EXPOSICIONES PARA
UN PARÍS SURREALISTA DEL SIGLO XXI
Algunas
reflexiones sobre los comisariados de exposiciones y la historiografía del arte
Aaca Digital nº 26, marzo 2014
Resumen
Las últimas exposiciones dedicadas al surrealismo en su
ciudad de origen, París, revelan la necesidad de una revisión de las funciones
de las exposiciones historiográficas.
Abstract
The last exhibitions dedicated to surrealism in his
city of origin, Paris, reveal the necessity of a revision of the roles of the historiography’s
exhibitions.
Mercado de St. Ouen, Paris, añs 2010
La exposición resaltaba en la
entrada una necesidad que hasta entonces había permanecido invocada: la
necesidad de crear un mito colectivo
Sarane Alexandrian
Desde
1925 París siempre ha sido ciudad de exposiciones surrealistas. Quizás porque
así lo dictan sus pasajes, sus affiches
publicitarios, sus pequeñas calles tortuosas, su rastro de la Porte de
Saint-Ouen, sus luces de neón que invaden un paisaje de pequeñas perspectivas,
su antiguo metro laberíntico en cuyas entradas dos faros extraterrestres
modernistas concebidos por Hector Guimard nos invitan a ser engullidos en una
red que en cualquier momento puede variar... En verdad, es la sociedad de mercado
la que se nos presenta bizarra, mientras que el surrealismo constituye su
respuesta. Basta con hojear Le Paysan de
Paris de Louis Aragon para comprender esta realidad.
Mucho se ha hablado de la influencia psicoanalista en el
surrealismo, pero poco acerca de las influencias objetivas de la dialéctica de
Hegel, de la pasión de Sade, del Fetichismo
de la mercancía de Marx, del Origen
de la familia de Engels, etc., las cuales reconcilian la poética moderna con
las ansias de liberación de este movimiento revolucionario desde las
superestructuras espirituales. Posiblemente el psicoanálisis con toda su
subjetividad, haya sido la herramienta más apropiada para su asimilación. Sin
embargo, el propio Breton llegó a establecer sus reservas frente al
psicoanálisis en Los vasos comunicantes
(1932), lo que con el tiempo condujo al grupo oficial y a las demás fracciones
surrealistas, a un giro inesperado hacia las tesis sobre los arquetipos de
Jung.
En un
principio, es dentro de este ambiente de encuentros y sorpresas donde surge el
interés surrealista por el objeto. Así mismo, las esculturas, máscaras y otros
objetos del arte primitivo oceánico que los surrealistas tanto apreciaban, no
los encontraban en islas y selvas exóticas, sino en los puestos del marché aux puces y en las vitrinas de
ciertos establecimientos. Fueron extraídos de un paisaje conformado a partir de
lo fortuito y banal de la metrópolis moderna junto con conceptos como el
hegeliano “azar objetivo” y la “belleza convulsa”. Y este París mismo es el que
Louis Aragon, André Breton, Pierre Naville, Maxime Alexandre y los más
sensibles a la poética de esta realidad moderna, narraron en las páginas de sus
libros durante su pertenencia al grupo y una vez fuera de él pero conmovidos
por las mismas vivencias urbanas, ahí donde encuentra exactamente lugar el
“nominalismo absoluto” de Aragon (Una ola
de sueños, 1924, probablemente el “otro primer manifiesto del surrealismo”),
desde el alma rescatada por Man Ray en las fotografías de Atget, hasta los
paisajes lechosos de Tanguy o los encuentros que movilizan los fragmentos de
los collages de Georges Sadoul.
Pese a
haber transcurrido ya casi noventa años desde la fundación de este movimiento,
París le ha consagrado recientemente varias exposiciones. Posiblemente la más
ambiciosa de todas ellas sea la consagrada al objeto surrealista en el Centro
Georges Pompidou, la cual cuenta con un antecedente claro en el IVAM de Valencia
en 1997 comisariada por el historiador del arte Emmanuel Guigon. Tras la
amplitud de esta exposición y el estudio historiográfico del catálogo –soberbio
sin duda-, muy difícil lo tiene esta última donde este experto del surrealismo,
del collage y del objeto, no ha colaborado más que a título de invitado,
mientras que la exposición ha sido organizada por el propio director del museo Didier
Ottinger. Esperábamos una edición francesa del estudio de Guigon, pero no ha
sido así. A parte de un breve catálogo, se ha optado por un “diccionario del
objeto surrealista” donde la participación colectiva estaba asegurada. En
ocasiones los centros deben dejar sitio a los expertos en ciertas materias a la
hora no sólo de organizar las exposiciones de sus especialidades para
enriquecerlas con sus aportes y dar la oportunidad a la actualización de sus
investigaciones, las cuales deben residir tras toda exposición como garantía de
que no se ha empleado el dinero público en caprichos y banalidades, aunque sea
en esta época determinada por su arcaísmo organizativo en la que la población
no puede intervenir directamente en las decisiones que afectan a la gestión y
producción de su cultura. También estos historiadores deben aportar sus
proyectos elaborados con el fin de que tengan la salida y la difusión que toda
investigación de calidad (es decir, con aportes nuevos para su disciplina)
merece. Y no dudamos de la preparación de Ottinger, -autor del Surrealismo y la mitología moderna-,
simplemente afirmamos que la colección y la documentación presentada es más
reducida que la presentada en el IVAM de Valencia hace ya 17 años, así como la
calidad del estudio historiográfico que lo acompaña, siendo que el de Emmanuel
Guigon jamás ha sido traducido, además de estar absolutamente descatalogado y
agotado. De hecho, el centro Pompidou ha preferido titular a esta exposición
“El surrealismo y el objeto” frente a “El objeto surrealista” de Valencia,
quizás por un problema de patentes o simplemente para evitar comparaciones como
la aquí vertida. No obstante la consecución cronológica de la vista es bastante
parecida, determinada, -una vez representados los precedentes y el
descubrimiento de los objetos de funcionamiento simbólico en 1930 por Dalí ante
la Bola suspendida de Giacometti-,
por las exposiciones surrealistas donde los objetos fueron protagonistas: “La
exposición surrealista de objetos” en la Galería Ratton en 1936, “El
surrealismo en 1947”, y la octava exposición internacional surrealista titulada
“E.R.O.S.” (Galería Daniel Cordier, 1959), si bien la exposición de 1997
comisariada por Guigon, ampliaba esta nómina a otras exposiciones: las
exposiciones en la “Galería Surrealista” gestionada por el propio grupo, así
como las sucesivas exposiciones internacionales del surrealismo: Praga,
Londres, Nueva York… En todas ellas se apreciaba el protagonismo de los objetos
antes que las pinturas y el arte propiamente dicho. Ellos constituían los
fragmentos de la realidad con los que el movimiento exploraba a través de sus
propios medios: automatismo, materialismo dialéctico, análisis
paranoico-crítico, humor negro, etc., procedentes todos del “azar objetivo”. Aún
así, debemos anunciar que Guigon acaba de editar recientemente (en el mes de
noviembre) en colaboración con Georges Sebbag -nada más y nada menos-, Sur l’objet surréaliste, gracias a la
prestigiosa editorial Jean-Michel Place.
Frente a
la necesidad de documentar una manifestación de esta trascendencia en un mundo
donde los objetos cobran un enorme protagonismo a partir de los enigmas que el
mercado les confiere, la exposición recién presentada en el centro Pompidou ha
recurrido una vez más a una resolución “artística” de montajes e instalaciones
de los que estamos ya hartamente habituados y que, en ocasiones, enmascaran las
carencias investigadoras. Las instituciones han redescubierto el alcance de
estos medios artísticos a la hora de encubrir y ajustar no sólo ausencias, sino
también malas actuaciones de gestión y financiación. También para recuperar
ciertos fenómenos artísticos que, aún incómodos, son ineludibles incluso para
la oficialidad.
No sé si
se trata del caso de la exposición El
surrealismo y el objeto dada la capacidad del Centro Pompidou para abordar
grandes empresas, pero lo que sí es cierto es que por ningún lado llegamos a
comprender la reinterpretación de los objetos históricos ahí presentados por
una serie de artistas actuales como si se tratase de los cierres de hormigón de
un antiguo edificio fracturado por el tiempo y sus avenencias, y recién
restaurado con materiales bien distintos de los originales, sólo que en este
caso la reinterpretación no es funcional, más bien continua las paredes del
museo Pompidou concebido entre 1972 y 1977 por Renzo Piano, Richard Rogers y
Gianfranco Franchini, como la parodia postmodernista (no podría ser de otra
manera debiéndose a la iniciativa gubernamental) de los principios constructivos
de las vanguardia históricas tras las reivindicaciones también utopistas del
mayo de 1968 (destruir el pasado y la tradición para crear un nuevo imaginario)
Estas obras del nuevo siglo las debemos a Artistas como
el popero estadounidense Ed Ruscha (el Pop Art y antes el neodadaísmo
norteamericano de los años cincuenta ya sirvieron para la reificación del ready-made duchampiano), caracterizado
entre los que expusieron en 1962 en New
Painting of Common Objects (Museo de arte de Pasadena, primera exposición
propiamente pop en E.E.U.U.) por interaccionar el lenguaje y los objetos; el
accionista californiano Paul McArthy; la respuesta feminista de Cindy Sherman a
Hans Bellmer (como “continuación” a su obra según afirma el comisario de la
exposición); Haim Steinbach y su crítica-crítica a las instituciones artísticas
mediante su amplia nómina de objetos (nada que ver con la serie limitada de ready-mades de Duchamp); el también
norteamericano Mark Dion; el artista francés Philipe Mayaux, ganador del Premio
Marcel Duchamp 2006 por sus moldes de yeso, los cuales constituyen también réplicas
hasta la saciedad de otro de los divertimentos de Duchamp; el joven artista
francés multimedia Théo Mercier, el parisino Arnaud Labelle-Rojoux… Nótese que
todos ellos son artistas estadounidenses y franceses como si se tratase de un
ensayo de reconciliación entre los dos -históricos ya- centros del arte
contemporáneo del siglo XX: París y Nueva York, lo que desvela las verdaderas
inquietudes de la exposición a la hora de responder al desafío surrealista de “a
ver si son capaces de almacenar en sus museos todos nuestros objetos” (Dalí en Le Surréalisme au service de la Révolution nº3, p. 17).
No es casual que las muestras actuales, radicalmente diferenciadas de aquella
otra histórica por haber sido realizadas fuera del movimiento y por el
contrario en contextos puramente artísticos e institucionales, se encuentren al
final y en el pasillo de entrada y salida que une las distintas salas. No se
trata de un inocente recorrido cronológico, sino de una moraleja, del cierre de
una historia iniciada hace ya casi un siglo con el triunfo final de la
institución artística en su pulso con el surrealismo y las vanguardias
históricas.
Todos estos artistas elegidos para prolongar esta
exposición, más que actualizar el objeto surrealista, lo integran dentro del
recinto artístico, respecto al cual han alcanzado un gran protagonismo las
instituciones artísticas, concretamente en la decisión caprichosa (el capriccio despótico del Siglo de las
Luces que vio nacer la soberanía del gusto) sobre lo que merece ser tildado
artísticamente: los museos y los Centros de Arte contemporáneo, denominados así
estos últimos con el fin de responder a su necesidad de presentarse bajo la
constante actualidad, como si el tiempo no pasase, a espaldas de lo
verdaderamente moderno y radical: la reproducción mecánica de la imagen capaz
de devolverla a la vida, tal y como la entendió en sus Poesías el mismísimo Isidore Ducasse, -Conde de Lautréamont-, así
como Goya antes de emprender sus caprichos
grabados con el fin de difundirlos entre la sociedad (en su caso los caprichos
pertenecen a las arbitrariedades de las injusticias sociales, tradicionales ya
entonces). Por esta razón el maestro aragonés es precedente directo del
surrealismo, y no por ninguna visión atormentada, dado que para los surrealistas
no había mayor tormento que el aburrimiento, frente a lo cual tan sólo quedaba por
extraer la poesía de lo cotidiano, tal y como Baudelaire escurría la velocidad
del mundo moderno para quedarse únicamente con aquello que permanece: los
objetos son los restos de un mundo fragmentado al ser tamizado por la
mercancía, y el surrealismo, a través de ellos, alcanza un nuevo paisaje donde
los ejes cartesianos han sido sustituidos por el encuentro fortuito. En cambio,
la exposición actual sobre el objeto en el Museo Pompidou ha querido contribuir,
antes que desvelarla, a esta fragmentación ofreciendo de nuevo una respuesta
institucional.
Lo dicho respecto a Goya también puede afirmarse acerca del
siguiente protagonista de este ensayo, Victor Hugo, cuya casa en la Plaza de
los Vosgos es hoy visitable y pertenece a la red Paris Musées del Ayuntamiento de París. Entre octubre y enero este
centro ha presentado su colección de la obra plástica de Victor Hugo y aquella
que se encuentra en la Bibliothèque Nationale, basada principalmente en
técnicas de dibujo que, por su poder de exploración de lo desconocido, pueden
ser consideradas como experimentales. Sin embargo y a diferencia de las
exposiciones que hemos podido ver desde el centenario de su muerte, en Paris en
1985 (“Soleil d’Encre” en Le Petit Palais y la exposición de sus dibujos en La
Maison de Victor Hugo. El primer título fue adoptado del primer ensayo dedicado
a la plástica de Victor Hugo, de la mano de Gaëtan Picon –hermano del
surrealista Pierre Picon- y recogido en su libro Las líneas de la mano de 1969), en Valencia, en Venecia, Nueva
York, Bruselas y Madrid, esta última exposición viene a responder al adjetivo “surrealista”
con lo que tantas veces se ha tildado a esta obra plástica suya y que en buena
medida el propio grupo de Breton ha contribuido a descubrir. Ese reconocimiento
surrealista se hizo oficial ya en su primer manifiesto del 15 de octubre de
1924, en una de esas listas de precedentes (autores que “podrían pasar por
surrealistas”) que a Breton tanto le gustaba citar y que lo separaban
irremediablemente del dadaísmo centroeuropeo: “Hugo es surrealista cuando no es
idiota”. Ésta era la mejor fórmula que encontró para reconocer la ineludible
aportación romántica de la mano de un autor que ya se estudiaba en los colegios
por ser de obligada citación, siendo además que su casa fue donada al
Ayuntamiento de París con el fin de constituirse como un museo, visitable desde
1903. Más tarde, fueron los propios surrealistas los que descubrirían sus
dibujos que, como su afán recolector de objetos, materializaban el espíritu de
su poesía y las liberaba del estrecho margen que lega las palabras a tan grande
azar a los ojos de nuestras conciencias, porque la plástica -sobre todo
entendida de una manera moderna (aún hoy, lo siento)- es realidad material; y
Victor Hugo lo sabía muy bien cuando recurría a sus plantillas de grueso papel para
crear vacíos en las impregnaciones de tinta sobre el soporte original. Tal y
como afirmaría Tristan Tzara acerca de Picasso en 1935, en un papier
collé una hoja blanca adherida jamás puede ser confundida con el soporte
original, de la misma manera que un espacio liberado por una plantilla ya no
forma parte del blanco inmaculado del soporte, porque tras toda creación
moderna late la problemática alquímica de la creación a partir de la nada.
Goya, Capricho nº 64, 1799 Victor Hugo, Pulpo, 1866 Victor Hugo, Justicia, 1858
Como veníamos diciendo, la plástica de Victor Hugo fue descubierta
por los surrealistas algunos años más tarde de su primer manifiesto, ya que a
Víctor Hugo no le gustaba mostrar públicamente sus experimentos gráficos, sólo
a los amigos y familiares más cercanos, tal y como demuestran estas quejas de
Charles Baudelaire acerca del Salón de 1859: No encontré en las exposiciones de Salón la magnífica
imaginación que fluye en los dibujos de Victor Hugo como el misterio en el
cielo. Hablo de sus dibujos a tinta
china, porque es
demasiado evidente que en poesía, nuestro poeta es el rey de los paisajistas, y …expresa, con
la obscuridad indispensable, lo que es oscuro y confusamente revelado. Esta
faceta plástica del gran literato francés del siglo XIX, quizás el más completo
de su época, fue conocida por los surrealistas de la mano de Valentine Hugo,
casada con su bisnieto Jean Hugo, pintor próximo a Cocteau, Radiguet, Satie,
Éluard y Francis Picabia, y a quien Valentine Gross –dedicada a la coreografía
y figurinismo- conoció a través del Grupo de los Seis (los músicos Auric,
Honegger, Milhaud, Durey, Poulenc y Tailleferre). Siendo que ella contactó al
grupo surrealista en 1929 a través de la pareja Paul Éluard y Gala, fue éste
primero quien rescató algunas piedras de entre las multitudes de colecciones de
objetos de Victor Hugo, quien con un interés próximo al suiseki nipón
(contemplación de los cantos rodados) como una evidencia más de su curiosidad
constante por las culturas extremo-orientales y que bien pudo inspirar el
título Tas de pierres para buena
parte de sus manuscritos que en vi da aún no había publicado (“En la muerte, el
alma liberada del cuerpo, será también desarmada”), demostró ser un gran
coleccionador de rarezas, llegando a constituir un despacho en su casa muy
parecido al de Breton expuesto hoy en la colección permanente del Centro
Pompidou.
Victor Hugo, découpage y tinta, 1855
Su sensibilidad hacia las piedras no sólo anticipa el
interés surrealista por el objeto (el encuentro fortuito con los mismos y las
coincidencias desprendidas), sino también la del antiguo surrealista y próximo
a Bataille Roger Caillois, quien recordaba cómo en el afán extremo-oriental por
coleccionarlas no se buscaba tanto un parecido sino la sugestión de una imagen encontrada en sus formas, lo que da un
vuelco absoluto a la imitación, si retomamos aquella cita a Botticelli por parte
de Max Ernst, por la cual nos recordaba cómo -según Leonardo da Vinci- educaba
a sus alumnos en el taller lanzando contra una pared una esponja impregnada en
pintura para descubrir en ella las formas que a su vez les permitirán adivinar los
caminos de sus deseos. Con ello Max Ernst daba rienda suelta a sus
procedimientos semiautomáticos y automáticos como el collage, el grattage, el frottage, la decalcomanía, el dripping,
etc., todos ellos ya experimentados por Victor Hugo un siglo antes gracias a su
manejo de la tinta china en su juego dialéctico de luz y tinieblas a modo de
Rembrant o Goya, quien influenció decisivamente en Victor Hugo puesto que pudo
conocer directamente su obra en sus viajes a España. Gracias a estos
automatismos las piedras y las rocas se tornan protagonistas en la obra tanto
de Victor Hugo como en la de los surrealistas Max Ernst, Óscar Domínguez,
Marcel Jean, Georges Hugnet, Wolfgang Paalen (Victor Hugo también se aventuró a
“pintar” con las llamas de las velas, con lo que se adelantó al fumage de Paalen) etc., junto con los
castillos, los cuales podríamos considerar, –desde el de D.A.F. Sade en Lacoste
hasta la “Endless House” de Frederik
Kiesler-, primera célula del espacio surrealista en la capacidad de la subconsciencia
de construir en los recuerdos el espacio que la alberga en su definición
onírica, tal y como luego fue definida por Gaston Bachelard la “poética del
espacio”.
Victor Hugo, Llave, s-f
En este sentido, la exposición “La cime du rève”
comisariada por Vicent Gille y Alexandrine Achille, encargados de los estudios
documentales de la propia Maison de Victor Hugo, constituye una aportación
significativa a la historia del arte, dado que, frente a las anteriores
exposiciones dedicadas a los dibujos de Victor Hugo, ha mostrado de manera
comparativa las obras gráficas más experimentales de los surrealistas con el fin
de probar cómo Victor Hugo ha anunciado el surrealismo un siglo antes, sobre
todo en lo concerniente a una cuestión de actitud. La exposición ha hecho
verdaderamente de Victor Hugo un surrealista “avant la lettre”, y ha
consolidado su posición como precedente indiscutible, ya reconocido en el
propio primer manifiesto del movimiento de 1924. Ya no se trata de ilustrar, tal
y como ocurre en la exposición que actualmente presenta el Musée d’Orsay entre
el 11 de marzo y el 6 de julio acerca del ensayo Van Gogh. El suicidado de la sociedad de Antonin Artaud (1947), si
no de establecer las verdaderas conexiones a partir de las muestras plásticas,
entre dos aportaciones históricas diferentes con el fin de establecer lazos, en
ocasiones inesperados, a lo que nosotros hemos añadido la dimensión objetual, evidente
en el afán coleccionador de Victor Hugo, el cual, como buen coleccionista tal y
como diría el historiador del arte Maurice Rheims, no diferencia lo natural
(las piedras) de lo artificial (el castillo) en un mundo gobernado por los
caprichos de la luz (Goya). Y este añadido no supone una mera yuxtaposición, ya
que tanto tras los objetos como tras la gráfica se esconde el gesto, el trazo
en esta última y el encuentro con los primeros, lo que verdaderamente iguala lo
artificial con lo natural y hace de esta vivencia una experiencia
verdaderamente extática, capaz por sí sola de definir el instante. Éste es realmente
el método de lectura que propuso Gaëtan Picon en 1969 tomando como ejemplo
entre otros la plástica de Victor Hugo, la cual ya había sido considerada por
André Breton precedente de la expresión abstracta en L’Art Magique (1957, en colaboración con Gérard Legrand). Por eso
la exposición no necesita de un decálogo de técnicas automáticas en su
organización, entre otras cosas porque no se trata de técnicas cerradas. Todas
ellas proceden de un encuentro con el azar y colaboran en la exploración de lo
desconocido, tanto de lo exterior como de lo interior. En este caso los
comisarios han preferido recurrir a una sistematización temática que, a
diferencia de la mayoría de las ocasiones en las que asistimos a este tipo de
argumentación expositiva, no resulta para nada caprichosa: “huellas”, “manchas”
(frottages, grattages, decalcomanias…), “castillos”, “casas”, “retratos”,
“bestiarios” que facilitan el retrato mismo de la conciencia exploradora y los
caracteres humanos en general, como bien apuntara Juan-Eduardo Cirlot en su Diccionario de Símbolos (Loup Loup de
Max Ernst, el águila de Victor Hugo); el “monstro” entre la idea y la materia o
entre la realidad y lenguaje (Gilbert Lascaut, Le monstre dans l’art occidental); mecanismos creativos como
“amor(es) loco(s)”, “la naturaleza”… Todo ello constituye una permanente
exploración, una disposición de la poesía misma que devuelve los esfuerzos
plásticos a la investigación de lo desconocido (la naturaleza), en un encuentro
constante con el objeto azaroso (el objeto de “el amor loco”) a través del
lenguaje (“juego de palabras, juego de manos” recita la exposición), que a su
vez nos conduce por un sendero que abarca desde las híbridas monstruosidades
(animales confeccionados mediante el principio del collage con partes de
distintas especies en un desafío insistente a lo preconcebido positivista)
hasta lo maravilloso, al enfrentar en ocasiones los resultados azarosos con
títulos evocadores tal y como exigía Botticelli a sus alumnos. Porque de eso se
trata tal y como afirmó el propio Breton acerca de las relaciones ineludibles entre
el simbolismo novecentista y el surrealismo: la transformación del misterio
simbolista en lo maravilloso surrealista (Breton, André, “Le merveilleux contre le mystère. À propos du
symbolisme», Minotaure nº 9, octobre
1936, Paris, pp. 25-31). Al fin y al
cabo, lo “maravilloso”, –sugerido ya en la década de 1720 por los pastores y
filólogos suizos próximos a Fussli, Johann Jakob Bodmer y Johann Jakob
Breitinger-, pertenece a toda aquella nómina de nuevas categorías que surgieron
en la primer mitad del siglo XVIII, en el nacimiento del Arte mayúsculo como
tal, en calidad de institución erigida sobre el resto de la realidad, junto con
“moveré”, “pintoresco”, “sublime”, lo terrible… y caracterizado por ser capaz
de englobar a todos ellos. Ahora se trata de localizar aquello maravilloso en
la realidad, en las calles mismas de París (Le
Paysan de Paris de Aragon, L’amour
Fou de Breton, Pierre Naville…). Por ello es importante, -y quizás la
exposición no lo ha subrayado suficientemente-, la concepción que Victor Hugo
mantuvo de su producción plástica a lo largo de toda su vida, la cual realmente
sirve de vértice a donde se ven abocadas todas sus vertientes automáticas, las
cuales ya anuncian los experimentos surrealistas.
Receloso de la exposición pública de estas obras
gráficas, siempre las consideró por lo que son: juegos bien extendidos entre la
clase acomodada, sólo que en ocasiones han sido reivindicados y profundamente
estudiados por haber sido cultivados y analizados de manera experimental por
personalidades de renombre como Victor Hugo en las letras, o como en el caso
del collage por el dramaturgo y jardinero real Charles Dufresny entre los
siglos XVII y XVIII (redescubierto por el surrealista y patafísico Noël Arnauld),
o por el escritor danés de cuentos infantiles Hans Christian Andersen
(1805-1875). ¿Acaso no es éste el modelo de experimentación plástica propuesto
por los surrealistas a partir del juego, el cual es a su vez la base del resto
de sus actividades como bien afirmara Breton hacia finales de los años cuarenta
al explicar el juego surrealista “lo uno en lo otro”? en la plástica
surrealista verdadera no hay obras de arte, tan sólo técnicas de exploración de
lo maravilloso cotidiano, que se prolongan en una cadena infinita de vivencias
entre unos y otros, entre el encuentro azaroso de sus protagonistas, los cuales
podrían ser anónimos en el mejor de los casos. Y con ello descubren y perfilan
la verdadera aportación de buena parte del arte del siglo XX (si no en su
totalidad): la investigación. En ella Victor Hugo se mostró como un gran
maestro, para lo que debió conservar su producción gráfica en un ámbito
considerado “menor” por la idiotez. Al fin y al cabo, todas estas
experimentaciones, al llevarse a cabo con la tinta china, parecen estar destinadas
a su reproducción mediante el grabado o las técnicas actuales de edición que
eliminan los accidentes de la factura, una magia que impregna la pluralidad
frente a la unicidad (Victor Hugo fue uno de los primeros en interesarse por
las posibilidades creativas de la fotografía) y de la que Goya se mostró como
pionero indiscutible (y con ello maestro de Victor Hugo), al anteponer su
actividad como grabador a su pintura y liberar, al mismo tiempo, este medio del
cerco profesional de gremios y talleres, esto es, de la difusión de tipos
iconográficos para reflejar en cambio las absurdeces del mundo y hacerlas
públicas al conjunto de la sociedad, todo bajo el espíritu documentalista propio
de un verdadero investigador armado de su dominio gráfico y erudición. ¿Los
excesos del clero no conforman acaso escenas duales como los arrecifes de
Victor Hugo o de Oscar Domínguez surgidos de las provocaciones de una mancha?
Las obras gráficas del autor de Los
miserables cuestionan la obra única y acabada en aras de la investigación y
de la democratización del arte (del divertimento popular como origen y fin de
toda actividad expresiva). Ésta es su verdadera aportación sobre el terreno
gráfico, la cual concuerda con el pensamiento político de igualdad social de
sus últimos años. Al fin y al cabo, el grafiti anónimo en tanto que grabado o
impregnación en la vía pública constituye el primer modelo para este tipo de
prácticas, y ha inspirado a la Historia del Arte multitud de nuevas técnicas y reflexiones
teóricas. Él mismo sedujo la fotografía de Brassaï entre 1930 y finales de los
años cincuenta (por lo que también anticipa indirectamente la fotografía
surrealista en sí: Man Ray, Ubac, Boiffard, etc.) y participa del mismo
espíritu bajo el cual el arrancado anónimo de los carteles en las calles sedujo
a Léo Malet, sin necesidad por ello de recoger esta experiencia más allá de su
mera advertencia en el Dictionnaire
abrégé du Surréalisme confeccionado por André Breton y Paul Éluard en 1938 y
publicado por José Corti.
Frédéric Mégret, dibujos, h. 1926-1927
Sólo desde este espíritu contrario a las obras acabadas,
podemos apreciar la muestra que acompaña a esta exposición: los dibujos de adolescencia
del periodista y crítico de arte Frédéric Mégret, quien entre 1928 y 1929 se
aproximó al grupo surrealista, según nos cuenta André Thirion en sus memoras Révolutionnaires sans révolutions, de la
mano de Louis Aragon, a quien conoció en los ambientes de Montparnasse por donde
entonces ambos se movían. Según este testimonio de quien sería uno de sus compañeros
surrealistas más cercanos, Thirion, Mégret ya realizaba antes poesías y dibujos
“de una incoherencia y una timidez de niño”. Enamorado de una actriz de diez
años mayor que él, había huido de su madre y no quería volver a casa, por lo
que se instaló en el número 54 de la rue du Château en el distrito 14 de París,
ahí donde se conformó en 1925 el grupo conocido como el de la Rue de Château
(Jacques Prévert, Yves Tungy y Marcel Duhamel). Aún muy diferentes, sus dibujos
guardan la relajación adolescente de nuestros jóvenes surrealistas Manuel Viola
y Federico Comps, materializada en la mutilación y descomposición de los
cuerpos, junto con una rabiosa crítica social expresada por textos que recorren
las líneas trazadas. No por ello constituyen obras de arte. Cuántos dibujos de
atormentados adolescentes habrán quedado olvidados por la Historia.
Y es que aún queda mucho por hacer. Nos podrá chocar ver durante
estos días en las carrocerías de los autobuses urbanos de la RAPT, el “pollo-zapato”
de Meret Openheim (Ma gouvernante,
1936) anunciando la exposición sobre el objeto surrealista del Centro Pompidou.
Pero no se trata de condenar de manera maniquea la institucionalización de la
revolución surrealista, de la que en verdad este movimiento fue el primer
responsable, pues basta con repasar su historia con ojos críticos y sinceros
para verlo claramente. Queda mucho por descubrir (los dibujos de Mégret son sólo
un ejemplo de esta necesidad, los cuales carecen aún hoy de un estudio
historiográfico y de una edición en condiciones) y por redescubrir (como el
arte gráfico de Víctor Hugo en tanto que exploración de lo maravilloso). En
realidad, el”pollo-zapato” de Oppenheim ha retornado a las vías parisinas de
donde procede, tal y como sugeríamos al inicio de ese ensayo. Las exposiciones,
ya sean institucionales o no -dado que todos los son (la misma exposición ya es
un acto de institucionalización, y tanto Victor Hugo como Duchamp lo sabían muy
bien)-, pueden constituir, más allá de los caprichos de un puñado de comisarios
erigidos de manera poco democrática como los inspirados de una nueva sociedad
(en realidad de los baúles de las viejas colecciones), un buen medio para dar a
conocer las investigaciones plásticas e historiográficas llevadas a cabo, de
manera complementaria a las publicaciones, de las cuales el catálogo constituye
una primera aportación. Más allá de los asuntos meramente formales y por tanto
subjetivos, detrás de toda buena exposición es fácil vislumbrar un buen trabajo
de campo, de estudio, de taller, documental, teórico... Tan sólo la elección
del tema ya nos lo advierte. Y en lo que al surrealismo respecta, un buen
comisariado puede constituir una prolongación de los esfuerzos de sus
protagonistas en la exploración de lo maravilloso al margen de las disputas
institucionales, ante la cuales tan sólo cabe ignorar el concepto mismo de
Arte. Quizás sea el momento de recuperar un medio que, como la plástica, nos
pertenece a todos, y no sólo a aquellos amigos de la administración que se
presentan como los tamizadores y hacedores de la cultura y su historia.
Maison de Victor Hugo, Escritorio chino André Breton en su escritorio
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