindical el anarquismo (más concretamente CNT, dado que sus integrantes no tenían por qué ser anarquistas) estimuló la modernización de muchísimos sectores. En tanto que historiador del arte, conozco aquellos relacionados sobre todo con la cultura, pero no dudo que en otros campos de investigación abundan casos paralelos. Se trata de un capítulo de nuestra historia y de nuestra cultura todavía muy presente, cuyo recuerdo, estudio y asimilación, puede ayudarnos a afrontar los gravísimos problemas derivados de un mercado idealista y tumefacto, contrario a toda lógica económica real. En cambio, ahora asistimos a la puesta en escena artística para una criminalización y un consecuente destierro de la vida pública que, desde la “Transición” española, ha perseguido a CNT a través de instrumentos políticos y policiales.
 
No trato de desviarme de la naturaleza de esta publicación con el comentario de estas dos exposiciones, una acusadora de los medios de historización y la otra, al contrario, empeñada en criminalizar a tiros la historia misma. No las habría comentado aquí si no hubieran recurrido a montajes artísticos y escenográficos para abordar estos dos temas de tanta trascendencia política y social. No he sido yo, sino ellas las que han levantado la barrera-tabú que separa las disciplinas. Que el arte y la cultura siempre han sido parte de una misma realidad junto con lo social, no es nada nuevo. Podemos cerrar los ojos y creer lo contrario. A partir de ese momento me dedicaría tan sólo a comentar la pintura y la escultura (o las instalaciones y los happenings) línea tras línea, forma tras forma, figura tras figura, para adjudicarles luego mi juicio paternalista.
            Cuando alguna institución pública habla de arte y cultura, sobre todo en lo que a subvenciones se refiere, y aún más en momentos de crisis, siempre lo hace con un “y también”, un “y además”, como si se tratase de algo agregado a los problemas de la supervivencia que la política y sus medios representan. Pero cuando asistimos a exposiciones de este cariz, vemos lo importantes que resultan para ella. No nos debe extrañar. Ya hemos asistido a exposiciones que de manera más que sospechosa representan intereses propagandísticos e, incluso, personales, como las recientes exposiciones de temática taurina, o acerca de una cultura ibérica cristiana con motivo de la Expo de Zaragoza de 2008 en el Museo Camón Aznar. No digo que sean ni buenas ni malas, hace mucho tiempo que sustituí el maniqueísmo por la toma de conciencia, por lo que recomiendo que agudicen sus criterios a la hora de visitar los montajes que acondicionan con nuestros impuestos. Todo el mundo es capaz de hacerlo. Yo aquí sólo hago mi trabajo que es investigar sobre los contenidos de los eventos artísticos, más o menos pintorescos. E insisto, habrá muchos más.

Manuel S. Oms, Aacadigital nº13, diciembre 2010

sábado, 2 de enero de 2016

EXPOSICIONES PARA UN PARÍS SURREALISTA DEL SIGLO XXI

EXPOSICIONES PARA UN PARÍS SURREALISTA DEL SIGLO XXI
Algunas reflexiones sobre los comisariados de exposiciones y la historiografía del arte

Aaca Digital nº 26, marzo 2014

Resumen
Las últimas exposiciones dedicadas al surrealismo en su ciudad de origen, París, revelan la necesidad de una revisión de las funciones de las exposiciones historiográficas.

Abstract
The last exhibitions dedicated to surrealism in his city of origin, Paris, reveal the necessity of a revision of the roles of the historiography’s exhibitions.  




 Mercado de St. Ouen, Paris, añs 2010

La exposición resaltaba en la entrada una necesidad que hasta entonces había permanecido invocada: la necesidad de crear un mito colectivo
Sarane Alexandrian

            Desde 1925 París siempre ha sido ciudad de exposiciones surrealistas. Quizás porque así lo dictan sus pasajes, sus affiches publicitarios, sus pequeñas calles tortuosas, su rastro de la Porte de Saint-Ouen, sus luces de neón que invaden un paisaje de pequeñas perspectivas, su antiguo metro laberíntico en cuyas entradas dos faros extraterrestres modernistas concebidos por Hector Guimard nos invitan a ser engullidos en una red que en cualquier momento puede variar... En verdad, es la sociedad de mercado la que se nos presenta bizarra, mientras que el surrealismo constituye su respuesta. Basta con hojear Le Paysan de Paris de Louis Aragon para comprender esta realidad.
Mucho se ha hablado de la influencia psicoanalista en el surrealismo, pero poco acerca de las influencias objetivas de la dialéctica de Hegel, de la pasión de Sade, del Fetichismo de la mercancía de Marx, del Origen de la familia de Engels, etc., las cuales reconcilian la poética moderna con las ansias de liberación de este movimiento revolucionario desde las superestructuras espirituales. Posiblemente el psicoanálisis con toda su subjetividad, haya sido la herramienta más apropiada para su asimilación. Sin embargo, el propio Breton llegó a establecer sus reservas frente al psicoanálisis en Los vasos comunicantes (1932), lo que con el tiempo condujo al grupo oficial y a las demás fracciones surrealistas, a un giro inesperado hacia las tesis sobre los arquetipos de Jung.


            En un principio, es dentro de este ambiente de encuentros y sorpresas donde surge el interés surrealista por el objeto. Así mismo, las esculturas, máscaras y otros objetos del arte primitivo oceánico que los surrealistas tanto apreciaban, no los encontraban en islas y selvas exóticas, sino en los puestos del marché aux puces y en las vitrinas de ciertos establecimientos. Fueron extraídos de un paisaje conformado a partir de lo fortuito y banal de la metrópolis moderna junto con conceptos como el hegeliano “azar objetivo” y la “belleza convulsa”. Y este París mismo es el que Louis Aragon, André Breton, Pierre Naville, Maxime Alexandre y los más sensibles a la poética de esta realidad moderna, narraron en las páginas de sus libros durante su pertenencia al grupo y una vez fuera de él pero conmovidos por las mismas vivencias urbanas, ahí donde encuentra exactamente lugar el “nominalismo absoluto” de Aragon (Una ola de sueños, 1924, probablemente el “otro primer manifiesto del surrealismo”), desde el alma rescatada por Man Ray en las fotografías de Atget, hasta los paisajes lechosos de Tanguy o los encuentros que movilizan los fragmentos de los collages de Georges Sadoul.
            Pese a haber transcurrido ya casi noventa años desde la fundación de este movimiento, París le ha consagrado recientemente varias exposiciones. Posiblemente la más ambiciosa de todas ellas sea la consagrada al objeto surrealista en el Centro Georges Pompidou, la cual cuenta con un antecedente claro en el IVAM de Valencia en 1997 comisariada por el historiador del arte Emmanuel Guigon. Tras la amplitud de esta exposición y el estudio historiográfico del catálogo –soberbio sin duda-, muy difícil lo tiene esta última donde este experto del surrealismo, del collage y del objeto, no ha colaborado más que a título de invitado, mientras que la exposición ha sido organizada por el propio director del museo Didier Ottinger. Esperábamos una edición francesa del estudio de Guigon, pero no ha sido así. A parte de un breve catálogo, se ha optado por un “diccionario del objeto surrealista” donde la participación colectiva estaba asegurada. En ocasiones los centros deben dejar sitio a los expertos en ciertas materias a la hora no sólo de organizar las exposiciones de sus especialidades para enriquecerlas con sus aportes y dar la oportunidad a la actualización de sus investigaciones, las cuales deben residir tras toda exposición como garantía de que no se ha empleado el dinero público en caprichos y banalidades, aunque sea en esta época determinada por su arcaísmo organizativo en la que la población no puede intervenir directamente en las decisiones que afectan a la gestión y producción de su cultura. También estos historiadores deben aportar sus proyectos elaborados con el fin de que tengan la salida y la difusión que toda investigación de calidad (es decir, con aportes nuevos para su disciplina) merece. Y no dudamos de la preparación de Ottinger, -autor del Surrealismo y la mitología moderna-, simplemente afirmamos que la colección y la documentación presentada es más reducida que la presentada en el IVAM de Valencia hace ya 17 años, así como la calidad del estudio historiográfico que lo acompaña, siendo que el de Emmanuel Guigon jamás ha sido traducido, además de estar absolutamente descatalogado y agotado. De hecho, el centro Pompidou ha preferido titular a esta exposición “El surrealismo y el objeto” frente a “El objeto surrealista” de Valencia, quizás por un problema de patentes o simplemente para evitar comparaciones como la aquí vertida. No obstante la consecución cronológica de la vista es bastante parecida, determinada, -una vez representados los precedentes y el descubrimiento de los objetos de funcionamiento simbólico en 1930 por Dalí ante la Bola suspendida de Giacometti-, por las exposiciones surrealistas donde los objetos fueron protagonistas: “La exposición surrealista de objetos” en la Galería Ratton en 1936, “El surrealismo en 1947”, y la octava exposición internacional surrealista titulada “E.R.O.S.” (Galería Daniel Cordier, 1959), si bien la exposición de 1997 comisariada por Guigon, ampliaba esta nómina a otras exposiciones: las exposiciones en la “Galería Surrealista” gestionada por el propio grupo, así como las sucesivas exposiciones internacionales del surrealismo: Praga, Londres, Nueva York… En todas ellas se apreciaba el protagonismo de los objetos antes que las pinturas y el arte propiamente dicho. Ellos constituían los fragmentos de la realidad con los que el movimiento exploraba a través de sus propios medios: automatismo, materialismo dialéctico, análisis paranoico-crítico, humor negro, etc., procedentes todos del “azar objetivo”. Aún así, debemos anunciar que Guigon acaba de editar recientemente (en el mes de noviembre) en colaboración con Georges Sebbag -nada más y nada menos-, Sur l’objet surréaliste, gracias a la prestigiosa editorial Jean-Michel Place.
            Frente a la necesidad de documentar una manifestación de esta trascendencia en un mundo donde los objetos cobran un enorme protagonismo a partir de los enigmas que el mercado les confiere, la exposición recién presentada en el centro Pompidou ha recurrido una vez más a una resolución “artística” de montajes e instalaciones de los que estamos ya hartamente habituados y que, en ocasiones, enmascaran las carencias investigadoras. Las instituciones han redescubierto el alcance de estos medios artísticos a la hora de encubrir y ajustar no sólo ausencias, sino también malas actuaciones de gestión y financiación. También para recuperar ciertos fenómenos artísticos que, aún incómodos, son ineludibles incluso para la oficialidad. 
            No sé si se trata del caso de la exposición El surrealismo y el objeto dada la capacidad del Centro Pompidou para abordar grandes empresas, pero lo que sí es cierto es que por ningún lado llegamos a comprender la reinterpretación de los objetos históricos ahí presentados por una serie de artistas actuales como si se tratase de los cierres de hormigón de un antiguo edificio fracturado por el tiempo y sus avenencias, y recién restaurado con materiales bien distintos de los originales, sólo que en este caso la reinterpretación no es funcional, más bien continua las paredes del museo Pompidou concebido entre 1972 y 1977 por Renzo Piano, Richard Rogers y Gianfranco Franchini, como la parodia postmodernista (no podría ser de otra manera debiéndose a la iniciativa gubernamental) de los principios constructivos de las vanguardia históricas tras las reivindicaciones también utopistas del mayo de 1968 (destruir el pasado y la tradición para crear un nuevo imaginario)
Estas obras del nuevo siglo las debemos a Artistas como el popero estadounidense Ed Ruscha (el Pop Art y antes el neodadaísmo norteamericano de los años cincuenta ya sirvieron para la reificación del ready-made duchampiano), caracterizado entre los que expusieron en 1962 en New Painting of Common Objects (Museo de arte de Pasadena, primera exposición propiamente pop en E.E.U.U.) por interaccionar el lenguaje y los objetos; el accionista californiano Paul McArthy; la respuesta feminista de Cindy Sherman a Hans Bellmer (como “continuación” a su obra según afirma el comisario de la exposición); Haim Steinbach y su crítica-crítica a las instituciones artísticas mediante su amplia nómina de objetos (nada que ver con la serie limitada de ready-mades de Duchamp); el también norteamericano Mark Dion; el artista francés Philipe Mayaux, ganador del Premio Marcel Duchamp 2006 por sus moldes de yeso, los cuales constituyen también réplicas hasta la saciedad de otro de los divertimentos de Duchamp; el joven artista francés multimedia Théo Mercier, el parisino Arnaud Labelle-Rojoux… Nótese que todos ellos son artistas estadounidenses y franceses como si se tratase de un ensayo de reconciliación entre los dos -históricos ya- centros del arte contemporáneo del siglo XX: París y Nueva York, lo que desvela las verdaderas inquietudes de la exposición a la hora de responder al desafío surrealista de “a ver si son capaces de almacenar en sus museos todos nuestros objetos” (Dalí en Le Surréalisme au service de la Révolution nº3, p. 17). No es casual que las muestras actuales, radicalmente diferenciadas de aquella otra histórica por haber sido realizadas fuera del movimiento y por el contrario en contextos puramente artísticos e institucionales, se encuentren al final y en el pasillo de entrada y salida que une las distintas salas. No se trata de un inocente recorrido cronológico, sino de una moraleja, del cierre de una historia iniciada hace ya casi un siglo con el triunfo final de la institución artística en su pulso con el surrealismo y las vanguardias históricas.   
Todos estos artistas elegidos para prolongar esta exposición, más que actualizar el objeto surrealista, lo integran dentro del recinto artístico, respecto al cual han alcanzado un gran protagonismo las instituciones artísticas, concretamente en la decisión caprichosa (el capriccio despótico del Siglo de las Luces que vio nacer la soberanía del gusto) sobre lo que merece ser tildado artísticamente: los museos y los Centros de Arte contemporáneo, denominados así estos últimos con el fin de responder a su necesidad de presentarse bajo la constante actualidad, como si el tiempo no pasase, a espaldas de lo verdaderamente moderno y radical: la reproducción mecánica de la imagen capaz de devolverla a la vida, tal y como la entendió en sus Poesías el mismísimo Isidore Ducasse, -Conde de Lautréamont-, así como Goya antes de emprender sus caprichos grabados con el fin de difundirlos entre la sociedad (en su caso los caprichos pertenecen a las arbitrariedades de las injusticias sociales, tradicionales ya entonces). Por esta razón el maestro aragonés es precedente directo del surrealismo, y no por ninguna visión atormentada, dado que para los surrealistas no había mayor tormento que el aburrimiento, frente a lo cual tan sólo quedaba por extraer la poesía de lo cotidiano, tal y como Baudelaire escurría la velocidad del mundo moderno para quedarse únicamente con aquello que permanece: los objetos son los restos de un mundo fragmentado al ser tamizado por la mercancía, y el surrealismo, a través de ellos, alcanza un nuevo paisaje donde los ejes cartesianos han sido sustituidos por el encuentro fortuito. En cambio, la exposición actual sobre el objeto en el Museo Pompidou ha querido contribuir, antes que desvelarla, a esta fragmentación ofreciendo de nuevo una respuesta institucional.            
Lo dicho respecto a Goya también puede afirmarse acerca del siguiente protagonista de este ensayo, Victor Hugo, cuya casa en la Plaza de los Vosgos es hoy visitable y pertenece a la red Paris Musées del Ayuntamiento de París. Entre octubre y enero este centro ha presentado su colección de la obra plástica de Victor Hugo y aquella que se encuentra en la Bibliothèque Nationale, basada principalmente en técnicas de dibujo que, por su poder de exploración de lo desconocido, pueden ser consideradas como experimentales. Sin embargo y a diferencia de las exposiciones que hemos podido ver desde el centenario de su muerte, en Paris en 1985 (“Soleil d’Encre” en Le Petit Palais y la exposición de sus dibujos en La Maison de Victor Hugo. El primer título fue adoptado del primer ensayo dedicado a la plástica de Victor Hugo, de la mano de Gaëtan Picon –hermano del surrealista Pierre Picon- y recogido en su libro Las líneas de la mano de 1969), en Valencia, en Venecia, Nueva York, Bruselas y Madrid, esta última exposición viene a responder al adjetivo “surrealista” con lo que tantas veces se ha tildado a esta obra plástica suya y que en buena medida el propio grupo de Breton ha contribuido a descubrir. Ese reconocimiento surrealista se hizo oficial ya en su primer manifiesto del 15 de octubre de 1924, en una de esas listas de precedentes (autores que “podrían pasar por surrealistas”) que a Breton tanto le gustaba citar y que lo separaban irremediablemente del dadaísmo centroeuropeo: “Hugo es surrealista cuando no es idiota”. Ésta era la mejor fórmula que encontró para reconocer la ineludible aportación romántica de la mano de un autor que ya se estudiaba en los colegios por ser de obligada citación, siendo además que su casa fue donada al Ayuntamiento de París con el fin de constituirse como un museo, visitable desde 1903. Más tarde, fueron los propios surrealistas los que descubrirían sus dibujos que, como su afán recolector de objetos, materializaban el espíritu de su poesía y las liberaba del estrecho margen que lega las palabras a tan grande azar a los ojos de nuestras conciencias, porque la plástica -sobre todo entendida de una manera moderna (aún hoy, lo siento)- es realidad material; y Victor Hugo lo sabía muy bien cuando recurría a sus plantillas de grueso papel para crear vacíos en las impregnaciones de tinta sobre el soporte original. Tal y como afirmaría Tristan Tzara acerca de Picasso en 1935, en un  papier collé una hoja blanca adherida jamás puede ser confundida con el soporte original, de la misma manera que un espacio liberado por una plantilla ya no forma parte del blanco inmaculado del soporte, porque tras toda creación moderna late la problemática alquímica de la creación a partir de la nada.


  

Goya, Capricho nº 64, 1799          Victor Hugo, Pulpo, 1866                 Victor Hugo, Justicia, 1858

Como veníamos diciendo, la plástica de Victor Hugo fue descubierta por los surrealistas algunos años más tarde de su primer manifiesto, ya que a Víctor Hugo no le gustaba mostrar públicamente sus experimentos gráficos, sólo a los amigos y familiares más cercanos, tal y como demuestran estas quejas de Charles Baudelaire acerca del Salón de 1859: No encontré en las exposiciones de Salón la magnífica imaginación que fluye en los dibujos de Victor Hugo como el misterio en el cielo. Hablo de sus dibujos a tinta china, porque es demasiado evidente que en poesía, nuestro poeta es el rey de los paisajistas, y …expresa, con la obscuridad indispensable, lo que es oscuro y confusamente revelado. Esta faceta plástica del gran literato francés del siglo XIX, quizás el más completo de su época, fue conocida por los surrealistas de la mano de Valentine Hugo, casada con su bisnieto Jean Hugo, pintor próximo a Cocteau, Radiguet, Satie, Éluard y Francis Picabia, y a quien Valentine Gross –dedicada a la coreografía y figurinismo- conoció a través del Grupo de los Seis (los músicos Auric, Honegger, Milhaud, Durey, Poulenc y Tailleferre). Siendo que ella contactó al grupo surrealista en 1929 a través de la pareja Paul Éluard y Gala, fue éste primero quien rescató algunas piedras de entre las multitudes de colecciones de objetos de Victor Hugo, quien con un interés próximo al suiseki nipón (contemplación de los cantos rodados) como una evidencia más de su curiosidad constante por las culturas extremo-orientales y que bien pudo inspirar el título Tas de pierres para buena parte de sus manuscritos que en vida aún no había publicado (“En la muerte, el alma liberada del cuerpo, será también desarmada”), demostró ser un gran coleccionador de rarezas, llegando a constituir un despacho en su casa muy parecido al de Breton expuesto hoy en la colección permanente del Centro Pompidou.
Victor Hugo, découpage y tinta, 1855

Su sensibilidad hacia las piedras no sólo anticipa el interés surrealista por el objeto (el encuentro fortuito con los mismos y las coincidencias desprendidas), sino también la del antiguo surrealista y próximo a Bataille Roger Caillois, quien recordaba cómo en el afán extremo-oriental por coleccionarlas no se buscaba tanto un parecido sino la sugestión de una imagen encontrada en sus formas, lo que da un vuelco absoluto a la imitación, si retomamos aquella cita a Botticelli por parte de Max Ernst, por la cual nos recordaba cómo -según Leonardo da Vinci- educaba a sus alumnos en el taller lanzando contra una pared una esponja impregnada en pintura para descubrir en ella las formas que a su vez les permitirán adivinar los caminos de sus deseos. Con ello Max Ernst daba rienda suelta a sus procedimientos semiautomáticos y automáticos como el collage, el grattage, el frottage, la decalcomanía, el dripping, etc., todos ellos ya experimentados por Victor Hugo un siglo antes gracias a su manejo de la tinta china en su juego dialéctico de luz y tinieblas a modo de Rembrant o Goya, quien influenció decisivamente en Victor Hugo puesto que pudo conocer directamente su obra en sus viajes a España. Gracias a estos automatismos las piedras y las rocas se tornan protagonistas en la obra tanto de Victor Hugo como en la de los surrealistas Max Ernst, Óscar Domínguez, Marcel Jean, Georges Hugnet, Wolfgang Paalen (Victor Hugo también se aventuró a “pintar” con las llamas de las velas, con lo que se adelantó al fumage de Paalen) etc., junto con los castillos, los cuales podríamos considerar, –desde el de D.A.F. Sade en Lacoste  hasta la “Endless House” de Frederik Kiesler-, primera célula del espacio surrealista en la capacidad de la subconsciencia de construir en los recuerdos el espacio que la alberga en su definición onírica, tal y como luego fue definida por Gaston Bachelard la “poética del espacio”.   


Victor Hugo, Llave, s-f

   
En este sentido, la exposición “La cime du rève” comisariada por Vicent Gille y Alexandrine Achille, encargados de los estudios documentales de la propia Maison de Victor Hugo, constituye una aportación significativa a la historia del arte, dado que, frente a las anteriores exposiciones dedicadas a los dibujos de Victor Hugo, ha mostrado de manera comparativa las obras gráficas más experimentales de los surrealistas con el fin de probar cómo Victor Hugo ha anunciado el surrealismo un siglo antes, sobre todo en lo concerniente a una cuestión de actitud. La exposición ha hecho verdaderamente de Victor Hugo un surrealista “avant la lettre”, y ha consolidado su posición como precedente indiscutible, ya reconocido en el propio primer manifiesto del movimiento de 1924. Ya no se trata de ilustrar, tal y como ocurre en la exposición que actualmente presenta el Musée d’Orsay entre el 11 de marzo y el 6 de julio acerca del ensayo Van Gogh. El suicidado de la sociedad de Antonin Artaud (1947), si no de establecer las verdaderas conexiones a partir de las muestras plásticas, entre dos aportaciones históricas diferentes con el fin de establecer lazos, en ocasiones inesperados, a lo que nosotros hemos añadido la dimensión objetual, evidente en el afán coleccionador de Victor Hugo, el cual, como buen coleccionista tal y como diría el historiador del arte Maurice Rheims, no diferencia lo natural (las piedras) de lo artificial (el castillo) en un mundo gobernado por los caprichos de la luz (Goya). Y este añadido no supone una mera yuxtaposición, ya que tanto tras los objetos como tras la gráfica se esconde el gesto, el trazo en esta última y el encuentro con los primeros, lo que verdaderamente iguala lo artificial con lo natural y hace de esta vivencia una experiencia verdaderamente extática, capaz por sí sola de definir el instante. Éste es realmente el método de lectura que propuso Gaëtan Picon en 1969 tomando como ejemplo entre otros la plástica de Victor Hugo, la cual ya había sido considerada por André Breton precedente de la expresión abstracta en L’Art Magique (1957, en colaboración con Gérard Legrand). Por eso la exposición no necesita de un decálogo de técnicas automáticas en su organización, entre otras cosas porque no se trata de técnicas cerradas. Todas ellas proceden de un encuentro con el azar y colaboran en la exploración de lo desconocido, tanto de lo exterior como de lo interior. En este caso los comisarios han preferido recurrir a una sistematización temática que, a diferencia de la mayoría de las ocasiones en las que asistimos a este tipo de argumentación expositiva, no resulta para nada caprichosa: “huellas”, “manchas” (frottages, grattages, decalcomanias…), “castillos”, “casas”, “retratos”, “bestiarios” que facilitan el retrato mismo de la conciencia exploradora y los caracteres humanos en general, como bien apuntara Juan-Eduardo Cirlot en su Diccionario de Símbolos (Loup Loup de Max Ernst, el águila de Victor Hugo); el “monstro” entre la idea y la materia o entre la realidad y lenguaje (Gilbert Lascaut, Le monstre dans l’art occidental); mecanismos creativos como “amor(es) loco(s)”, “la naturaleza”… Todo ello constituye una permanente exploración, una disposición de la poesía misma que devuelve los esfuerzos plásticos a la investigación de lo desconocido (la naturaleza), en un encuentro constante con el objeto azaroso (el objeto de “el amor loco”) a través del lenguaje (“juego de palabras, juego de manos” recita la exposición), que a su vez nos conduce por un sendero que abarca desde las híbridas monstruosidades (animales confeccionados mediante el principio del collage con partes de distintas especies en un desafío insistente a lo preconcebido positivista) hasta lo maravilloso, al enfrentar en ocasiones los resultados azarosos con títulos evocadores tal y como exigía Botticelli a sus alumnos. Porque de eso se trata tal y como afirmó el propio Breton acerca de las relaciones ineludibles entre el simbolismo novecentista y el surrealismo: la transformación del misterio simbolista en lo maravilloso surrealista (Breton, André, “Le merveilleux contre le mystère. À propos du symbolisme», Minotaure nº 9, octobre 1936, Paris, pp. 25-31). Al fin y al cabo, lo “maravilloso”, –sugerido ya en la década de 1720 por los pastores y filólogos suizos próximos a Fussli, Johann Jakob Bodmer y Johann Jakob Breitinger-, pertenece a toda aquella nómina de nuevas categorías que surgieron en la primer mitad del siglo XVIII, en el nacimiento del Arte mayúsculo como tal, en calidad de institución erigida sobre el resto de la realidad, junto con “moveré”, “pintoresco”, “sublime”, lo terrible… y caracterizado por ser capaz de englobar a todos ellos. Ahora se trata de localizar aquello maravilloso en la realidad, en las calles mismas de París (Le Paysan de Paris de Aragon, L’amour Fou de Breton, Pierre Naville…). Por ello es importante, -y quizás la exposición no lo ha subrayado suficientemente-, la concepción que Victor Hugo mantuvo de su producción plástica a lo largo de toda su vida, la cual realmente sirve de vértice a donde se ven abocadas todas sus vertientes automáticas, las cuales ya anuncian los experimentos surrealistas.
Receloso de la exposición pública de estas obras gráficas, siempre las consideró por lo que son: juegos bien extendidos entre la clase acomodada, sólo que en ocasiones han sido reivindicados y profundamente estudiados por haber sido cultivados y analizados de manera experimental por personalidades de renombre como Victor Hugo en las letras, o como en el caso del collage por el dramaturgo y jardinero real Charles Dufresny entre los siglos XVII y XVIII (redescubierto por el surrealista y patafísico Noël Arnauld), o por el escritor danés de cuentos infantiles Hans Christian Andersen (1805-1875). ¿Acaso no es éste el modelo de experimentación plástica propuesto por los surrealistas a partir del juego, el cual es a su vez la base del resto de sus actividades como bien afirmara Breton hacia finales de los años cuarenta al explicar el juego surrealista “lo uno en lo otro”? en la plástica surrealista verdadera no hay obras de arte, tan sólo técnicas de exploración de lo maravilloso cotidiano, que se prolongan en una cadena infinita de vivencias entre unos y otros, entre el encuentro azaroso de sus protagonistas, los cuales podrían ser anónimos en el mejor de los casos. Y con ello descubren y perfilan la verdadera aportación de buena parte del arte del siglo XX (si no en su totalidad): la investigación. En ella Victor Hugo se mostró como un gran maestro, para lo que debió conservar su producción gráfica en un ámbito considerado “menor” por la idiotez. Al fin y al cabo, todas estas experimentaciones, al llevarse a cabo con la tinta china, parecen estar destinadas a su reproducción mediante el grabado o las técnicas actuales de edición que eliminan los accidentes de la factura, una magia que impregna la pluralidad frente a la unicidad (Victor Hugo fue uno de los primeros en interesarse por las posibilidades creativas de la fotografía) y de la que Goya se mostró como pionero indiscutible (y con ello maestro de Victor Hugo), al anteponer su actividad como grabador a su pintura y liberar, al mismo tiempo, este medio del cerco profesional de gremios y talleres, esto es, de la difusión de tipos iconográficos para reflejar en cambio las absurdeces del mundo y hacerlas públicas al conjunto de la sociedad, todo bajo el espíritu documentalista propio de un verdadero investigador armado de su dominio gráfico y erudición. ¿Los excesos del clero no conforman acaso escenas duales como los arrecifes de Victor Hugo o de Oscar Domínguez surgidos de las provocaciones de una mancha? Las obras gráficas del autor de Los miserables cuestionan la obra única y acabada en aras de la investigación y de la democratización del arte (del divertimento popular como origen y fin de toda actividad expresiva). Ésta es su verdadera aportación sobre el terreno gráfico, la cual concuerda con el pensamiento político de igualdad social de sus últimos años. Al fin y al cabo, el grafiti anónimo en tanto que grabado o impregnación en la vía pública constituye el primer modelo para este tipo de prácticas, y ha inspirado a la Historia del Arte multitud de nuevas técnicas y reflexiones teóricas. Él mismo sedujo la fotografía de Brassaï entre 1930 y finales de los años cincuenta (por lo que también anticipa indirectamente la fotografía surrealista en sí: Man Ray, Ubac, Boiffard, etc.) y participa del mismo espíritu bajo el cual el arrancado anónimo de los carteles en las calles sedujo a Léo Malet, sin necesidad por ello de recoger esta experiencia más allá de su mera advertencia en el Dictionnaire abrégé du Surréalisme confeccionado por André Breton y Paul Éluard en 1938 y publicado por José Corti.    






                                        Frédéric Mégret, dibujos, h. 1926-1927


Sólo desde este espíritu contrario a las obras acabadas, podemos apreciar la muestra que acompaña a esta exposición: los dibujos de adolescencia del periodista y crítico de arte Frédéric Mégret, quien entre 1928 y 1929 se aproximó al grupo surrealista, según nos cuenta André Thirion en sus memoras Révolutionnaires sans révolutions, de la mano de Louis Aragon, a quien conoció en los ambientes de Montparnasse por donde entonces ambos se movían. Según este testimonio de quien sería uno de sus compañeros surrealistas más cercanos, Thirion, Mégret ya realizaba antes poesías y dibujos “de una incoherencia y una timidez de niño”. Enamorado de una actriz de diez años mayor que él, había huido de su madre y no quería volver a casa, por lo que se instaló en el número 54 de la rue du Château en el distrito 14 de París, ahí donde se conformó en 1925 el grupo conocido como el de la Rue de Château (Jacques Prévert, Yves Tungy y Marcel Duhamel). Aún muy diferentes, sus dibujos guardan la relajación adolescente de nuestros jóvenes surrealistas Manuel Viola y Federico Comps, materializada en la mutilación y descomposición de los cuerpos, junto con una rabiosa crítica social expresada por textos que recorren las líneas trazadas. No por ello constituyen obras de arte. Cuántos dibujos de atormentados adolescentes habrán quedado olvidados por la Historia.

Y es que aún queda mucho por hacer. Nos podrá chocar ver durante estos días en las carrocerías de los autobuses urbanos de la RAPT, el “pollo-zapato” de Meret Openheim (Ma gouvernante, 1936) anunciando la exposición sobre el objeto surrealista del Centro Pompidou. Pero no se trata de condenar de manera maniquea la institucionalización de la revolución surrealista, de la que en verdad este movimiento fue el primer responsable, pues basta con repasar su historia con ojos críticos y sinceros para verlo claramente. Queda mucho por descubrir (los dibujos de Mégret son sólo un ejemplo de esta necesidad, los cuales carecen aún hoy de un estudio historiográfico y de una edición en condiciones) y por redescubrir (como el arte gráfico de Víctor Hugo en tanto que exploración de lo maravilloso). En realidad, el”pollo-zapato” de Oppenheim ha retornado a las vías parisinas de donde procede, tal y como sugeríamos al inicio de ese ensayo. Las exposiciones, ya sean institucionales o no -dado que todos los son (la misma exposición ya es un acto de institucionalización, y tanto Victor Hugo como Duchamp lo sabían muy bien)-, pueden constituir, más allá de los caprichos de un puñado de comisarios erigidos de manera poco democrática como los inspirados de una nueva sociedad (en realidad de los baúles de las viejas colecciones), un buen medio para dar a conocer las investigaciones plásticas e historiográficas llevadas a cabo, de manera complementaria a las publicaciones, de las cuales el catálogo constituye una primera aportación. Más allá de los asuntos meramente formales y por tanto subjetivos, detrás de toda buena exposición es fácil vislumbrar un buen trabajo de campo, de estudio, de taller, documental, teórico... Tan sólo la elección del tema ya nos lo advierte. Y en lo que al surrealismo respecta, un buen comisariado puede constituir una prolongación de los esfuerzos de sus protagonistas en la exploración de lo maravilloso al margen de las disputas institucionales, ante la cuales tan sólo cabe ignorar el concepto mismo de Arte. Quizás sea el momento de recuperar un medio que, como la plástica, nos pertenece a todos, y no sólo a aquellos amigos de la administración que se presentan como los tamizadores y hacedores de la cultura y su historia.   



Maison de Victor Hugo, Escritorio chino                                                                                                                                                                                               André Breton en su escritorio